LOS “CHICOS DE MALA VIDA” EN EL CINE POLÍTICO
ITALIANO DEL AÑO 2008
LUCA
D´ASCIA
Mucho más acorde con el “espíritu de los
tiempos” resulta estar otro gran fenómeno de criminalidad organizada que ha
resumido emblemáticamente la crisis italiana de los últimos años, desmintiendo
(junto con otros indicadores de malestar social) el optimismo oficial del
berlusconismo. Nos referimos a la “camorra” napolitana y al tejido de negocios
que se estructura a su alrededor, brillantemente representado por el guionista
Roberto Saviano y el director Matteo Garrone en la otra película italiana
galardonada en Cannes Gomorra.
También Gomorra
como Il divo pertenece al filón del
cine política- y socialmente comprometido. Este filón en los últimos años
parecía haberse estancado en la polémica personal contra Berlusconi (Il caimano de Nanni Moretti; ¡Viva Zapatero! de Sabina Guzzanti), que
obedece a aquel mismo imperativo de visibilidad mediática que, en definitiva,
posibilitó los éxitos del “Cavaliere” en la política italiana y, por lo tanto,
acaba por “hacer el juego del adversario”. Por otro lado, películas rígidamente
ancladas a la crónica política resultan a lo mejor demasiado detallistas para convencer
desde el punto de vista estético, como se ha constatado repetidas veces después
de Il portaborse de Luchetti (1992).
Con
alguna razón, el cine italiano “serio” con ambición estética ha preferido
encaminarse por un sendero de intimismo sentimental algo retrò, que puede tener éxito, sobre todo en casa (el ejemplo
clásico es Il papà di Giovanna de
Pupi Avati, premiado en la edición 2008 del festival de Venecia), pero que no
deja de permanecer escapista y odiosamente previsible. Gomorra, en cambio, es una película de un nivel estético bueno,
aunque no excepcional, que abarca una vasta problemática social (no
exclusivamente política) apoyándose en una estética cosmopolita, más cercana al
género internacional de las “películas de pandillas” (se piensa inmediatamente
en La ciudad de Dios, que sin embargo
es más espectacular y efectista que Gomorra)
que a la tradición neorrealista, que había consagrado la Nápoles popular a
través del rostro de Sofia Loren. La Nápoles de Gomorra es una ciudad oscura, sin sol y sin futuro, lejanísima del
mito mediterráneo consagrado por Rossellini en su Viaggio in Italia, pero
que tiene un claro antecedente en las atmosferas nocturnas y desoladas de Morte di un matematico napoletano di
Martone (1992).
El agotamiento del mito mediterráneo es visible
en la manera en que Saviano y Garrone se acercan a un tópico muy presente en la
tradición literaria y cinematográfica italiana: el subproletariado napolitano,
su picaresca, su alegría, su vitalidad. Era muy fácil dejarse capturar por el
estereotipo de Nápoles ciudad antigua, ciudad profundamente popular que no
participa sino superficialmente en las transformaciones y en la ambigua
modernización de la sociedad italiana. El estereotipo funcionaba igualmente
bien para detractores y admiradores de la caótica, “muy noble” y “muy humana”
capital de la pobreza: los primeros explicaban el atraso económico y la elevada
criminalidad por medio de consideraciones antropológicas que rozaban el
racismo, mientras que los segundos (entre los cuales estaba Pasolini) veían en
la especificidad cultural de la tradición napolitana y en la extraordinaria
vitalidad de su dialecto una barrera frente a la “homologación” de las
diversidades sociales y regionales a un mediocre estándar consumista. En la
película de Saviano y Garrone, sin embargo, el viejo y glorioso estereotipo
deja completamente de funcionar.
El dialecto es vehículo de comunicación del
submundo que representa, tanto que la película necesita ser subtitulada... ¡en
italiano! Pero esta diversidad lingüística objetiva no implica ninguna
“alteridad” con respecto a los modelos de consumo y diversión que dominan en el
conjunto de la sociedad en la primera década del milenio. La primera secuencia
de la película, que precede el encabezado, dice todo lo que hay que decir al
respecto mostrando a unos pandilleros siendo balaceados mientras que se están bronceando
y haciendo el manicure en un salón de belleza.
Las luces azuladas, casi de ciencia ficción, de
los reflectores en la oscuridad de la primera toma arrojan un destello de
ilusión tecnológica sobre el mundo intemporal de la pobreza y de la
precariedad. Los pandilleros de Gomorra,
que nada saben de trabajo organizado y de derechos colectivos, hablan de sus piercings que se infectan y llevan ropa
de moda y bastante costosa, empujados a la violencia por un consumismo
elemental detrás del cual se esconde el deseo de ser considerados “normales”,
iguales a los no marginados en la sociedad “homologada”. Su horizonte está
completamente cerrado a la política, a la “conciencia” y a la “historia” – en
la medida en que esta Trimurti laica pueda haber sobrevivido, en otros rincones
de Italia, a Andreotti antes y a Berlusconi después -, pero no por eso es
“inocente” como podía serlo, en cierta medida y con muchas ambigüedades
dialécticas, el universo de Toto y de Ninetto en la cine-mitografía
pasoliniana.
