POR
JAIRO SANDOVAL
La recurrencia de las transgresiones y los delitos que han venido cometiendo a través de la vida nacional cierto personal y algunos cuerpos de nuestras Fuerzas Amadas, teniendo como víctima funestamente atropellada a cualquier individuo o sector de la ciudadanía, debe cesar de inmediato. El profesionalismo y la ética pretoriana modernos lo demandan. Y el colombiano integro no puede ni debe tolerarlo, por no ser cosa de politica, sino de honra nacional.
Bajo ningún punto de vista es aceptable en la época presente, o ajustado a razón (ni lo fue nunca), señalar los hechos militares delictivos como ‘aislados’, ‘circunstanciales’ o ‘atípicos’, así como nuestra Institución Armada socorridamente lo conceptúa y demanda y como varios connacionales equivocados en su lealtad a nuestras Armas, o temerosos de las mismas, lo corean.
Insistir en que un crimen cometido por cualesquiera uniformados apunta solo a los inmediatos causantes del delito, pero no a la Institución en su conjunto y menos a los altos mandos –militares o civiles-, como casi invariablemente se pacta en Colombia, ofende la razón, lastima el sentido ético de la persona enaltecida y, desde luego, debilita la imagen internacional de las Fuerzas Armadas tanto como la confianza nacional en su honorabilidad y su sentido de ponderación. Aceptar institucionalmente la culpa es pundonoroso, negarla es infamante.
Tampoco es legítima la manera absurda como gran parte de la ciudadanía justifica el accionar militar ignominioso. Puesto que si a la Institución, como unidad, se le exime a priori de todo delito, y se culpa meramente al actor único o a la fracción que físicamente lo perpetró, análogo tratamiento debieran recibir las operaciones sobresalientes ejecutadas por un soldado o un destacamento menor. Mejor dicho, ¿por qué de la comisión de un ‘falso positivo’ la culpabilidad recae exclusivamente sobre quien materialmente lo produjo y, máximo, sobre la cabeza inmediata, pero de una ejecutoria extraordinaria o exitosa -tal como la Operación Fénix- el torrente de elogios baña a toda la Institución y hasta al Gobierno? ¿Los comandantes superiores de las Fuerzas Armadas están llamados a conocer de las operaciones célebres pero no de las depravadas? ¿La cadena de mando, ‘el Parte’ o la ‘Relación’ solo existen para reportar lo prestigioso?
Menos se acepta hoy destacar el heroísmo armado, o ponderar el sacrificio castrense con el único y expreso fin de hacer ‘desaparecer’ de la conciencia pública algún bochorno o delito militar. Porque una operación armada excelente o un operativo maestro no lava –no puede higienizar– la responsabilidad ni la culpa de un acto criminal. Al delito militar no lo ‘limpia’ sino, 1. la aceptación total de la culpabilidad por parte de los altos mandos y por la Formación entera y, 2. el castigo completo, severo, ejemplar.y pronto.
Cito como paradigmático un aparte del Código de Ética para Oficiales de la Fuerza Aérea de EU, por parecerme la sumatoria más lograda en torno a la ética del militar:
“Como en el campo militar, y como una expresión considerable de la capacidad del Estado descansa sobre el establecimiento militar, se colige que ultimadamente el éxito de la organización militar de un Estado-Nación se abisagra en la manera como los comandantes militares están a la mira y aplican la ética. Mantengo [dice el autor del Código], que la ética, tal como la entiende el líder militar, determinará qué tan bien una Nación-Estado se califica para obtener sus objetivos nacionales […] La llave de la sobrevivencia de nuestro país puede literalmente descansar en las decisiones de nuestros líderes militares. Y como la ética debe entrar en las decisiones, un líder militar jamás entenderá lo correcto o incorrecto de sus dictámenes a no ser que cuente con un ‘estándar’ para medirlos. Afirmo que un modelo de valores éticos rigurosos lo califica para calcular bien esas decisiones de importancia nacional.
El soldado que no lo entienda así se convierte en una carga ante cualquier crisis o peligro y en un detrimento evidente para su organización y, por consiguiente, para su pais.
