Reanudamos la actividad en el blog con esta ficción histórica compartida por el compañero escritor y ensayista uruguayo, Sirio López Velasco. En ella toca y actualiza tópicas de nuestra América aún no resueltas, y las referencias de quienes como Artigas y Sendic pensaron acerca de tales problemas y propusieron caminos de solución, que aquí y ahora conviene no perderlos de vista, con la debida atención. N de la R.
YO, ARTIGAS
Aquella
mañana el correo electrónico de mi amiga, la historiadora paraguaya Carolina
Almada, me llegó junto a varios otros. Lo abrí de inmediato pues traía el
sugestivo título “Encontramos lo que buscabas”. En pocas líneas decía que junto
a un arqueólogo amigo y valiéndose de un detector portátil de metales, de esos
que en la playa de Río de Janeiro usan para descubrir cadenas y pulseras
perdidas por los turistas empujados por las olas, habían encontrado un cofre
pequeño, de una aleación metálica ya corroída que todavía no sabían precisar,
el que a su vez tenía dentro una vasija de barro herméticamente cerrada por un
sustancia que parecía cera, y que contenía un rollo de manuscritos.
El
hallazgo ocurrió al tercer día de búsquedas en la chacra de San Isidro Labrador
de Curuguaty, debajo de lo que suponían había sido parte de la vivienda allí
antes existente. Me precisaba que me enviaba en anexo, escaneados, el conjunto
de los manuscritos, que ella aún no había tenido tiempo de analizar, pues con
felicidad febril preparaba la vuelta al local, junto al mismo arqueólogo, para
peinar toda el área correspondiente a la vivienda, a sus alrededores y al
profundo pozo de agua de las cercanías. Con los dedos trémulos le agradecí a
Carolina y tras desearle suerte en la búsqueda subsecuente y prometerle y
pedirle absoluto secreto momentáneo y un pronto encuentro en Asunción para
comentar sólo entre los tres el fantástico hallazgo, me dispuse a abrir los anexos.
Mi
cabeza daba vueltas con la idea de que Artigas había vivido hasta su muerte un
exilio de treinta años en Paraguay, de los cuales casi veinticinco en Curuguaty
(los últimos cinco los pasará en la periferia de Asunción, donde residió los
primeros cuatro meses tras su ingreso a aquel país), y nunca se había
encontrado vestigios de algún Diario o
Memorias escritas por él; por mi parte siempre alenté la hipótesis de que era
imposible que un hombre con su trayectoria de luchas e ideas no hubiera sentido
la necesidad de plasmar para la posteridad y para sí mismo algún balance de su
accionar y vida; pero Artigas había vivido en Curuguaty confinado por el Dr.
Francia, y no podría confiar en alguien del Paraguay de entonces para
comunicarle sus pensamientos, por lo que hubiera resultado lógico que los
enterrara en la propiedad que ocupaba en aquél recóndito rincón no lejano de la
frontera brasileña; y ahora estaba allí, al alcance de un movimiento, la
revelación tan esperada. Los manuscritos se iniciaban con el título
“Continuación”, lo que evidenciaba el hecho de que había escritos anteriores,
aún por descubrir. Parafraseo fielmente en nuestro estilo actual, pues el de la
época nos resulta ampuloso y a veces de difícil comprensión, lo que consta en
aquella letra menuda pero clara; Carolina ya se encargará de publicar la
versión original.
5 de setiembre de 1835 – Hoy hace quince años
que entré al Paraguay, y la fecha parece oportuna para madurar algunas ideas, so pena de repetirme
brevemente en algunos conceptos que he vertido en escritos anteriores. Me
pregunto en primer lugar por qué no me fugué de mi confinamiento, teniendo la
frontera brasileña tan cerca y pudiendo costearla luego hacia el sur para
volver a dar pelea en la Banda Oriental. Y me respondo que las cosas se fueron
procesando por etapas.
