domingo, 27 de mayo de 2012

EL SISTEMA GENERAL DE REGALÍAS BONANZA ECONÓMICA Y “POPULISMO” ELECTORAL


EL SISTEMA GENERAL DE REGALÍAS
BONANZA ECONÓMICA Y “POPULISMO” ELECTORAL

David Jiménez
Politólogo
Universidad Nacional de Colombia, Medellín[1]

El antes y el ahora de las  regalías

Hace más de un año estaba escéptico frente al trámite legislativo del proyecto de reforma constitucional para crear el nuevo sistema general de regalías en el Congreso de la República. Mis percepciones sobre los obstáculos de entonces eran los siguientes:

-          Intereses  fiscales de las entidades territoriales productoras
-          Beneficios político-electorales de representantes y senadores en Departamentos y Municipios productores

Sin embargo, la mesa de Unidad Nacional que tiene la mayoría de partidos políticos existentes en Colombia, con personería jurídica y reconocidos por la autoridad electoral, respaldaron la iniciativa del gobierno nacional en el trámite del acto legislativo con los 8 debates reglamentarios  y mayoría absoluta.

El argumento del gobierno con la conducción del presidente y su ministro del interior saliente, Germán Vargas Lleras, para la reforma de las regalías siempre fue la inequidad en la distribución de los recursos, y la corrupción que campea en las entidades territoriales.

El sistema reformado, en primer lugar, según los debates realizados en el Congreso, y lo tratado en medios de comunicación, señalan que las entidades territoriales iban a recibir más recursos provenientes de regalías en todo el país con la comparación del sistema vigente para la época.

En segundo lugar, la corrupción y el uso ineficiente a los recursos por parte de de las administraciones municipales y departamentales estuvo presente en la discusión, al mostrar cómo los municipios con mayores ingresos de regalías tenían a la vez los peores indicadores en pobreza y necesidades básicas insatisfechas.

De esta manera, la reforma constitucional del nuevo sistema general de regalías pasó como muchas otras en Colombia por las mayorías de siempre en el congreso de la República sostenidas por el ejecutivo, y como parte de una impresionante cascada de leyes que consiguieron aprobación en los casi dos años de actividad gubernamental.

Sin embargo, conviene recordarlo, que las leyes 141 de 1994, 756 de 2002 y 1283 de 2009 señalan los recursos de destinación específica proveniente de regalías en salud, educación, agua potable, entre otros. Está es, igualmente, una asignatura que aún sigue pendiente en el país. Además, las leyes 366 de 1997 y 599 de 2000 consagra como delito penal el uso indebido de recursos de regalías.


¿Qué pasó con las regalías?

La pregunta es, entonces, ¿qué paso en Colombia, durante más de 16 años?, un periodo que iguala el de la vigencia inicial del  propio acuerdo del Frente Nacional. Si el uso eficiente y transparente de los recursos de regalías estaba contemplado en el marco jurídico colombiano, en cambio, lo cosechado se llama corrupción a todo nivel, porque ni los órganos de control ni entidades del orden nacional y territorial detectaron irregularidades para investigar y castigar fiscal, disciplinaria y penalmente a tantos servidores públicos que se enriquecieron a manos llenas con los recursos del erario, con la riqueza colectiva recaudada de la ciudadanía por vía coactiva.

Por otro lado, la equidad en la distribución en el sistema general de regalías SGR, se contempló desde el principio, esto es, que al constituir las nuevas reglas de juego, dónde en toda esa bolsa de recursos se iba a descontar en tres fondos específicos: Fondo de Ahorro y Estabilización, Fondo C-T-I, Fondo de Ahorro Pensional Territorial. Posterior a la deducción en el SRG se harían distribuciones a las entidades territoriales en tres formas: productoras, fondo de desarrollo regional y fondo de compensación regional.

Así que, desde  un principio, la clase política sabía que las entidades territoriales iban a recibir menos ingresos provenientes de regalías. ¿Qué les paso a los senadores y representantes que critican el nuevo SGR? Ya no recuerdan los beneficios que recibieron antes por darle aprobación a la nueva legislación,  o les incumplieron promesas hechas con anterioridad que aún desconocemos el grueso de la ciudadanía.

Un pronóstico

Finalmente, la administración y operación del SGR con participación del Gobierno Nacional, Gobernadores y Alcaldes en el proceso de  aprobación de proyectos de inversión en un determinado municipio o departamento, puede ser la vena rota, el premio de “consolación” para la elite local y regional, que la ordene luego en el ejército de reserva del presidente, el más interesado en obtener su reelección, porque no contará ya con el apoyo del uribismo de “raca mandaca”, que sigue declarándose traicionado por Juan Manuel Santos y sus coequiperos de hoy.

Esperemos que las flamantes y jugosas regalías, por la explotación inmisericorde de las “commodities” no vayan a de nuevo a alimentar  los apetitos político-electorales de un sector de la clase política colombiana, para asignar el consabido gasto público en su feudo electoral, de conformidad con la renovada regla populista, preparada por el nieto aventajado de Carlos Lleras Restrepo, y el heredero del tío abuelo, Eduardo Santos Montejo.



[1] Participante del Grupo Presidencialismo y Participación, Unijus/Colciencias.

sábado, 26 de mayo de 2012

NOTICIAS DE LA REUNION DE LASA EN SAN FRANCISCO
 
HOMENAJE A ARTURO ESCOBAR 
 
Para recordarles que la reunion de la seccion Colombia, la entrega de
premios y el homenaje a Arturo Escobar en LASA 2012 es hoy 26 de mayo a las
10 y 30 am en Nob Hill B.  Gracias.
-- 
Constanza López Baquero
Coordinadora de Comunicaciones
LASA-Sección Colombia 2010-2011
 
 
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domingo, 20 de mayo de 2012

Entre Martha Nussbaum y Tomás Ibáñez

miguel angel herrera zgaib, Profesor Asociado, Ciencia Política, Unal. Bogotá

miguel.herrera@transpolitica.org 

El relativista no alberga, por lo tanto, ninguna certeza en cuanto a las posibilidades de cambiar el mundo. Tampoco tiene ninguna certeza en cuanto a qué es lo que habría que hacer para cambiarlo. Lo único que se niega  a aceptar es que existan razones de principio por las cuales deba renunciar a intentar cambiar el mundo. Tomás Ibáñez, Contra la Dominación, p. 84.

La intelectual estadounidense Martha Nussbaum de trayectoria en los estudios de filosofía clásica y contemporánea, poseedora de una bella escritura, y notoria sensibilidad estética resultó galardonada con el Príncipe de Asturias, que honra los inicios del proto-estado Español que arranca, recuerdan los españoles con la gesta de Don Pelayo. 

Desde la perspectiva subalterna, Asturias recuerda al mundo las luchas obreras del siglo XIX y XX, donde los mineros asturianos se opusieron a las tiranías y dictaduras, desde la Roma imperial hasta el franquismo en los tiempos del sangriento sojuzgamiento de la segunda república española, después del fugaz republicanismo inaugurado por la sanción de la "Pepa" en 1812.

Ahora se premia a una mujer de quilates, la neoyorkina Nussbaum, quien ha luchado contra el relativismo cultural, uno de los componentes novedosos del multiculturalismo, que tanta tinta ha hecho verter desde todas las orillas, pero, especialmente, desde el liberalismo  estadounidense y canadiense, con textos memorables de Rawls, Kymlicka, Taylor, Goodman, entre otros. 

A ella la califican como animadora de la corriente comunitarista, y se hizo notable colaborando con Amartya Sen, antes que él recibiera el Nobel de Economía, tratando los tópicos de la igualdad y la equidad en una perspectiva de avanzar en términos de justicia social.

Hace poco, la Escuela de Graduados, de CUNY, en New York, intentó incorporarla a su planta docente, por petición de la comunidad universitaria sin que ello  cuajara. Nussbaum, según anotan comentaristas más informados, cambió su apellido para adoptar el de su esposo, y asumir el credo religioso de su marido. Una condición que no pocos señalan que va a contra-corriente de su crítica al relativismo cultural, que se afinca como en Mc Intyre, uno de sus maestros, en una lectura de Aristóteles, y una puesta a distancia del pensamiento de los  Sofistas.

Más allá de sus merecimientos, que son indudables, aprovechando que ha estado y estará en España, qué bueno fuera una conversación con el español Tomás Ibáñez, un vigoroso pensador libertario, quien en su libro "Contra la Dominación" dedica la mitad del escrito a la defensa del relativismo, blandiendo en su defensa a pensadores de la talla de Richard Rorty, en compañía nada menos que de Foucault, Castoriadis y Serres.

Por último, recordemos que este premio no se ha concedido a muchas mujeres, la otra que lo recibiera en fecha relativamente reciente fue la irlandesa Mary Robinson, campeona de la causa de los derechos humanos. En lo cual guarda también sintonía con el reconocimiento hecho a Nussbaum, quien defiende la universalidad de los derechos humanos y la importancia de su defensa y realización en las cuatro esquinas del mundo. 