Saviano y Garrone obligan a Pasolini a ser coherente
contra sí mismo y a reconocer que la obsesión del consumo, que el autor de los Escritos corsarios rastreaba entre la
nueva generación delincuencial de los años setenta, ha alcanzado también al
Gennariello de las Cartas luteranas,
muchacho napolitano aún orgulloso de su subcultura y por eso “humano” más allá
de la miseria y de la violencia. La guerra de pandillas, como se representa en Gomorra, no tiene ninguna especificidad
cultural ni antropológica: pudiera ser igual en cualquier parte del mundo y, en
particular, al lector colombiano puede acordar situaciones muy comunes en su
país. Es, más bien, la lógica consecuencia de aquella economía informal que se
apodera irresistiblemente de periferias que la división internacional del
trabajo y estructuras sociales estancadas excluyen de la competencia formal y
productiva. En Nápoles, como en muchos otros lugares, la economía informal
rueda alrededor del negocio de la droga.
Entrelazando cinco historias por medio de un
eficaz montaje alternado (recurso estilístico que contribuye a integrar Gomorra en una tendencia bastante
exitosa en el cine internacional y especialmente norteamericano), Saviano y Garrone
andan investigando las distintas modalidades de una misma realidad de
explotación: la rebelión, que empieza como un juego y termina trágicamente, de
dos adolescentes pandilleros a la ley territorial que les exige no turbar el
orden establecido por el jefe de pandilla; la desaventura de un costurero que
“traiciona” al empresario que explota a él y a los obreros en favor de unos
fabricantes chinos que imitan (ilegalmente) sus modelos; la “iniciación” de un
niño que para probar su fidelidad al bando a que pertenece tiene que participar
en el asesinato de la señora que le daba empleo; la vivencia decepcionante de
un joven empleado por una empresa que elimina de forma ilegal, utilizando
trabajadores clandestinos y perjudicando la salud de los habitantes del lugar,
los deshechos tóxicos producidos por las industrias del Norte.
Todas estas historias comparten un mismo modelo
estructural: el intento de los más jóvenes de cuestionar, de una forma muy
embrionaria y que sólo en un caso toma un matiz de protesta moral, los lazos de
sumisión personal que rigen de manera
férrea una sociedad casi feudal, donde no existen normas jurídicas, pero
tampoco relaciones familiares que puedan delimitar una esfera autónoma de la
aplicación brutal de la ley del más fuerte. La antigua “honra” de las
sociedades mediterráneas se ha reducido a este sencillo imperativo de
obediencia, mientras que sus rasgos arcaicos y solemnes se disuelven en un
indiferenciado conductismo consumista. No faltan puntos de contactos con Sumas y restas de Víctor Gaviria, pero
Saviano y Garrone son más sobrios, menos folclóricos y, en definitiva, más
objetivos y más profundos que el director colombiano.
Muy distinto de Il divo, más concreto y vital, pero también más convencional, Gomorra comparte con la película de
Sorrentino el propósito de ofrecer una representación crítica de la historia y
de la sociedad italiana, apuntando hacia uno de sus aspectos más
controvertidos: la infiltración de la criminalidad organizada en todos sus
niveles, desde la clase política hasta el empresariado local y la organización
barrial. Se trata, desde luego, de una provocación para la opinión pública, que
se ha acostumbrado a identificar la “emergencia criminalidad” con algo extraño
a la esencia nacional y estrechamente relacionado con la excesiva tolerancia
hacia la inmigración clandestina.
Saviano y Garrone dejan en claro como una misma
tendencia a la explotación, engendrada por la misma precariedad laboral,
atraviesa todos los grupos sociales, “nativos” e inmigrados, descargándose con
especial dureza sobre los clandestinos y los menores (los adolescentes en
Nápoles son parte integrante de la fuerza de trabajo de la economía informal).
En medio de todo esto el gran ausente es precisamente el Estado y su
legislación social. Para un amplio sector derechista de la población, que
regaló a Berlusconi su gran victoria electoral de abril de 2008, éste sigue
identificándose en primer lugar con la fuerza pública: ¡no por casualidad, la
primera reacción del actual gobierno frente a las protestas, por cierto
violentas y anarquistas, desencadenas en Nápoles por la cuestión de los
desechos tóxicos (puntillosamente analizada en Gomorra) ha sido enviar el Ejército en defensa de los basureros!
Desde una perspectiva distinta, es decir el
retrato psicológico, fragmentario e intencionalmente inacabado, de un típico
“hombre de poder”, Il divo analiza la
“filosofía política” que ha impulsado en Italia (mucho más que en otros países
de la Unión Europea) un compromiso constante con los “poderes fácticos” incluso
descontando un altísimo costo social y moral. También Il divo tiene su dimensión de choque sobre la opinión pública al
hilvanar sutilmente el hilo de antiguas responsabilidades que parecían
olvidadas, reviviendo la Primera República tan parecida en sus estructuras
profundas a la Segunda República populista que desde 1992 se ufanó de haberla
superada.
¿Acaso
“cambiar todo para no cambiar nada”, la célebre devisa del aristócrata
siciliano de Lampedusa y de Visconti en Il
gattopardo, tendrá que permanecer en eterno la manifestación más emblemática
de la sabiduría política italiana? Por lo menos, gracias a películas como Il divo y Gomorra, algo empieza a cambiar en el ámbito circunscrito pero
significativo de la vivencia fílmica: renace un tipo de cine comprometido, pero
crítico y exento de rigidez ideológica, que había hecho mucha falta en la
última década.
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