Primero
esperé del Dr. Francia una ayuda material concreta en armas, provisiones y
hombres, para guerrear contra los portugueses que ocupaban la Banda y se
negaban a reconocer al Paraguay, al tiempo que combatía el divisionismo
promovido por Sarratea, Ramírez y López; pero tras mi llegada a Asunción
comprendí de inmediato que Francia no sólo me negaría esa ayuda, sino que me
internaría para evitar roces con Portugal y los grupos que mandaban en las
provincias del Plata; y ello se confirmó cuando, bien es verdad que
proveyéndome de lo indispensable para sobrevivir, tras pocos meses me confinó
en Curuguaty, aislándome de cualquier contacto que juzgase peligroso; por algo
Caraguaty se encuentra a 85 leguas de Asunción. Entonces me encontré con una
naturaleza ciclópea, donde los bosques selváticos sólo se interrumpen por
pantanos o arroyos que parecen ríos, y
ríos que parecen mares bravíos; pero mis muchos años de campaña me hubieran
permitido sortear sin gran dificultad esas dificultades, que más que temer,
admiraba.
Entonces
vino un segundo momento que fue madurando tras interminables charlas con
Lenzina, al calor del mate compartido; empezamos a repasar algunos de los
resultados de mis mayores propuestas, y las conductas de algunos hombres que tendrían
que haber sido claves en su ejecución. Vimos con claridad que el federalismo
había sido negado y traicionado una y otra vez, en la medida en que se impuso
en la Banda la colaboración de la oligarquía latifundista y comerciante con el
ocupante portugués, y a la vez había triunfado el divisionismo localista en
Buenos Aires, Santa Fé, Entre Ríos, y el propio Paraguay, contaminando luego a
las otras provincias (que después serán absorbidas por el unitarismo
bonaerense).
Es
verdad que en los últimos tiempos me han llegado noticias de las ideas
federalistas que animarían a Rosas, triunfante sobre Buenos Aires; pero no
tengo los detalles necesarios para tener una opinión formada en relación a ese jefe.
Ahora, en ese entretiempo la reforma más profunda que dispuse para transformar
la economía y estructura social de la Banda, la reforma agraria, no pasó de
magros resultados desde que, haciendo concesiones a los latifundistas, la dejé
de hecho en manos del pesado burocratismo del Cabildo de Montevideo, controlado
por esos mismos hacendados; se repartieron efectivamente sólo 29 campos
pertenecientes a españoles ricos o malos americanos, mientras la distribución
de otros 22 se enredó en la burocracia, y se crearon 11 Estancias de la Patria,
que al proveer al Gobierno y Ejército, disminuían la carga de los latifundistas
orientales.
Más
de una vez Lenzina me dijo que la distribución tendría que haberla hecho yo en
persona, o (como había ocurrido antes de que cediese ante el Cabildo) sólo a
través de los jefes que eran entonces los más decididos, porque, insistía, esa
era la única manera de que los negros como él, los indios, los gauchos pobres y
las viudas fueran agraciadas con suertes de estancia capaces de proporcionarles
una vida digna. Y cuando llegó la invasión portuguesa, la reforma agraria fue
anulada, con el apoyo de varios de los hombres que antes decían secundarme.
Hablemos
pues de los hombres; las informaciones me llegaron muy esporádicamente, pero
eran claras. Sólo Andresito fue fiel hasta su muerte en prisión; mi hermano Manuel
Francisco murió en Montevideo, poco después de ser liberado. Rivera y Otorgués
también habían sufrido la prisión en Río de Janeiro, y a pesar de que les envié
todo el dinero que poseía al cruzar al Paraguay (lo llevó Francisco de los
Santos, para que lo compartieran con los otros detenidos, como Lavalleja,
Berdún y mi hermano), nada más salir (de Berdún no tuve más noticias) empezaron
a pisar fuera de la huella. Rivera fue soldado de los portugueses, y después
terminó ungiéndose con la presidencia de un Uruguay independiente (o sea
separado de las otras provincias de la confederación) que nunca defendí; dicen
que cuando asumió me invitó a volver a la Banda, pero ni me molesté en recibir
los pliegos.
