jueves, 6 de junio de 2019



50 años de una generación. 
Un colegio público de Provincia.

MIGUEL ANGEL HERRERA ZGAIB.

Los Recuerdos

                                                              En la primera semana de diciembre de este año, se cumplirán 50 de la graduación de bachilleres del Colegio Departamental Integrado Atanasio Girardot del año 1969. Un espacio académico, cultural y formativo levantado en el km 3 de la vía a Tocaima, en el legendario, desvencijado puerto sobre el río Magdalena.

Fuimos parte de un proyecto que marcó nuestras vidas, cuando ensayábamos los primeros pasos de la juventud y el temprano ingreso al mundo de la adultez.

Un puñado de nosotros, residenciados en Bogotá, hace unos tres años, empezamos a palabrear los preparativos pensando en esta celebración. Nos permitiría saber de los compañeros de los dos cursos que culminamos estudios en este prestigioso colegio público.

Uno cuya historia se retrotrae en el tiempo a un proyecto de ordenanza departamental agenciada por mi padre Marco Aurelio Herrera Sierra. Con esta iniciativa se le dio identidad jurídica, viabilidad normativa, y la consiguiente aprobación por la diputación de Cundinamarca, al plantel que cumple el mismo número de años en el sitio campestre, árido que ocupa hoy una institución pública de nombre diferente.

Entonces

                                                 Se dio paso a la edificación de las aulas, la rectoría, enfermería, laboratorios y cafetería en un amplio lote, sin pavimentar. La carretera tampoco lo estaba, circundado de cactus, pringamozas, espinos, y arbustos menores. 

Por atrás, utilizando una trocha, se llegaba al Barrio San Jorge, y al Kennedy. Con la visita permanente, inquieta de los negros jirigüelos, y el paso de las bandadas de pericos temprano en las mañanas, y a eso de las 5 de la tarde cuando regresaban de los sembradíos de Flandes y Espinal en notable algarabía rumbo a sus nidos.

 En la construcción del Colegio fueron relevantes, entre otros, los oficios del representante a la cámara, el girardoteño David Aljure Ramírez, quien se hizo presente el día de la inauguración de la edificación, acompañado de las autoridades civiles, eclesiásticas con el obispo Ciro Alfonso Gómez a la cabeza  y las direcciones políticas regionales y locales.

Si mal no recuerdo, la inauguración ocurrió cerca del inicio de actividades del año lectivo de 1964. El rector Romero, quien había estado dedicado a la contratación de profesores para proveer los cargos para atender a algo más de 500 estudiantes.

 A los pocos meses tuvo que enfrentar una huelga de profesores y estudiantes, que pobló de arengas el parque de Bolívar, de donde salían y llegaban los buses municipales que nos transportaban mañanas y tardes.

La primera huelga

                                                              El rector residía a media cuadra de donde yo vivía, en la vecindad del Hotel Piscina Girardot; y compartía interminables partidas de futbol con sus hijos, haciendo de la recién pavimentada calle 18, una cancha visitada por todos los jóvenes transeúntes entre el Alto y las Quintas ferroviarias.

Cuando estalló la huelga para sacar al rector Romero, un día crucial caminé en compañía de Luis Eduardo Santos, que andaba en bicicleta, porque vivía en el barrio Santander, confundidos entre la manifestación. 

Era de noche, y los exaltados estudiantes en compañía, que yo recuerde, de los profesores Tatis y Durán, marcharon del parque hasta la residencia del rector. Hubo arengas y abajos, que escuché con curiosidad y sobresalto en la esquina del hotel.

El colegio, sin duda, era una creación educativa para el beneficio plural de las nuevas generaciones de Girardot, y los municipios vecinos, en particular, los jóvenes que venían a estudiar de Flandes, Espinal, Tocaima, Ricaurte y Melgar, para regresarse en las tardes a sus hogares.

No tuvo mi padre el gusto de ver cómo dos sus hijos disfrutamos de la obra colectiva que contribuyó a realizar. Allí vivenciamos lo excelente, bueno, malo y feo de la institución. En mi caso, a lo largo del bachillerato, 1964-1969. Mi hermano, Marco Aurelio, cursó la mayor parte que tuvo que interrumpir por un cambio perentorio de la residencia familiar a Bogotá.

Aquel primer año de bachillerato

                                                                          Experimentamos una variopinta socialización y competencia en estudio, juegos y deporte con alrededor de 200 compañeros, distribuidos en salones de la A a la G. Provenían de todos los estratos de la clase media porteña.