De modo singular, ella ha dotado de vigorosa fundamentación la defensa de la causa de las mujeres, y el reclamo por su inclusión plena y completa en los asuntos del mundo. Es a no dudarlo, una digna sucesora de Safo, quien en tiempos de esplendor democrático no renunció  a su espíritu libre, ni se arrodilló tampoco ante las veleidades de la guerra.

La filósofa Martha Nussbaum, Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales

El jurado destaca su concepción universal de los derechos de la mujer para superar los límites del relativismo cultural


Martha C. Nussbaum. / FUNDACIÓN PRÍNCIPE DE ASTURIAS
La filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum (Nueva York, 1947) ha sido galardonada hoy en Oviedo con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2012. El jurado ha destacado su contribución a las humanidades, a la filosofía del derecho y de la política y su concepción ética del desarrollo económico.
El acta del tribunal, al que ha dado lectura este mediodía su presidente, el exministro de Educación Aurelio Menéndez, señala que Nussbaum, profunda conocedora del pensamiento griego, es una de las voces más innovadoras e influyentes de la filosofía actual y que sostiene una concepción universal de la dignidad humana y de los derechos de la mujer para superar los límites del relativismo cultural.

Según el jurado, las teorías de la filósofa estadounidense se basan en el convencimiento de que quienes entienden de distinta manera lo que es el bien "pueden ponerse de acuerdo sobre principios éticos universales, aplicables allí donde se dé una situación de injusticia o discriminación".

Nussbaum, que ya había sido calificada ayer por el jurado como máxima favorita, se ha impuesto en las últimas votaciones al sociólogo español Manuel Castells y al demógrafo italiano Massimo Livi-Bacci. A este premio, segundo que concede en la presente edición la Fundación Príncipe de Asturias, se habían presentado 27 candidaturas de 14 países.

Profesora actualmente de la Universidad de Chicago, el jurado incide en la labor de Nussbaum como defensora del papel de las humanidades en la educación como elemento imprescindible para la calidad de la democracia y en que ha abordado el estudio del desarrollo económico y de la ética al entender la pobreza como una privación de capacidades humanas, "planteamiento que ha tenido una gran repercusión en diversos organismos internacionales". Esta dimensión ética, añade el jurado, está presente en toda su obra, ya que Nussbaum ha participado activamente en los más importantes debates sociales y económicos de nuestro tiempo.

Procedente de una familia acomodada, en 1975 Nussbaum se doctoró en filosofía por la Universidad de Harvard, después de estudiar arte dramático y estudios clásicos en la Universidad de Nueva York. Colaboradora del Nobel de Economía Amartya Sen en temas relacionados con el desarrollo y la ética, impartió clases en Harvard y después en la Universidad de Brown (Rhode Island, EE UU), desde donde participó con diferentes instituciones académicas.

Uno de sus libros más relevantes es La fragilidad del bien: fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega (1995), que versa sobre la ética antigua y que la convirtió en una reconocida figura en el ámbito de las ciencias sociales. De la veintena de obras que ha publicado, destacan entre las más recientes La terapia del deseo (2003), El conocimiento del amor (2005), El ocultamiento de lo humano (2006) o Las fronteras de la justicia (2007), El cultivo de la humanidad o Crear capacidades, estas dos últimas de 2012. Nussbaum fue candidata al Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en las ediciones de 2008, 2009 y 2010. Posee numerosas distinciones y en septiembre de 2005 las revistas Foreign policy y Prospect la incluyeron entre los cien intelectuales más influyentes del mundo.

El Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales se concede a aquellas personas cuya labor creadora o de investigación representa una contribución relevante en beneficio de la humanidad en los campos de la historia, el derecho, la linguística, la pedagogía, la ciencia política, psicología, ética, filosofía, geografía, economía, demografía y antropología.

El año pasado recayó en el científico Howard Gardner y, entre otros, está en posesión del antropólogo y ensayista Julio Caro Baroja, los juristas Eduardo García de Enterría y Aurelio Menéndez, el psicólogo José Luis Pinillos, los economistas Enrique Fuentes Quintana, Juan Velarde y Paul Krugman, y el hispanista británico Raymond Carr y la expresidenta irlandesa Mary Robinson.

El premio está dotado con 50.000 euros, la escultura creada y donada expresamente por Joan Miró para estos galardones y un diploma y una insignia acreditativos.


El colega médico y contertulio, Carlos Raúl Gutiérrez remite esta nota del presidente José Mujica, personaje digno de las Odas de Virgilio, y los Cánticos de Walt Whitman. Compañero inseparable de la heroica epopeya de Raúl Sendic, el tupamaro que murió enterrado literalmente, con la mandíbula rota, y otras tantas brutalidades de la dictadura uruguaya, ahora Mujica, quien hizo antes de ser electo una oda al biffe, y ridiculizó las hamburguesas de Mc Donalds comparte el tiempo de la política con el de la agricultura, que ha hecho posible tanto la llamada civilización como el sedentarismo.  

José vive con Lucía Topolansky, su compañera de vida y de lucha, y recibe un salario modesto, porque el resto lo destina a un fondo que honra la memoria de su gran compañero, cuyos dineros se destinan a financiar pequeños proyectos agrícolas según dice esta crónica. Un ejemplo, cómo dudarlo, de lo que puede ser un gobierno austero, dispuesto a servir a los muchos, a los subalternos en su tarea emancipatoria, en la construcción de una autonomía perdurable. N de la R.

 
Un par de notas sobre una buena vida llena de muchas cosas

 
ACÁ, JOSÉ MUJICA

Acá, José Mujica, presidente de la república Oriental del Uruguay, vive acá. En la entrada de la propiedad hay una cuerda, donde cuelgan  ropas de  niño. Su casa de ladrillo  y un huerto lleno de plantas, juncos, pastos crecidos, una hectárea de tierra recién surcada y perros muchos perros,  dejan ver la mentalidad de este viejo, traducida en  trabajo, reposo,  pensamiento, cavilación, proceso, sufrimiento y goce. Las plantitas y yuyos  circulan al paso lerdo de los perros, cubriendo cada esquina de la sombra,  que ellos buscan para  guarecerse del ardiente sol de verano.

Si, esta es la casa del viejo Mujica, donde descansa y reposa de su laburada vida presidencial. Si allá en el fondo  la vemos, pasando unos arbustos,  son cuatro paredes, viejas como él,  pero agradables también como él. El techo de teja, la cocina,  su sillón rojo y su perra de tres patas,  invitan al hogar del mate, la conversa, el análisis de este rinconcito  de la tierra, muy pequeñito en extensión, pero grande en sus gentes y su vivir, EL URUGUAY.

La mascota de Mujica, es tullida, claro en su cuerpo, no en sus cariños ni en la  fidelidad con su amigo humano. En la estufa humea el agua del mate, en su cabeza, los sueños de seguir luchando, a pesar de su edad, por cambiar el mundo, aunque… como él mismo dice, el mundo no cambie mucho, la verdad.

Y desde  esta morada austera, casi marcial ha emergido infinitas veces, haciendo país,  primero como legislador nacional, luego como candidato presidencial, atendiendo tanto a la prensa nacional e internacional, como a sus amigos y su gente, esa gente venida de infinitos rincones del país. Y ahora como presidente.

Y recibir, en el planeta de Mujica es un verbo irregular. Mujica ha recibido a periodistas venidos de lejos y  de cerca, bajando de su tractor, sin la dentadura puesta, con el pantalón arremangado hasta las rodillas y con una gota de sudor colgando de la nariz. Mujica ha recibido a los periodistas con su afectuoso abrazo, una palmadita en la espada y con esta frase –“córta che, con el bla, bla, bla, y andá  a laburar que es lo que necesita el país”.
 
Mujica ha recibido a periodistas en días preelectorales, con alpargatas y  sin  dientes,  bueno  ha dado  conferencias  enteras  por el mundo, sin dientes,  total,  lo  que vale  es  la  conferencia  no  los  dientes. De ahí que,  jugando  con su  perra y  haciéndose cortar  el  pelo por un desconocido, que vino a pedirle trabajo, lo probó así y le dio el trabajo, no de peluquero, sino en su profesión.
 
Así, nos atendió a nosotros. Mujica recibió a los periodistas el mismo día de los comicios electorales, en pijama, con la barba crecida y ya sabiendo que era presidente, con esta frase:- “a pesar del ruido, no me alaben tanto que el mundo, hoy no va a cambiar, ayúdenme mejor a trabajar”-
 
Era ese entonces el veintinueve de noviembre de 2009 y aunque el mundo, para él no cambió,  el Uruguay, con él en el poder, concedido por su pueblo, si iba a cambiar y así, desde ese día,  cambió su propio rumbo.
 
Con el cincuenta y dos por ciento de los votos, ganados a su contrincante, Mujica se convirtió en el presidente más impensado del Uruguay y probablemente de la tierra. No solo por su austeridad, su autenticidad y su humanismo verdadero, porque ¿donde se ha visto, un presidente austero en la verdad de sus convicciones y la realidad de sus acciones?.
 