Lavalleja
lo precedió en ese error independentista, pero ese buen hombre nunca me
entendió del todo, quizá porque a causa de su tartamudez no me pedía aclaraciones. Otorgués después de
salir de prisión y en plena ocupación de la Banda, se instaló a vivir
tranquilamente no lejos de Montevideo; luego se sumó decididamente a Lavalleja
y su extravío, para volver a cuidar de sus intereses personales, según dicen,
en los últimos años. Hace cinco años un grupo de doctores, reforzando los
errores de Lavalleja y Rivera, pergeñaron una Constitución en la que no
reconozco mis ideas principales y que tampoco reconocía mi lucha; un paraguayo
me comentó que en la Banda los pergeñadores habían hecho circular el rumor de
que me había emocionado al recibir tal
mamotreto; si alguna emoción me había despertado era la de retorcerle el
pescuezo a aquel bando de latifundistas, arribistas, lusófilos y/o leguleyos
que habían fingido adoptar nuestra causa en uno u otro momento; y en mi mente
desfilaban los nombres de Bauzá, Larrañaga, Lucas Obes, Bianqui y tantos otros.
Entonces,
en un tercer momento, me pregunté para qué escaparme y volver, si hombres tan
duros y duchos como todos aquellos habían flaqueado de una u otra manera,
abandonando nuestro ideario guía. Lenzina me desmentía, asegurando que la
tierra siempre parirá buenos gauchos, con los que se puede triunfar de los
hacendados y doctores traidores, y sus palabras me llevaban a pensar largas
horas a orillas del monte; testimoniaban a favor de Lenzina las centenas de combatientes,
en su gran mayoría indios, negros y mulatos, que me siguieron hasta la frontera
paraguaya, y algunas decenas Paraguay adentro, hasta que los separaron de mí.
A
la sombra de los grandes árboles me veían los vecinos de Curuguaty, convencidos
tal vez de que con los años se me iba yendo la razón. Pero la razón se me había aguzado y retenía
las riendas de unas ganas que casi todos los días me empujaban hacia la
frontera brasileña y los caminos de la vuelta a los pagos. La razón me hacía
preguntarme por qué habían traicionado o claudicado aquellos hombres, y por qué
el destino había reservado a Bolívar el
fin que ha tenido, y a San Martín el fin que está teniendo. A la impresionante
foja militar de este último debo agregar que se negó a combatirme, alegando un
ataque de gota; luego asumió la
presidencia de un Perú independiente y aún
no me explico su casi inmediata renuncia y su exilio dorado en Francia.
Me
asalta la idea de que los EEUU me ofrecieron un retiro similar, pero a pesar de
mi admiración por los inicios de la aventura federalista de aquella nación,
pudo más mi esperanza de volver a la Banda y mi apego a nuestra tierra sureña. Con
Bolívar hubiéramos podido entendernos casi completamente (cometió el desvarío de
proponer una presidencia vitalicia), pero desgraciadamente nuestros tiempos no
coincidieron; su idea de la gran nación suramericana, respetando las autonomías
provinciales; su aspiración a la máxima felicidad posible para el mayor número;
su idea de un ejército concebido como el pueblo en armas…todo ello y mucho más
era un eco de mi lenguaje.
Pero
nuestros tiempos fueron diferentes…Y Bolívar había muerto solitario,
vilipendiado y perseguido por jefes que habían estado bajo su mando. Por eso
volvía la misma pregunta acerca del por qué de tales traiciones, claudicaciones
o renuncias. En vez de juzgar cada caso
por separado me parece más útil para el presente y el futuro tratar de vestir
la toga de los viejos filósofos y dibujar hipótesis genéricas sobre esas
conductas, para que cualquiera pueda intentar descifrar en sus compañeros o
subordinados indicios de las mismas, y tome las precauciones pertinentes.
Por
un lado están los que se venden al mejor postor, y el ímpetu revolucionario les
dura sólo el tiempo durante el cual esperan gozar de los privilegios que la
victoria les pueda traer; esos no siempre logran disimular su apetencia por el
dinero, cuando se les prueba en ese terreno. Luego están los que aspiran al
poder y la gloria, y su adicción revolucionaria es duradera mientras vislumbren
la posibilidad de conseguir y mantener al uno y la otra; a esos se los puede
probar sacándoles de vez en cuando algún cargo, y disminuyéndole los elogios
públicos, para ver cómo reaccionan.