El año 1964 empezó con el rector Romero, artífice y planificador del Colegio Departamental, y culminó con el nuevo rector, el profesor Guarín, que nada tuvo que ver con los comienzos de aquella obra.

Era un señor de lustrosa calva y apariencia de abuelo, que lucía con dignidad su prominente barriga. A primera vista parecía amante de las letras y la oratoria de púlpito, y con él se publicó la primera revista, con una foto desteñida en la portada, de la que hice parte, con ribetes amarillos. Tenía cierta familiaridad con el corresponsal del diario El Tiempo, con el notario Ahumada, y parecía gustarle el ambiente de tertulia.

En el grupo de primero bachillerato A, estábamos los más jovencitos, porque los cursos estaban organizados por edades y estaturas. Así que los más grandes y bochincheros estaban al final. 

Los salones eran rectangulares, con tres ventanas que miraban al barranco, y un ventilador cuadrado de piso, que hacía ruido y nos aliviaba con sus aspas del calor de las 3 de la tarde. Varios habíamos estudiado antes primaria en el colegio Gimnasio Santa Clara, en el Andrés Bello o la Presentación, junto a otros jóvenes de otras procedencias, juntos en un nuevo espacio.

Pronto intimamos, formando diversos grupos que en parte se mantuvieron hasta que nos graduamos de bachilleres. Así recuerdo de aquellos días y horas a Carlos Raúl Gutiérrez, Gustavo Buendía, José Libardo Urueña, Luis Eduardo Santos, Camilo Iriarte, Hernán y Fabio López, Luis Fernando Rodríguez, José Vicente Rodríguez, Pedro Maldonado, José Ricardo Tafur, José Eugenio Ardila, José Vicente Trujillo, Carlos Sánchez, entre otros.

Cómo eran las clases

                                                       Teníamos como director de curso al profesor José Tomás Borrero, de baja estatura, fornido, con “peluquiado” militar, de bigote. Era nuestro profesor de matemáticas, de voz recia, de trato atemperado, y quien probablemente vena de la tierra fría a los calores de Girardot.

En las clases de aquel año entramos en contacto con los profesores “cuchilla” y uno que otro carismático. No teníamos ninguna maestra, a diferencia de lo que ocurría en la enseñanza primaria. Vivíamos el desprendimiento de la casa, y la forzosa socialización con los extraños compañeros de destino.

Así desfilaron por las mañanas, los profesores de historia, el costeño Tatis, con su apariencia impecable y sus pantalones de dacrón tornasolado. Nos pedía los apuntes de su clase de manera impecable, los calificaba junto con las tareas que hacíamos en casa. Así empecé a escribir a máquina lo que recuperaba de las lecciones.

El maestro de geografía, el profesor Saavedra, era también de la Costa. A quien pronto apodaron Andrómeda, nos ponía a mirar láminas y a escrutar en ilustraciones el destino de la tierra y su lugar en la galaxia y el sistema planetario; así como aprender el misterio de los climas y los pisos térmicos, examinando el cuadro de Köppen. Me sorprendía el tamaño de sus pies y las sandalias que los alojaban, sobre los que se erigía la condición de un humanista bonachón y comprensivo.

En biología debutó el profesor Fernando Rojas, quien traía el interés por las prácticas agrícolas en la fallida tarea de arborizar aquel desierto de tierra gredosa y quebradiza, donde hicimos hoyos para plantar nuestros árboles, y regarlos en los tiempos de clase. Casi todos se marchitaron, pero la cercanía con la tierra y el campo atrajeron a más de uno por aquellas calendas. Así que hicimos también la experiencia de colocar pepas de aguacate, y otras frutas para que germinaran en nuestras casas.

En idiomas tuvimos las primeras clases de inglés con el profesor Cubides, un santandereano, colorado, circunspecto, de quien no recuerdo si nos confió alguna vez que hubiera estado en los Estados Unidos. Cumplía su papel sin pretensiones como profesor de idiomas.

El profesor de castellano y literatura era regordete, y tenía el libro de gramática como su guía, y solo se desprendía de él para señalarnos determinada lectura. No recuerdo bien, si nos correspondió leer con él, Platero y Yo, de Juan Ramón Jiménez, que tenía su mismo apellido. Recuerdo sus anteojos, que trataba de acomodar en clase, con cierta regularidad.

(Continuará)