Donde se ha visto un presidente con un pasado a cuestas, que es el origen de este hombre auténtico intocable y sabio. Del hombre humano y del humano hecho persona, que ningún título o nombramiento, lo desvía de su camino.  El ser humano con su gente con su pueblo, ahí, siempre ahí,  como es: con  o sin dientes, con o sin ropa, con perro de tres patas,  acogiendo  a quienes fueron sus compañeros de lucha con defectos y hermosuras y  a quienes han confiado en él, su pueblo que un día fue exiliado, preso, secuestrado, muerto,  en la injusticia, que todos conocemos… aquellos tiempos infernales.
 
Mujica militó en el movimiento de liberación nacional- Tupamaro (MLN-T), guerrilla que nació y se fortaleció al calor de la revolución cubana, como casi todos los movimientos de América latina, en ese entonces, estuvo preso dos veces, una dura pero más  suave que la otra diabólica, siendo rehén de la dictadura que se tomó el país a sangre y fuego. 

Vio  morir a muchos de sus compañeros y esperó demasiadas veces la muerte propia. Estuvo 10 años aislado en un pozo de 2 metros por uno con ochenta, donde sobrevivió a la posibilidad de la locura; y llegada la democracia festejó la sobrevida del único modo posible: arando la tierra y militando, porque nunca ha dejado de hacer ninguna de las dos cosas, esta vez milita, desde un marco legal, la legalidad construida por ellos mismos, los tupas y por nosotros, todo el pueblo uruguayo,  con esfuerzo, solidaridad, cariño entrañable, horizontalidad y amor por el país.
 
En 1.995, Mujica fue el primer tupamaro en ocupar un puesto del Estado como diputado nacional. Y a fines del 2009, se transformó en el primer exguerrillero en llegar a la presidencia de Uruguay y en completarle el sentido a una lucha ideológica por la que se inmoló buena parte de América latina.
 
El Pepe llegó a la presidencia, primero porque sobrevivió a la barbarie y segundo porque el pueblo uruguayo y el mundo entero, siempre honró la lucha de los tupamaros. Y por último porque Pepe siempre fue un tipo muy humano, muy de cara al sol, muy enamorado, muy zorro, muy austero.
 
Hoy Mujica se traslada en su chevrolet viejo, no usa corbata, no tiene celular, no tiene tarjeta de crédito, prohíbe a los empleados del gobierno usar facebook o twiter o cualquier cosa parecida, porque está en contra de la globalización, cree en la identidad del compadre ,   tocando la mano del otro para caminar más  confiados y trabajando codo a codo como corresponde a los pueblos sencillos de la tierra, nada de fríos comunicados, nada de inútiles correos que casi nunca se contestan,  todo voz a voz, todo frente a frente, todo con la sonrisa en la cara, todo con el abrazo sincero, con las palabra así nada más, hasta sin dientes.
 
Tiene una esposa Lucía Topolansky, tan asceta como él. Tercera en el mando del gobierno, también tupamara, su perra de tres patas, Micaela,  y dos familias, que por no tener lugar donde vivir, hablaron con Mujica y recibieron a cambio un pedazo de tierra dentro de su misma estancia,  donde construyeron su casa, por eso la ropa de niño extendida, los juguetes por el piso y la algarabía en  el lugar.
 
Lo cuidan dos hombres uniformados,  con todo el cariño, que merece un mandatario, como él, amado por su pueblo. Ahora se interponen en la entrada y dicen, amablemente, -“para lo que necesiten: pidan una cita en la casa presidencial”
 
No vive en la casa presidencial, solo tiene su jornada de trabajo ahí. - No hay que generar gastos innecesarios, que sirven para otras cosas muy necesarias - dice. Vive en su casita austera, allá en Rincón del Cerro, un paramo rural a veinte minutos de Montevideo, donde el campo es más esfuerzo que vergel, allí Mujica pasa sus días, desde que recobró su libertad en 1.985, cuando salió del pozo, salvado por su más grande y querido oficio, la agricultura. Que canario ah?, recobrar la cordura cuando se vuelve a la tierra, al origen de lo que se es,  a eso se le llama el sentido de la vida.
 
Desde que asumió el cargo, Mujica, famoso entonces, por su disponibilidad mediata, dio tres entrevistas y todas fueron  trabajando la agricultura en su casa. Todos en el gobierno saben que Mujica habla como vive, sin cortesías mentirosas, con sus flores, que cultiva al hombro y el  país que le cabe íntegro en su cabeza, en el corazón y en el cuerpo entero.
 
Mujica ha querido hacer una presidencia, al estilo tupamaro, dice Marenales, ha tenido que adaptarse a la época, y al pensamiento general del Frente Amplio, que es una fuerza donde hay trabajadores, empresarios, jóvenes, mujeres, hijos venidos a más y a menos. Y a los empresarios, les gusta el capitalismo, y que le vamos a hacer.  El Pepe sabe que no puede hacer la revolución, pero lo que todos sabemos en Uruguay, ahora, es que este es el mejor gobierno que hemos tenido, en todos los tiempos, de este país.
 
Al pepe lo pusimos, nosotros en el gobierno, trabajando como colectivo. Porque,  más allá de las características personales de cada compañero, somos colectivo.  Nosotros valoramos a cada uno y le damos el reconocimiento que merece. Por eso en el gobierno y en el frente amplio, vale la experiencia, la disciplina y el ser hermano del otro, con eso basta para hacer un buen país.
 
Nosotros no creemos que la historia avanza sobre la base de los más brillantes  o de los que tienen más oportunidad de tener  títulos académicos, cuando la academia tiene que ser paga a precios altos.  Nosotros creemos y así lo está demostrando, este proceso, que la historia de un pueblo la construyen los más humanos, los más estudiosos, los más trabajadores, los que aprenden a ser hermanos de los otros y son capaces de enseñar su experiencia y su estudio empírico o académico,  poniendo en práctica su saber y al servicio de todos.
 
Me preguntas porque pusimos al Pepe y no a otro, porque el pepe,  siempre ha trabajado, por su cuenta, siempre ha estado abajo y con los de abajo, es un ejemplo. Y como fueron los de abajo los que lo llevaron al poder, él tiene un gran compromiso con los de abajo, que lo tiene que cumplir y nosotros, aquí en
el Frente, diciéndole  todo el tiempo. - Che, no olvides tus compromisos viejo- . Y no los olvida.
 
Porque desde que Mujica llegó al gobierno, desde cuando empezó como senador hizo que esa legislatura  cambiara, primero en sus modos, incorporó el mate a la rutina, cosa que nunca ocurría allá dentro, porque el mate  es popular y lo popular no existía en el gobierno aún en democracia. Y uso su silla, para incorporar al discurso y a  las leyes  del congreso lo incorporado a su vida: lo rural. 

Empezó por el recuerdo de su padre y como murió en miseria y de su padre paso a hablar del pasto y del pasto pasó a la vaca y de la vaca pasó al país ganadero y así fue uno de los mejores congresistas, porque le dio voz a su pueblo rural, al pueblo que no tenía voz, al del interior del país. Por eso ha vivido en entrañable noviazgo con su pueblo.
 
Como ministro de agricultura y pesca en el gobierno de Tabaré, encaró la propuesta de su candidatura a la presidencia, con propuestas muy impensables para cualquier candidato del siglo XXI . Mujica propuso, empezar el debate de la propiedad privada, levantar el secreto bancario y resolver el tema de la delincuencia, la drogadicción, la pereza y el desgano de los hijos montevideanos, chicos de ciudad que no querían apostarle al desarrollo humano del país.  Propuso en fin tomar el toro por los cuernos, sin espera. Su cruda franqueza y su honestidad,  no tuvo contrincante y el triunfo fue unánime, porque cuando se maquillan los discurso y las acciones, se hipoteca la libertad.
 
Los funcionarios del gobierno que pertenecen al Movimiento de Participación Popular  del Frente amplio, donde pertenece Mujica, tienen un tope salarial. Lo máximo que pueden ganar son treinta siete mil pesos (mil novecientos dólares) y eso significa el  35% del salario a que tienen derecho los “grandes” del gobierno. El 75% es excedente y va al fondo “Raúl Sendic” (donde se otorgan microcréditos a proyectos  cooperativos, sin tasas de interés, sin papeles firmados y sin la exigencia de pertenecer al movimiento. Otra  parte de ese fondo  es para subsidiar a militantes  del Movimiento de participación popular, que pasan cualquier urgencia económica. 
 
Atrás de esos dos hombres  y del labrador que lo cuidan, está la acogedora casa del hombre más querido del Uruguay. A la que vienen a reuniones los del colectivo que hace posible la buena vida de este país. Montevideo es la ciudad con más alta calidad de vida de América latina, y por ende lo rural crece, también.
 



domingo, 13 de mayo de 2012

Una nota rescatada por el colega Luis Mejía, de la España convulsa, ahora gobernada por el Partido Popular, y Mariano Rajoy, y sacudida en su indiferencia por la vuelta de los indignados, en las calles de Madrid. Para recordar que el orden del capital tiene que sucumbir, pese a todos los reveses del pasado, y a las inconsecuencias e inconstancias del presente.  En medio del desastre del empleo hay tiempo para las reglas de urbanidad en la tierra que padeció el franquismo. N de la R.

http://www.elheraldodelhenares.es/pag/noticia.php?cual=12913

.... en un pequeño y tranquilo pueblecito de Guadalajara, situado a 50 kilómetros de la capital y a poco más de cien de Madrid, en la comarca de Sigüenza, La Toba, su Pleno municipal pensó que [las] costumbres cívicas se estaban perdiendo y decidió recuperarlas por escrito.