También
existen los que las dificultades de la lucha transforman en “realistas”, y
empiezan a aceptar pequeñas reformas, renunciando a los grandes objetivos; a
esos se los detecta en los momentos difíciles, cuando se disponen a cualquier
pacto capaz de aliviarles la vida con algún pequeño cambio. Muy cercanos a
éstos son los que descreen de la humanidad, y se entregan a la fácil conclusión
de que la gente es mala, o no está preparada para vivir de otra manera; a este
tipo se lo puede adivinar encargándole tareas educativas, para ver cuánto
resisten y cómo tratan a sus conciudadanos. Por último (pero dudo de que la
lista esté completa) están los que simplemente se cansan de tanto batallar,
tantos sinsabores, tanto frío o calor pasado en las noches de suelo duro o sin
sueño, y tantas desilusiones con hombres o instituciones (y en algunos casos,
también con mujeres, menos fieles o comprensivas de lo que se hubiera deseado).
Más
de una vez me pregunté si no me encajo en esa última categoría, sin descartar
debilidades que me pudieran situar en parte también en alguna de las anteriores
(por algo acepté títulos altisonantes y firmé con ellos diversos documentos).
Pero por ahora casi de inmediato me digo que no; que aún logro trascender todas
esas categorías, empecinado en mis ideales; eso sí, no sé hasta cuándo, pues
nadie es de hierro (aunque sus soldados hayan dicho de Bolívar que tenía el
culo de ese metal, por todo lo que había andado a caballo, que equivalía a varias vueltas a la Tierra).
30 de diciembre de 1815
– Mañana se va el año y los calores no me motivaron a empuñar nuevamente la
pluma. En la nota anterior me referí muy brevemente a las mujeres. Recuerdo
ahora primero a Isabel; yo tenía veintiséis años y ella traía en el pelo todo
el perfume de España y en el cuerpo la experiencia de separada y madre de cinco
hijos; renuncié provisoriamente a mis andanzas de bailarín e Isabel me dio en Soriano a Manuel, y después a María
Clemencia, a María Agustina, y a María Vicenta.
Pero Isabel no admitía mis andanzas y las correrías de la época me llevaron
lejos.
Al año de morir Isabel
mi corazón no aguantó la llamada de mi prima Rafaela; en función de nuestro
parentesco cercano el cura que nos casó nos conminó a mantenernos
en oración por tres semanas; Rafaela tenía el encanto de la virginidad y la
fragilidad; me dio con todo sacrificio al bravo José María y a las malogradas
Francisca y Petrona; pero el sacrificio le costó muy caro y fue perdiendo la
razón en medio a macabras alucinaciones, que la llevaron a la tumba hace 11
años.
Si recuerdo bien, en 1813 me
acollaré con María Matilda, pulpera fuerte y cariñosa, que me dio a Roberto, y
también con una callada guaraní misionera, de nombre Anahí, que me dio a María
Escolástica. Anulado mi anterior matrimonio, hace 20 años en Purificación me uní
a Melchora, que junto al entusiasmo de su lanza libertaria me trajo la
fragancia de su juventud salvaje; Melchora me dio a Santiago y María;
infelizmente y por motivos que aún no comprendo, se negó a seguirme al
Paraguay; pero por lo que sé, Santiago ha agrupado en Concordia a su madre, a
su hermana y sobrinos, y a la esposa e hijos de mi primogénito oficial, Manuel;
si algo me sirve de consuelo es saber que la sangre de mi sangre se mantiene
unida, como ha de ser. Y aquí en
Curuguaty, hace unos diez años me uní a Clara, flor de juventud y dedicación,
quien me dio a Juan Simeón. Y ella y él son el cuarto momento de la
prolongación de mi estancia en Paraguay, aunque Clara y yo hemos dejado muy
claro que el deber de Patria Grande siempre estaría por encima de las
obligaciones hogareñas, por lo que pastaría en libertad y nunca con un cabestro
que me apartara de la lid.