Desde luego, el código ético del militar no puede ser una declaracion moral pía, latitudinaria ni sobre-interpretada de la realidad. Debe ser concreto, lo suficiente para mantener inmaculada la organización, impoluto al militar y descansada a la nacion. Tampoco puede ser moralmente inalcanzable; aunque sí debe tener cierto ‘valor profético’, valga decir, que el oficial actúe de acuerdo a la proyeccion anticipada de las consecuencias remotas de sus actos, y de los efectos surgidos más allá del momento inmediato. Y tener, además, cierto ‘valor heroico’, o sea, que las posiciones tomadas y las acciones emprendidas reconfirmen como obligatorios los principios y los procedimientos que predeterminan al oficial.
Por todo lo anterior, se retuerce el alma ante la última cerrazón moral de nuestras Fuerzas Armadas, de cuyos cuarteles salieron las armas homicidas y el presunto asesino (¿asesinos?) de los niños campesinos de Tame miserablemente finados hace pocos días. Cuarteles construidos, armas compradas y asesino pagado en parte con el sudor honrado de los padres campesinos.
Esta criminalidad militar es el último eslabón de una cadena brutal que desde hace muchas décadas ha venido apretando periódicamente el alma de la República y no es menester nombrar uno por uno esos episodios macabros. Malas jugadas de generales, coroneles, mayores, capitanes, tenientes, suboficiales ̶ solos o acompañados.
La recurrencia delictiva tiene su lógica siniestra. Como protectoras del Estado (que en Colombia siempre ha sido hegemónico), las FF. AA. fungen como el brazo armado del establecimiento dominante. Semejante asignatura las coloca en el núcleo de las permanentes disputas entre las facciones de dicho establecimiento (en la época de la ‘Violencia’, circa 1948) y entre el establecimiento y la clase subalterna (en la época de sus desparpajados esponsales con el ‘paramilitar’, a partir de 1990). Un predicamento tan indeseado y permanente no puede sino predisponerlas a intervenir consciente o instintivamente a favor de los poderes establecidos (en especial el terrateniente y el politico) que las nutre y maneja, y a menospreciar al resto de la ciudadanía, en especial la rural.
La aversión social a criticar a las FF.AA. hace el resto. La cultura de la impunidad se encarga de sepultar convenientemente el hecho criminal castrense, previos los consabidos lamentos por las ‘victimas inocentes’ (lamentos insinceros, por vanos) y las tenues amenazas si hubiere reiteración. Lo cierto es que el rosario de delitos humanitarios por parte de nuestros militares inapelablemente evidencia una falla estructural de formacion, disciplina, supervision, control, rendicion de cuentas y punicion dentro de los cuerpos y en el escalafón. Significa quiebra del sistema disciplinario castrense. Significa que de vez en cuando llegan las solitarias gallinas del delito a poner sus huevos homicidas. ¿Se le ha gravado con caracteres de fuego en la memoria a cada soldado su código moral? ¿Existe ese decálogo? ¿No? Pues La Jura de Bandera debería incluir la Jura Ética, porque nuestras Armas hablan en los hechos de cada regular.
Para esta endémica y hasta ahora incontrolada descomposicion solo existe una solucion inmediata. La próxima vez que un uniformado asesine a un ciudadano (y habrá una próxima vez), colóquese el cuerpo muerto de la culpa sobre los hombros de la cúpula militar y adviértasele desde ya.
El fantasma del castigo público obra milagros. Y si nuestras FF.AA. reciben con seriedad el ultimátum, las posibilidades de la obcecacion, la irredencion o el recidivismo bajarán exponencialmente. Pero, para eso, necesitarán: una estrategia moral y de una moral estratégica. Dos adagios dialécticos: ‘Cuestiónese la lealtad’ y ‘séase suspicaz ante la sinceridad’. Y un precepto sociológico: ‘tráigase el uso de la fuerza ilegal a comparecer ante la figura del ‘principio de humanidad’. Jairo Sandoval Franky, Washington, DC
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