    DISPOSICIÓN ADICIONAL SEXTA
   
    El Ayuntamiento, con el fin de fomentar las conductas cívicas que puedan contribuir a evitar incumplimientos de las disposiciones de la presente ordenanza, incorpora adicionalmente a esta Ordenanza un PLAN DE PROMOCIÓN DE HÁBITOS DE CORTESÍA Y DE VALORES Y HABILIDADES SOCIALES:
   
    1.- Al entrar en un espacio pequeño, donde hay otras personas, saludar al entrar y al salir. También al hablar por teléfono o en cualquier tipo de comunicación no visual identificarse inmediatamente después del saludo.
    Función: Mostrar respeto y consideración a los que allí están. Indicar a los demás que hemos advertido su presencia.
   
    2.- Taparse la boca con la mano al toser o estornudar y girarse hacia donde no hay nadie.
    Función: Higiene, evitar molestias y contagios.
   
    3.- Decir "gracias" cuando alguien nos hace un favor.
    Función: Reconocer al otro el beneficio que nos ha causado.
   
    4.- Pedir las cosas por favor.
    Función: Reconocer la libertad del otro para decidir sernos útil y respetar su propiedad.
   
    5.- Ayudar al que lo necesita.
    Ejemplo: echar una mano a la anciana que arrastra una bolsa pesada, agacharnos a recoger del suelo una moneda que se ha caído, abrir la puerta a un repartidor que tiene las dos manos ocupadas, empujar un coche que no arranca, etc.
    Función: Protección y solidaridad con los que lo necesitan, aliviar el sufrimiento o molestia de los otros.
   
    6.- Comportarse con corrección en las comidas:
    - No hablar con la boca llena.
    - No sentarse con gafas de sol, gorra o sin camisa.
    - No sorber la sopa.
    - No gritar ni cantar.
    - No hurgarse en la boca con palillos sin taparse de algún modo.
    - No eructar con ruido o sin ponerse la mano en la boca.
    - Servir a los otros el vino y la comida antes que a sí mismo.
    - No tocarse el pelo.
    - Sentarse de forma correcta.
    - No empezar hasta que estén todos, ni irse hasta que hayan acabado.
    - No hacer ruido al masticar
    - No chuparnos los dedos
    - Lavarse las manos antes de la comida
    - Limpiarse la boca ante de beber en el vaso
    - No untar pan en un plato común
    - No beber a morro.
    - No comer con ansia.
    - No limpiarse con las mangas de la camisa.
    - No hablar de cosas asquerosas o desagradables.
    - No fumar mientras se come.
    - No empezar a comer hasta que todos estén servidos.
    - Cuando se come recipientes comunes, no rebuscar ni invadir territorios ajenos.
    - No ir a por la pieza más apetecible.
   
    Función: Evitar provocar asco, crear un ambiente de relajación, facilitar la comunicación, expresar generosidad y homenajear el fruto del trabajo.
   
    7.- No provocar ruidos innecesarios en la calle, especialmente durante las horas de descanso (petardos, pitos, gritos, música, escape, etc.).
    Función: Respetar el derecho de todo el mundo al descanso y a vivir en un clima de paz y relajación.
   
    8.- No arrojar al suelo desperdicios ni ensuciar el entorno.
    Función: Respeto al medio ambiente, a los espacios públicos y a las personas que habitan ese entorno o pueden utilizarlo después que yo.
   
    9.- No provocar destrozos en espacios, bienes o dependencias públicas.
    Función: Respeto a la propiedad de todos, no crear gastos innecesarios a la comunidad.
   
    10.-No maltratar animales o plantas, ni prestar oídos a quienes se enorgullecen de ello.
    Función: Demostrar sensibilidad hacia la vida y repugnancia por el sufrimiento innecesario.
   
    11.- No ser impertinentes ni groseros. Decir las quejas a las otras personas sólo en el momento y situación oportuna y de una forma educada y respetuosa. No confundir impertinencia con sinceridad.
    Función: No herir a los otros innecesariamente.
   
    12.-Ponerse la mano en la boca al bostezar. No estirarse en clase.
    Función: Evitar que la exposición del interior de la boca pueda provocar asco. No distraer la atención de los otros.
   
    13.-No regoldar, escupir o peer cuando hay gente a nuestro lado.
    Función: No producir asco, no invadir la pituitaria ajena o el pabellón auditivo. Demostrar que no somos exclusivamente animales. Disimular la suciedad que produce nuestro cuerpo.
   
    14.- No burlarse ni ridiculizar defectos físicos o psíquicos de los otros.
    Función: Solidaridad y respeto al débil o desaventajado.
   
    15.- No dar la espalda, ni excluir con la mirada o el gesto a nadie del grupo con quien estemos conversando. No hablar de temas que alguno de los presentes no conozca sin ponerlo en antecedentes.
    Función: Mostrar consideración a todos nuestros interlocutores.
   
    16.-Llamar a la puerta antes de entrar.
    Función: Respeto al espacio ajeno o compartido, respeto a la intimidad.
   
    17.-No criticar ni murmurar de alguien que no está presente, y si lo está, hacer las críticas con tacto y delicadeza. No inventar ni propagar falsos rumores.
    Función: Dar la posibilidad de defenderse. No herir sin necesidad. Respeto a la honra y buena imagen de la persona.
   
    18.- No revelar secretos o situaciones íntimas sin el consentimiento de los afectados.
    Función: Respeto a la privacidad.
   
    19.- No tocarse genitales ni ajustarse la ropa interior en público.
    Función: No provocar escrúpulos o sensación de pudor en los espectadores.
   
    20.- No hacer comentarios groseros o discriminatorios de la gente que pasa por la calle (homosexuales, inmigrantes, etc.).
    Función: Respeto a la integridad moral de las personas. No discriminar.
   
    21.- Ser puntuales a las citas o encuentros programados. En caso de no poder asistir, avisar lo antes posible.
    Función: Que nadie tenga que esperar por nuestra culpa.
   
    22.- Mantener silencio en los espectáculos públicos, reuniones y conferencias (incluye apagar el móvil).
    Función: No molestar a los que quieren oír, consideración a los actores.
   
    23.-Devolver los libros, discos y objetos que nos hayan prestados lo más pronto posible y en perfectas condiciones.
    Función: Respeto a la propiedad ajena.
   
    24.-Mediar en los conflictos, tratar de separar a los que se pelean siempre que no haya grave riesgo para nosotros.
    Función: Restaurar la comunicación entre las personas, evitar daños físicos o morales, socorrer al que ha perdido la razón.
   
    25.- Referirnos a alguien presente usando el nombre propio y no con un artículo o pronombre personal (éste, ése, ella, él, etc.).
   
    Función: Respeto a la persona, que es alguien con nombre y no cualquiera.
   
    26.- No decir blasfemias o palabras que puedan herir las creencias de otras personas.
    Función: Respeto a las creencias de los demás.
   
    27.- No decir tacos, muletillas o palabras malsonantes de forma habitual o en contextos formales.
    Función: Mejorar la estética de nuestra conversación.
   
    28.- No morderse las uñas, hurgarse en la nariz u orejas, no explotar granos o tocarse heridas en presencia de otros.
    Función: No provocar asco.
   
    29.- No tratar con desprecio o con menos consideración a personas con aspecto pobre, sucio o descuidado.
   
    Función: Toda persona es merecedora de respeto con independencia de su apariencia o condición.
   
    30.- Cumplir nuestra palabra y nuestros compromisos con terceras personas.
    Función: Fidelidad a nosotros mismos y a aquellos ante quien nos comprometemos. Ser responsables de nuestras decisiones.
   
    31.- Devolver los objetos perdidos.
    Función: Respeto a la propiedad ajena. Deferencia con el desconocido.
   
    32.- No ofrecer tabaco, alcohol o cualquier otro elemento adictivo a quien está tratando de dejarlo.
    Función: Respeto a la voluntad y salud del otro. Apoyo a las debilidades ajenas.
   
    33.- No presionar a alguien a hacer lo que no desea. No insistir una y otra vez cuando nos hayan dicho que Función: Respeto a la libertad de los otros.
   
    34.- Si alguien te invita, devolver la invitación. No ser gorrones.
    Función: Reciprocidad.
   
    35.- Ofrecer a los otros comida o bebida cuando vas a tomarla en su presencia.
    Función: Mostrar generosidad.
   
    36.- No contestar con despecho o querer decir la última palabra cuando un adulto nos recrimine por no cumplir alguna de estas normas.
    Función: Respeto a los mayores. Respeto al deber de los adultos de educar a los jóvenes.
   