Que se sepa que no reniego entre
mis hijos al Caciquillo, nacido antes que Manuel, de madre charrúa de nombre
impronunciable y que llamé Ana, de carácter cerrado y tierno en la intimidad;
ni me olvido de Pedro Mónico, de cuya madre no digo el nombre por la discreción
impuesta a los caballeros. Y de amores y amistades agrego sólo para mí y la
posteridad, que en Curuguaty, antes de intimar con Clara, dos veces en medio de
la fiebre, creí ver en la mano y el gesto de Lenzina, que solícito me frotaba
compresas en la frente y en el cuerpo, la caricia amorosa de una mujer; y ese
sentimiento perduró, para mi gran inquietud, tras las fiebres, llevándome a
pensar que por algo los griegos formaron escuadrones de amantes, para
garantizar con el amor entre hombres, la disciplina y la dedicación mutua sin
fin en el combate; pero esa conducta resulta incomprensible para los curas y el
común de las gentes de hoy, convencidas por el miedo engendrado por aquéllos,
por lo que guardo mis palabras sólo para mí, pues Lenzina no sabe leer; a
propósito, en Curuguaty más de una vez intenté convencerlo, y él siempre ha
replicado invariablemente con un “…vea pa lo que a usted le ha servido!”.
Inspirado en su taimada actitud
ante las letras y los leguleyos, me permití responder a uno de esos mamotretos
que mis enemigos “doctores” forjaron contra mi persona, con aquellas palabras
tan calumniadas, pero tan claras a mi espíritu y experiencia: “mi gente no sabe
leer”. Ya que he mencionado las
alucinaciones y entresueños, quiero registrar que son muchas las noches
curuguateñas en las que me he despertado sobresaltado, convencido de que estaba
librando batalla en el Morito, cosa que no puede ser, pues lo monto sólo desde
que estoy en Paraguay; y así en un caleidoscopio que no logro entender, se
mezclaban otras imágenes, desde Las Piedras hasta los últimos entreveros de
Misiones, antes de cruzar la frontera paraguaya; y también desfilaban mezclados
los rostros de tantos amigos y aún desconocidos que había visto morir, con
gesto de furia, de pavor o de simple sorpresa, como si la muerte nunca hubiera
estado en sus cálculos; eso sí, cada vez que iba a ser lanceado o sableado de gravedad,
me despertaba en una sentada, como si ni en sueños mi cuerpo se resignara a
recibir la herida mortal que felizmente nunca me tocó padecer en la realidad.
Entonces, con voz paciente y aterciopelada, Clara me calmaba, recordándome
dónde estábamos.
31 de diciembre de 1835. Como en
otras ocasiones, aprovechando el fin del año, nos reunimos Clara, Simeón,
Lenzina y yo, en animada velada. Por insistencia de Clara vestí una de aquellas
ridículas levitas que gentilmente los paraguayos me habían regalado, para
paliar la mísera vestimenta que portaba cuando arribé al país, y que no pasaba
de una chaqueta roja y algunas prendas gastadas enrolladas en una mochila.
Lenzina como siempre nos paseó
con su cordeona por aires diversos, ya melancólicos, ya alegres, para evitar
que el pensamiento se nos entristeciera con los recuerdos; le salían mejor las
melodías de aire brasileño, que invariablemente pedía que acompañara con mi
canto desafinado; en vano trataba de resistir, pues Clara y mi hijo me
obligaban a acatar el pedido. Entonces, viendo que me sonrojaba, Clara le
indicaba a Lenzina alguna música paraguaya y se embarcaba en una dulce
alternancia entre el castellano y el guaraní.
La miraba sin poder contener mi
amor; su pelo negro como el carbón enmarcaba un rostro aceitunado que no
disimulaba una cercana mezcla; sus dientes blanquísimos me recordaban la mala
pasada que me había jugado algún molar; cuando cantaba en castellano sus ojos vagaban
entre Simeón, Lenzina y yo; pero cuando entonaba una melodía en guaraní su
mirada se dirigía atraída como por un imán hacia el monte cercano; entonces el
tiempo se detenía bajo aquel cielo azul que no interrumpía ni siquiera una
nube.