    37.- Colaborar en aquellas tareas comunes de las que nos hemos beneficiado.
    Función: Es justo compartir el esfuerzo si hemos compartido los beneficios.
   
    38.- No gritar ni decir piropos groseros a las mujeres u hombres con quien nos cruzamos.
    Función: Respeto a la persona, no invadir el espacio de otro sin su permiso.
   
    39.- Tener hospitalidad con los chicos/as de otros pueblos.
    Función: Gratitud a quien ha elegido venir a nuestro pueblo, solidaridad con el que está aquí por necesidad.
   
    40.- No llamar a las personas por motes o apodos, salvo que ellos lo prefieran.
    Función: Respeto al hecho de ser únicos en el mundo que se expresa en el nombre propio.
   
    41.- Visitar a nuestros amigos y allegados cuando estén enfermos o sean ancianos. Dedicar un tiempo a charlar con nuestros abuelos.
    Función: Cuidar a los que queremos y más nos quieren.
   
    42.- No maltratar a los pequeños, a los débiles, a los diferentes o a los indefensos.
   
    DISPOSICIÓN FINAL
   
    La presente Ordenanza entrará en vigor al día siguiente de la publicación del Texto íntegro de la Ordenanza en el Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara.
   
    En La Toba, a 20 de enero de 2012.-El Alcalde, Julián Atienza García
   
    PUBLICADA EN EL BOP DE 9 DE MARZO DE 2012.
    

viernes, 11 de mayo de 2012

Governance Without a State?: Policies and Politics in Areas of Limited Statehood

Edited by Thomas Risse
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Columbia University Press
October, 2011
Cloth, 312 pages, 2 figures, 14 tables
ISBN: 978-0-231-15120-7
$50.00 / £34.50

 
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Governance in Areas of Limited Statehood: Introduction and Overview

Thomas Risse


In the twenty-first century, it is becoming increasingly clear that conventional modes of political steering by nation-states and international regulations are not effectively dealing with global challenges such as environmental problems, humanitarian catastrophes, and new security threats. This is one of the reasons governance has become such a central topic of research within the social sciences, focusing in particular on nonstate actors that participate in rule making and implementation. There is wide agreement that governance is supposed to achieve certain standards in the areas of rule and authority (
Herrschaft), such as human rights, democracy, and the rule of law, as well as to provide common goods such as security, welfare, and a clean environment.

Yet the governance discourse remains centered on an “ideal type” of modern statehood—with full internal and external sovereignty, a legitimate monopoly on the use of force, and checks and balances that constrain political rule and authority. Similarly, the “global governance” debate in international relations, while focusing on “governance without government” and the rise of private authority in world politics (e.g., Cutler et al. 1999; O’Brien et al. 2000; Hall and Biersteker 2002; Grande and Pauly 2005), is based on the assumption that functioning states are capable of implementing and enforcing global norms and rules. Even the discourse on failed, failing, and fragile states centers on state building as the main remedy for establishing or restoring political and social order (see, e.g., Rotberg 2003; Rotberg 2004; Schneckener 2004; Beisheim and Schuppert 2007).

From a global as well as a historical perspective, however, the modern nation-state is the exception rather than the rule. Outside the developed OECD world, we find areas of “limited statehood,” from developing and transition countries to failing and failed states in today’s conflict zones and—historically—in colonial societies. Areas of limited statehood lack the capacity to implement and enforce central decisions and a monopoly on the use of force. While their “international sovereignty,” that is, recognition by the international community, is still intact, they lack “domestic sovereignty,” to use Stephen Krasner’s terms (Krasner 1999).

This book starts from the assumption that “limited statehood” is not a historical accident or some deplorable deficit of most Third World and transition countries that has to be overcome by the relentless forces of economic and political modernization in an era of globalization. Rather, we suggest that “limited statehood” is here to stay—even in so-called Western and modern societies—and that governance research has to take this fundamental condition into account. The book then asks how effective and legitimate governance is possible under conditions of limited statehood and how security and other collective goods can be provided under these circumstances.

The authors of this volume investigate the governance problematic in areas of limited statehood from a variety of disciplinary perspectives, including political science, history, and law. From a theoretical perspective, the volume challenges the conventional wisdom of the governance debate as being biased toward modern developed nation-states. Moreover, if we confront the central tenets of the governance debate with the empirical reality of historical or contemporary areas of limited statehood, serious conceptual and theoretical problems arise. If one of the key concepts of modern social sciences is not applicable to two-thirds of the international community, we face not only theoretical challenges but also eminently political and practical ones.

The authors probe the following assumptions: First, governance in areas of limited statehood rests on the systematic involvement of nonstate actors and on nonhierarchical modes of political steering, including bargaining and various forms of competition (see particularly chapters by Chojnacki and Branovic, Liese and Beisheim, Börzel et al., and Enderlein et al.). Yet these modes of governance do not complement hierarchical steering by a well-functioning state but have to provide functional equivalents to developed statehood (see chapters by Schuppert and Ladwig and Rudolf). Second, governance in areas of limited statehood is “multilevel governance,” which links the local with national, regional, and global levels and is based on shared sovereignty. This is fairly obvious in colonial governance as well as in modern “protectorates” where international and transnational actors provide governance services ranging from security to public authority (see chapters by Conrad and Stange, Ladwig and Rudolf, Schneckener, and Brozus). But it is also the case in many other weak states that the international community co-governs through the provision of collective goods and services (see chapters by Liese and Beisheim, and Enderlein et al.).

This chapter begins by introducing the book’s key concepts such as limited statehood and governance. I then discuss some conceptual issues that arise when governance is applied to areas of limited statehood. Drawing on the contributions to this volume, the next section highlights the contribution of nonstate actors in the provision of governance in areas of limited statehood. The chapter concludes by pointing to the “multilevel” features of governance in areas of limited statehood, in particular the role of external actors in the provision of collective goods and services.

Conceptual Clarifications: What Is Limited Statehood?

Our concept of “limited statehood” requires clarification. In particular, it needs to be strictly distinguished from the way in which notions of “fragile,” “failing,” or “failed” statehood are used in the literature. Most typologies in the literature and datasets on fragile states, “states at risk,” and so on reveal a normative orientation toward highly developed and democratic statehood and, thus, toward the Western model (e.g., Rotberg 2003; Rotberg 2004). The benchmark is usually the democratic and capitalist state governed by the rule of law (Leibfried and Zürn 2005). This is problematic on both normative and analytical grounds. It is normatively questionable because it reveals Eurocentrism and a bias toward Western concepts as if statehood equals Western liberal statehood and market economy. We might find the political and economic systems of the People’s Republic of China and Russia morally questionable, but they certainly constitute states. Confounding statehood with a particular Western understanding is analytically problematic, too, because it tends to confuse definitional issues and research questions. If we define states as political entities that provide all kinds of services and public goods, such as security, the rule of law, welfare, and a clean environment, many, if not most, “states” in the international system do not qualify as such. Moreover, such conceptualizations of statehood, which are more than common in the literature on failing and failed states, obscure what we consider the most relevant research question: Who governs for whom, and how are governance services provided under conditions of weak statehood?

Thus, we have deliberately opted for a rather narrow concept of statehood. We follow rather closely Max Weber’s conceptualization of statehood as an institutionalized rule structure with the ability to rule authoritatively (Herrschaftsverband) and to legitimately control the means of violence (Gewaltmonopol, cf. Weber 1921/1980; on statehood in general see Benz 2001; Schuppert 2009). While no state governs hierarchically all the time, states at least possess the ability to authoritatively make, implement, and enforce central decisions for a collectivity. In other words, states command what Stephen Krasner calls “domestic sovereignty,” that is, “the formal organization of political authority within the state and the ability of public authorities to exercise effective control within the borders of their own polity” (1999, 4). This understanding allows us to strictly distinguish between statehood as an institutional structure of authority and the kind of governance it provides. The latter is an empirical not a definitional question—for example, control over the means of violence is part of the definition. Whether this monopoly over the use of force actually provides security for the citizens as a public good and is irrespective of one’s race, gender, or kinship becomes an empirical question. Whether a state’s polity is democratic and bound by human rights also concerns empirical issues that should not be confused with definitional ones.

If statehood is defined by the monopoly over the means of violence or the ability to make and enforce central political decisions, we can now define more precisely what “limited statehood” means. In short, while areas of limited statehood still belong to internationally recognized states (even the failed state Somalia still commands international sovereignty), it is their domestic sovereignty that is severely circumscribed. Areas of limited statehood concern those parts of a country in which central authorities (governments) lack the ability to implement and enforce rules and decisions or in which the legitimate monopoly over the means of violence is lacking, at least temporarily. The ability to enforce rules or to control the means of violence can be restricted along various dimensions: (1) territorial, that is, parts of a country’s territorial spaces; (2) sectoral, that is, with regard to specific policy areas; (3) social, that is, with regard to specific parts of the population; and (4) temporal. It follows that the opposite of “limited statehood” is not “unlimited” but “consolidated” statehood, that is, those areas of a country in which the state enjoys the monopoly over the means of violence and the ability to make and enforce central decisions. Thinking in terms of configurations of limited statehood also implies thinking in degrees of limited statehood rather than using the term in a dichotomous sense.

This conceptualization allows distinguishing among quite different configurations of limited statehood. As argued earlier, “limited statehood” is not confined to failing and failed states that have all but lost the ability to govern and to control their territory (Rotberg 2003; Rotberg 2004; Beisheim and Schuppert 2007; Schneckener 2004). Failed states such as Somalia comprise only a small percentage of the world’s areas of limited statehood. Most developing and transition states, for example, encompass areas of limited statehood as they only partially control the instruments of force and are only partially able to enforce decisions, mainly for reasons of insufficient political and administrative capacities. Brazil and Mexico, on the one hand, and Somalia and Sudan, on the other, constitute opposite ends of a continuum of states that contain areas of limited statehood. Moreover, and except for failed states, “limited statehood” usually does not obtain for a state as a whole but in “areas,” that is, territorial or functional spaces within otherwise functioning states in which the latter have lost their ability to govern. While the Pakistani government, for example, enjoys a monopoly over the use of force in many parts of its territory, the so-called tribal areas in the country’s northwest are beyond the control of the central government and, thus, areas of limited statehood.

It also follows that limited statehood is by no means confined to the developing world. For example, New Orleans right after Hurricane Katrina in 2005 constituted an area of limited statehood in the sense that U.S. authorities were unable to enforce decisions and to uphold the monopoly over the means of violence for a short period of time. However, this book concentrates mostly on cases in which limited statehood in an area’s territorial, sectoral, or social dimension extends over sustained periods of time. For example, the chapter by Chojnacki and Branovic on markets of violence deals empirically with territorially and socially defined areas of limited statehood in mostly sub-Saharan Africa, where the state monopoly over the use of force is systematically lacking. The chapter by Liese and Beisheim focuses on areas of limited statehood in the developing world according to their territorial, sectoral, and social dimensions. The chapter on South Africa by Börzel et al. concentrates on policy sectors in which the South African state does not have the capacity to implement and enforce its own laws.

Moreover, if we conceptualize limited statehood in such a configurative way, it becomes clear that areas of limited statehood are an almost ubiquitous phenomenon in the contemporary international system and also in historical comparison (see the chapter by Conrad and Stange). After all, the state monopoly over the means of violence has only been around for a little more than 150 years. Most contemporary states contain “areas of limited statehood” in the sense that central authorities do not control the entire territory, do not completely enjoy the monopoly over the means of violence, or have limited capacities to enforce and implement decisions, at least in some policy areas or with regard to large parts of the population. This is what Somalia, Brazil, and Indonesia but also the People’s Republic of China have in common and share with modern protectorates such as Afghanistan, Kosovo, or Bosnia-Herzegovina—internationally recognized states that lack “Westphalian sovereignty” in the sense that external actors rule parts of their territory or in some policy areas (Krasner 1999).

The following map presents a graphical description of the phenomenon. It uses a combination of two indicators of the Bertelsmann Transformation Index (BTI) measuring degrees of, first, the state monopoly over the means of violence, and, second, basic administrative structures. The countries marked in white are fully consolidated states located in the Western world, as well as a handful of others, such as Chile. On the opposite end of the spectrum, we find twenty-nine failed (marked in black) or fragile (marked in dark gray) countries, mostly in sub-Saharan Africa. The remaining countries (marked in gray)—the vast majority of states in the contemporary international system—contain areas of limited statehood in the sense defined earlier. Note that about 80 percent of the world’s population lives in or exposed to such areas of limited statehood.

These data have serious consequences for the way in which we think about statehood in general. What if the modern, developed, and sovereign nation-state turns out to be a historical exception in the context of this diversity of areas of limited statehood? Even in Europe, the birthplace of modern statehood, nation-states were only able to fully establish the monopoly over the use of force in the nineteenth century (Reinhard 2007). And the globalization of sovereign statehood as the dominant feature of the contemporary international order only took place in the 1960s, as a result of decolonization.

Yet the world today, as an international community of states, is largely based on the fiction that it is populated by fully consolidated states. International law embodies the idea of sovereign nation-states, which the international community assumes are functioning states that command “effective authority” over their territories (see chapters by Schuppert and Ladwig and Rudolf). The international prohibition on intervening in the internal affairs of sovereign states assumes that these states have the full capacity to conduct their own domestic affairs. Ironically, many developing countries where limited statehood constitutes part of the daily experience of the citizens firmly insist on their full rights as sovereign states and are adamantly opposed to any intervention in their internal affairs. Moreover, international law and the legalization of world politics have increasingly embedded states in a net of legal and other binding obligations in almost every policy area (Goldstein et al. 2000; Zangl and Zürn 2004; see chapter by Ladwig and Rudolf in this volume). Yet legalization assumes that states are fully capable of implementing and enforcing the law.

Most international donor agencies and most international state-building and democratization programs—from the World Bank to the European Union and the United States—also presuppose that the modern Western nation-state is the model for “good governance” (Magen et al. 2009). Underneath these programs and strategies is the assumption of modernization theory that the modern state comes as a package consisting of an effective government, the rule of law, human rights, democracy, market economy, and some degree of social welfare. This “governance package” constitutes a world cultural script (Meyer 1987) and is applied to developing and transition countries as well as to failing and failed states. “State building” is part of this governance package that the international community tries to institute in failing or failed states (see chapters by Schneckener and Brozus). But the goal of these measures is always the same: the institutionalization of fully consolidated, democratic, Western-style nation-states.

In short, this volume challenges central assumptions of both development studies and development policies, namely, that fully consolidated statehood has to be the yardstick against which most existing states are measured. Rather, we assume that areas of limited statehood constitute much of the empirical context in most existing states, both in the contemporary international system and from a historical perspective. But this volume is not about exploring the causes of limited statehood. In fact, there are multiple causes ranging from particular colonial histories, resource constraints, failures of nation building, histories of internal warfare, and the like. Exploring these root causes would require a different book. Rather, we take areas of limited statehood as our starting point and then ask how effective and legitimate governance is possible under these circumstances.

Governance and Limited Statehood

These considerations lead to the governance problems in areas of limited statehood. In this context, this book advances a major proposition, namely, that limited statehood does not equal the absence of governance, let alone political, social, or economic order. State weakness does not simply translate to the absence of political order, rule making, or the provision of basic services. Limited statehood does not mean anarchy in a Hobbesian sense. In fact, we even find failed states such as Somalia where limited statehood is all-pervasive but where governance takes place regularly and collective goods are provided (Menkhaus 2006/2007).

Before I proceed, however, the concept of governance used in this book must be clarified. In its most general version, governance refers to all modes of coordinating social action in human society. Williamson, for example, distinguished between governance by markets and governance by hierarchy (i.e., the state); later scholars added governance by networks to this list (e.g., Williamson 1975; Rhodes 1997; Kooiman 1993). However, this understanding that identifies governance with any kind of social ordering appears to be too broad.

As a result, this book employs a somewhat narrower concept that is linked to politics. By governance, we mean in this book the various institutionalized modes of social coordination to produce and implement collectively binding rules, or to provide collective goods. This conceptualization follows closely the understanding of governance that is widespread within the social sciences (e.g., Mayntz 2004, 2008; Kohler-Koch 1998; Benz 2004a; Schuppert 2005; Schuppert and Zürn 2008). Governance consists of both structural (“institutionalized”) and process dimensions (“modes of social coordination”). Accordingly, governance covers steering by the state (“governance by government”), governance via cooperative networks of public and private actors (“governance with government”), as well as rule making by nonstate actors or self-regulation by civil society (“governance without government;” cf. Benz 2004a; Czempiel and Rosenau 1992; Grande and Pauly 2005; Zürn 1998). Governance is supposed to provide collectively binding rules as well as collective goods.

The modern (Western) nation-state, thus, constitutes a governance structure. First, it provides a structure of rule and authority, a system of political and social institutions to generate and to implement authoritative political decisions. Today, democracy and the rule of law belong to the generally accepted norms of these institutions for authoritative rule making. Second, the Western nation-state has the task to protect the internal and external security of its citizens. The monopoly over the means of violence is supposed to do just that. Finally, the rendering of public services is part of the classical responsibilities of the state, from the creation of economic stability and the guarantee of minimal social security to public health, education, and, today, the maintenance and the creation of a clean environment. In short, the modern Western nation-state provides governance in the areas of rule making and enforcement, on the one hand, and collective goods such as security, welfare, and a clean environment, on the other. While this nation-state is undergoing a profound transformation (Leibfried and Zürn 2005; Hurrelmann et al. 2007), its ability to ultimately make, implement, and enforce decisions is beyond doubt, even if the modern state privatizes or deregulates previously public services. In other words, the modern state’s “shadow of hierarchy” is never in doubt, even in the age of profound (neoliberal) privatization and deregulation (Börzel 2008).

This changes profoundly under conditions of limited statehood. Governance in areas of limited statehood requires providing these very governance services in the absence of a fully functioning state’s exerting at least a “shadow of hierarchy” with the ability to enforce and implement decisions. This implies that we will have to look for functional equivalents to modern statehood (see Draude 2007 on this point)—unless we want to give up the normative proposition that human beings have a right to a decent authority structure, security, and other collective goods (for a discussion of these normative problems, see Ladwig 2007; see also chapter by Ladwig and Rudolf in this volume).

This book explores the various forms of governance emerging in the context of limited statehood. We assume that forms of governance emerge under these conditions. The contemporary social science literature discusses these as “new” modes of governance or the privatization of authority (e.g., Cutler, Haufler, and Porter 1999; Grande and Pauly 2005; Hall and Biersteker 2002). However, as the chapter by Conrad and Stange demonstrates, these “new” modes of governance are by no means specific to the contemporary international system. The colonial state, for example, constituted an area of limited statehood as we understand it in this volume, as a result of which governance took place through colonial rulers (“states”), transnational “public-private” companies (e.g., the Hudson Bay Company in North America or the East India Company in Asia), and local “private” actors such as settlers.

Governance as a process entails two dimensions: actors and modes of coordinating social action. Various combinations of state and nonstate actors “govern” in areas of limited statehood. These can be public-private partnerships (see Schäferhoff et al. 2009, also chapter by Liese and Beisheim in this volume) in which national governments, international (interstate) organizations, as well as (multinational) firms and (international) nongovernmental organizations co-govern. But governance can also be provided by the self-regulation of firms (chapter by Börzel et al. in this volume) and even by warlords and other violent actors (see chapter by Chojnacki and Branovic in this volume). The second part of this book explores the various contributions of nonstate actors to governance in areas of limited statehood.

The second process dimension of governance concerns modes of steering. The modern (Western) nation-state has the ability of hierarchical steering, that is, authoritatively enforcing the law, ultimately through policing and “top-down” command and control. It is precisely this ability to enforce decisions that is lacking in areas of limited statehood. To the extent that hierarchical steering and authoritative rule do take place in areas of limited statehood, we have to look for actors other than the national governments. As Chojnacki and Branovic point out in their chapter, warlords and local “big men” sometimes exert hierarchical control in war-torn areas of limited statehood. In addition, international organizations as well as—mostly Western—states often interfere authoritatively, particularly in modern protectorates such as Kosovo or Afghanistan that have all but lost their “Westphalian sovereignty” (see chapters by Schneckener and Brozus in this volume).

Much more common, however, are nonhierarchical modes of social coordination in areas of limited statehood (Börzel and Risse 2005; Göhler et al. 2009). Nonhierarchical steering involves creating and manipulating incentives and “benchmarking,” as well as initiating communicative learning processes. Positive incentives as well as sanctions are meant to affect the cost-benefit calculations of the relevant parties and to induce the desired behavior. Governance also includes bargaining processes and horizontal negotiation as well as nonmanipulative communication, persuasion, and learning. The latter modes of governance aim at challenging fixed interests and preferences so that actors are induced in a socialization process to internalize new rules and norms. Most chapters in the second part of this book explore the bargaining processes between state and nonstate actors involved in governance in areas of limited statehood.

When Governance Travels: The Implicit (Western) Bias of Social Science Concepts

The understanding of governance employed in this book largely follows the conceptualizations in American and European social sciences. However, applying the governance concept to areas of limited statehood reveals some implicit biases. The way in which the governance concept has been developed in the social sciences (and has become part of political practice) is strongly influenced by the experiences of Western modernity and of modern statehood as defined earlier.

The Distinction Between the “Public” and the “Private” Spheres

Defining governance and the modes of governance in terms of including state and nonstate actors in the provision of collective goods more often than not relies on the distinction between the “public” and “private” realms. This distinction, however, stems from modern statehood in its Western and Eurocentric understandings. This is problematic when we apply the governance concept to other historical contexts or other cultural experiences in the contemporary international system. Historically speaking, the modern Western notion of the “private sphere” is connected to processes of individualization and personalization that only emerged in the second half of eighteenth-century Europe leading to the separation of the public and the private (e.g., Böckenförde 1976; Keane 1988). As Conrad and Stange argue in their chapter, thinking of the “public” and the “private” spheres as binary categories is inherently problematic with regard to colonial rule. They demonstrate, for example, that the differences between state-funded administrative personnel and “private” actors among the colonizers were marginal at best—for example, the “private” East India Company exercised “public” authority on behalf of the British Empire. The same holds true for the definition of indigenous elites as “private” actors, since colonizers often gave local “chiefs” the authority to rule hierarchically.

Applying the public-private distinction to contemporary areas of limited statehood is just as difficult. Of course, we can still distinguish formally between the state and the nonstate sector including for-profit companies, on the one hand, and the nonprofit and civil society sector, on the other. But what does this mean in countries in which state institutions are so weak that government actors can easily exploit state resources for private purposes, while so-called “private” actors such as companies or NGOs provide much-needed collective goods with regard to education, public health, or infrastructure (e.g., Börzel et al. 2007; Fuhr et al. 2007; see chapters by Liese and Beisheim, and Börzel et al. in this volume). In other words, the implicit assumption of the public-private distinction according to which governments govern and private actors mind their own business is often turned on its head in areas of limited statehood. The distinction that comes with Western modernity, according to which “state = public” and “nonstate = private” is enormously problematic in areas of limited statehood.

Take the example of Palestine under Yasser Arafat: The Palestinian Authority was more or less corrupt at the time and the development aid provided by the international community to jump-start the Palestinian state ended up in private coffers. At the same time, the militant Islamist organization of Hamas provided crucial governance services in the social, education, and public health sectors of the Palestinian territories. So, who governed Palestine at the time? If we use the previously stated governance definition, Hamas is Janus-faced: On the one hand, it is a governance actor providing public services in Palestine. On the other hand and almost at the same time, it is a terrorist organization that undermines governance in the security realm. The same held true for the Palestinian Authority under Arafat: Its security agencies at least tried to maintain public security in the occupied territories, while Palestinian “state” actors undermined governance with regard to the provision of other collective goods/

The example of Palestine refers to widespread phenomena in areas of limited statehood: Rent-seeking governments distribute state revenues including development aid to maintain their rule via clientelistic networks (the so-called neopatrimonial state in sub-Saharan Africa, the Southern Caucasus, and elsewhere; see Erdmann 2002; Erdmann and Engel 2007). In other words, they transform public goods into club or even private goods. In a different way, the emergence of “shadow states” has to be considered here too (Koehler and Zürcher 2004; Zürcher 2007). On the one hand, formal state institutions have ceased to exist or to provide governance services in failing and failed states. On the other hand, informal governance institutions often emerge providing social and political order as well as collective goods, thereby preventing the country or the region from completely collapsing into anarchy. In some cases, such as the Southern Caucasus, shadow states survive over extended periods of time.

These examples challenge the way in which the concepts of “state” and “public” as well as “nonstate” and “private” are mostly used interchangeably in the social sciences based on the historical experience of Western modernity. They also show the implicit normative connotations of the distinction (see Ladwig et al. 2007; also chapter by Ladwig and Rudolf in this volume). We usually expect that state actors contribute to governance, that is, that they act in the public rather than the private interest. At least, they are supposed to justify their actions with regard to the common good (see Zürn 2005). While policy-makers might be power-seeking, state institutions in a consolidated state—no matter how “transformed”—are supposed to direct their practices toward governance in the common interest. And if they abuse their power, we can throw them out through democratic procedures or, in the worst case, through the judicial system. Limited statehood, however, consists of weak political institutions lacking the capacity to constrain power-maximizing actors. As a result, it becomes problematic to speak of “public” actors in such cases or to assume that state actors promote the public interest. As to private actors, we usually assume that private companies pursue their egoistic self-interest, even if their businesses practices produce positive externalities for the community (jobs, welfare, etc.). But we also assume that private actors act within the confines of the law—and if not, that the courts will take care of them.

These assumptions that come with the “public-private” distinction are missing in areas of limited statehood. At least, they can no longer be taken for granted. The conceptual problem cannot be solved easily—for example, one could speak of “hybrid” regimes or forms of governance in order to avoid the distinction between the public and private realms or between state and nonstate actors (e.g., Bendel et al. 2002). But such a solution only sidesteps the problem to discern who provides governance services and who does not, and under which conditions. A possible way out would be to investigate empirically who serves as a governance actor—irrespective of a formal position in the political system or in society. In other words, one would search for functional equivalents of “public” actors (Draude 2007, 2008).

Intentionality and Normativity of Governance

These considerations lead to a second problem with regard to the applicability of the governance concept to areas of limited statehood. The governance concept as defined earlier is geared toward producing and implementing collectively binding rules and providing collective goods. In other words, governance implies intentional action toward providing public services for a given community (Mayntz 2004, 67). This does not mean that governance actors have to be necessarily motivated toward the public interest, even though motivations toward the common interest do not hurt. Policy-makers, for example, can still be egoistic power-maximizers. Yet, in a consolidated state, they are usually embedded in governance structures that institutionalize the intentionality of governance toward providing services for the community.

The inherent intentionality of governance becomes problematic when applied to areas of limited statehood. First, as noted earlier, we can no longer assume that governance institutions such as the state or its “shadow of hierarchy” embody intentions toward providing collective goods. Second, we need to distinguish between the provision of some collective goods or services as the unintended consequence of “private” activities, on the one hand, and the explicit regulation of social issues and intentional provision of collective goods, on the other. Only the second understanding would qualify as governance if we stick to the earlier conceptualization.

To illustrate the point with an example: Oil companies such as BP in Angola routinely use private security firms to protect their industrial production facilities in areas of limited statehood. This transforms security into a private good. Protecting such facilities might have positive externalities for the surrounding neighborhoods insofar as the security firms might unintentionally deter armed gangs or militias from attacking nearby villages too. In this sense, the firms while primarily providing a private good for BP would also contribute to public security, albeit indirectly. But we would not call this security governance because of the lack of intentionality. This activity could be called governance only if BP explicitly instructs the security firm to protect not only the oil facilities but also the surrounding villages.

In other cases, we are faced with a continuum ranging from governance in the sense defined here to “racketeering:” The Afghan warlord who uses his militias to provide public security for the area of his rule can be regarded a governance actor. However, the more he uses the same militias to threaten the safety of the community and then resells security to clientelistic networks for a protection fee, the more he would transform public security into a club or private good. The latter would be “racketeering” (Chojnacki and Branovic 2007; Schuppert 2007, 479; see the chapter by Chojnacki and Branovic in this volume).

Thus, applying the governance concept to areas of limited statehood highlights its unavoidable intentionality and implicit normativity. If we define governance—as is common in the social sciences—as the making and implementing of collectively binding rules and the provision of collective goods, we cannot refrain from acknowledging that governance is linked normatively toward what is supposed to be in the common interest. But who are those in areas of limited statehood in whose name the “common interest” is being pronounced? What is the relevant community or collectivity for whom governance is provided? Once again, these issues are clearly decided in the ideal typical modern Western state. In most cases, governance is provided for the people or the citizens living in a given territory. While some services are only accessible to the citizens rather than the residents, even noncitizen residents enjoy some basic rights as well as access to at least some public services.

All this becomes problematic in areas of limited statehood. In many cases, it remains unclear who are the addressees of governance, who is entitled to which governance services, and who actually receives them in practice. We cannot simply assume that the collectivity for which governance is provided is clearly defined. Take border regions in sub-Saharan Africa, for example, that are beyond the control of central governments. Are those entitled to receiving governance the people living on a given territory? Or members of particular tribal or ethnic communities? And who decides who is entitled to what, particularly in cases of extremely scarce resources? Is it governance if collective goods become club goods in the sense that only particular ethnic, religious, or gendered communities are entitled to receive them? The latter constitutes a common practice in many areas of limited statehood, both historically and in the contemporary international system.

Thus, applying governance to areas of limited statehood requires taking a step back and refraining from “either everything or nothing” conceptual solutions. On the one hand, if governance is overburdened with such a strong normative orientation toward the common good or the public interest, we will not find much governance in areas of limited statehood by definition (on this point, see Schuppert 2007). In this case, governance does not travel very far outside the developed OECD world. On the other hand, if we strip the concept of governance of all normative connotations, then everything is governance and the privatization of collective goods has normative weight equal to the provision of public goods.

I suggest something in between as a way out: we should consider governance as both a process and a continuum. The more inclusive the social group for which goods are provided or regulations are formulated, the more we should consider this as governance. After all, this approximates the definition of public goods in terms of nonrivalry in consumption and nonexclusivity in access. In contrast, the more certain services are only provided for exclusive groups and the more collective goods are transformed into club or private goods accessible only to those who pay for them or who belong to specific ethnic or religious groups, the less we should conceptualize this as governance. In particular, applying the notion of collective goods to areas of limited statehood requires a more differentiated conceptualization of the collectivity for which governance is provided. In many cases, those entitled to receiving collective goods such as security are distinct from the addressees of governance services that also differ from those who factually receive governance (see the chapter by Chojnacki and Branovic in this volume; also De la Rosa et al. 2008).

It follows that the borders between governance and “racketeering” are rather fluid in areas of limited statehood. The weaker and the more fragile the state, the less it makes sense to judge governance services according to benchmarks derived from modern developed states. Rather, we should strive for minimum normative standards in these cases (Keohane 2007; Ladwig 2007; also the chapter by Ladwig and Rudolf in this volume).

Governance and the “Shadow of Hierarchy”

A third problem with regard to the application of the governance concept to areas of limited statehood concerns what has been called the “shadow of hierarchy” (Scharpf 1993). Research on modes of governance in the OECD world and on the transformation of (modern) statehood has demonstrated that public-private cooperation (such as PPPs) and private self-regulation are usually most effective under the “shadow of hierarchy.” This means that state agencies supervise private regulatory efforts and that governments threaten to legislate if private actors do not get their act together or do not provide the collective goods. The liberalization of various public services—such as telecommunications, electricity, and the like—has led to ample efforts at reregulation by the modern state (e.g., Héritier 2003; Börzel 2007; 2008). Hierarchical steering or the threat to do so appears to be a precondition for the successful implementation and effectiveness of modes of governance in the modern nation-state and beyond. In other words, nonhierarchical modes of steering and including nonstate actors in governance complement rather than substitute for regulatory activities by national governments or supranational institutions such as the European Union. Moreover—and paradoxically—strong states or strong supranational organizations are required for nonhierarchical modes of steering to be effective and to enhance the problem-solving capacity of governance (Börzel 2009, 2010). Managing political authority requires effective state capacities including a strong “shadow of hierarchy.”

If these findings are universally applicable, then governance in areas of limited statehood is doomed. Areas of limited statehood are by definition characterized by weak state capacities to implement and enforce decisions, that is, by weak “shadows of hierarchy.” Moreover, the contribution of nonstate actors to the provision of collective goods has to substitute for governance by governments rather than to complement it. If the Bill & Melinda Gates Foundation (BMGF) decides to withdraw from providing services in the area of public health—for example, the immunization of children—in sub-Saharan Africa, these services will not be provided at all (for details see Schäferhoff, in preparation; Beisheim et al. 2008; and the chapter by Liese and Beisheim in this volume). If Daimler and other automobile manufacturers in South Africa were to withdraw from fighting HIV/AIDS at their production facilities and the surrounding areas, the fight there against the pandemic would be doomed (Börzel, Héritier, and Müller-Debus 2007; Müller-Debus et al. 2009). The same holds true for environmental protection in South Africa, as the chapter by Börzel et al. reveals. In each of these examples, the central governments are far too weak to provide the collective goods in question. As a result, private actors and the international community substitute for rather than complement governance by the state.

What explains then that we actually find governance in areas of limited statehood? The chapters in this volume suggest that there might be functional equivalents to the “shadow of hierarchy” provided by consolidated statehood (see Börzel 2010). First, in the case of the modern protectorates, the international community not only rules authoritatively in areas of limited statehood and interferes with a country’s “Westphalian sovereignty,” but it also provides a “shadow of hierarchy” (chapters by Schneckener and Brozus in this volume; see also Lake 2009 on hierarchy in the international order). Second, international legal standards on good governance, human rights, and the rule of law hold actors accountable in areas of limited statehood, be it governments, NGOs, firms, or even rebel groups (see chapter by Ladwig and Rudolf in this volume). While enforcement of these standards is inherently problematic, the increased legalization of these standards including the international “responsibility to protect” (R2P) casts a shadow of hierarchy in areas of limited statehood. Last but not least, there are various incentive structures available to commit nonstate actors to the provision of collective goods even under the most dire circumstances of limited statehood. As Chojnacki and Branovic argue in their chapter, even warlords, local “big men,” or rebel groups sometimes provide security as a collective good in security markets if faced with an opportunity structure by which they benefit from protecting the local population rather than exploiting it. As to firms and environmental protection in South Africa, Börzel et al. show that there are several market-based mechanisms inducing companies to engage in self-regulation. If, for example, brand-name firms target high-end markets or are subjected to NGO campaigns, they are likely to provide collective goods in the framework of corporate social responsibility (CSR).

In sum, this overview suggests that there are some implicit biases in the governance concept as it has been developed in the context of Western-based social sciences and modern statehood. However, one should not throw out the baby with the bathwater. The governance concept provides a useful tool to analyze policies and politics in areas of limited statehood, precisely because it directs our attention to the role of nonstate actors, on the one hand, and nonhierarchical modes of steering, on the other. As a result, governance overcomes the state-centric bias implicit in the literature on failed and failing states as well as the modernization bias of most development studies. State-building in areas of limited statehood might be futile, but “governance-shaping” certainly is not, as Brozus argues in his chapter.

I now turn to the contributions in this book in more detail to explore the role of nonstate actors in the provision of governance, on the one hand, and the contribution of the international community to governance in areas of limited statehood, on the other.

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About the Author

Thomas Risse is professor of international politics at the Freie Universität Berlin and coordinator of the Collaborative Research Center's “Governance in Areas of Limited Statehood.” He has taught at Cornell University, Yale University, Stanford University, and Harvard University, as well as at the European University Institute in Florence and at the University of Konstanz in Germany.