Estábamos en plena algarabía
cuando llegó el coronel Gauto (algunos le decían Guato). Ese hombre había
sufrido el extraño destino de unir su vida a la mía, sin habérselo propuesto;
sucede que lo habían nombrado mi amable carcelero en Curuguaty, y de vez en
cuando venía a la chacra a cerciorarse de que su presa no había volado, so
pretexto de saludarme y enterarse de mi salud y mis necesidades; por mi parte,
no dejaba de comparar su situación a la de aquel desdichado oficial inglés que
tuvo que padecer el aislamiento de Santa Helena junto a Napoleón. Pero de
inglés Gauto no tenía nada, pues era moreno al extremo, revelando una cruza
entre blanco e indio o negro, que su poco vello en el pecho confirmaba. Siempre
atento conmigo, no era nunca francamente amigo, pues sabía que yo, por mi
situación, no podría nunca hacerle enteramente confianza. Gauto se entretuvo
cantando con nosotros un rato, saboreando un trozo del asado de cordero regado
a carlón y vino de la tierra que habían acompañado nuestra pequeña fiesta, y
después se marchó con su escolta, ceremonioso y erguido como había llegado. Al
irse y casi al descuido me dijo que de Asunción le habían comunicado que había
un joven pintor deseoso de venir a retratarme.
Analizando mi aspecto en aquella
levita que por entonces ya me quedada un poco grande, le dije que no veía la
utilidad de aquella tarea, y le encomendé que negara la autorización
solicitada. Entonces, con una reverencia militar se marchó definitivamente. Ya
habíamos retomado la cantoría comentando los dichos y posturas de Gauto cuando
vimos en la portera a un joven que nos hacía señas pidiendo para entrar.
Salimos de debajo del ibirapitá y con un gesto del brazo le dije que pasara.
El joven se aproximó lentamente;
vestía unos pantalones algo anchos y una camisa cuyo modelo me era desconocido;
en los pies calzaba unas alpargatas usadas, que me parecieron demasiado finas
para las que había conocido. Con la mirada tímida de unos ojos claros se
presentó y dijo llamarse Raúl Sendic. Le pregunté de dónde venía aquel apellido
y me dijo que era de origen vasco. Luego que me hube presentado, y a mi esposa,
a mi hijo y a Lenzina, lo invité a sentarse a la orilla del fuego moribundo,
donde aún había carne en abundancia. Le ofrecí servirse, y mirando la damajuana
que había cerca del asado dijo que agradecía pero ya había comido, y que la sed
lo haría aceptar de buen gusto sólo un poco de vino.
Entonces, tras saborear el
contenido del vaso grande que le extendí, chasqueó la lengua y dijo algo que
nos dejó alelados; afirmó que aunque yo no lo creyera, venía del futuro y
estaba intentando juntar en la Banda a un grupo de guerrilleros para continuar
mi gesta. Le pregunté que cómo era eso del futuro y cómo había llegado hasta
mí. Dulcemente me respondió que era mejor que no entrara en detalles para no
aumentar mi confusión, y que lo más importante era beber de mis ideas para
llevarlas a los suyos. Dudé seriamente de que se tratase de un loco. Pero entonces
me di cuenta de que para mí tampoco sería inútil rever algunos conceptos
fundamentales, para situar mi propio pensamiento a esta altura de los tiempos, y me dispuse a
hacerle el breve recuento solicitado.
Empecé diciendo que el
federalismo seguía plenamente vigente; que habría que conversar detalladamente
con Rosas y a través de él tratar de reunir en confederación a las provincias
del occidente del río Uruguay; que al mismo tiempo habría que promover una actitud
más confederativa del sucesor de Francia en Paraguay, y habría que incentivar
la lucha republicana en Brasil, arrimándola al sistema federativo; y pensar más
allá aún, apuntando hacia Chile, Bolivia, y la América del Sur entera, siguiendo
la inspiración de Bolívar; y llegar hasta México.
Continué afirmando que la reforma
agraria debería ser retomada y profundizada, impidiendo la sobrevivencia de
cualquier latifundio privado, para que la igualdad reinase en la propiedad de
la tierra y en la distribución del poder económico y político; y que además de
las Estancias de la Patria, habría que retomar y generalizar en la Banda la
iniciativa que concebí para la creación de muchísimas chacras en torno de las
villas, en un plan que me vi obligado a postergar por la presión de los
hacendados; reafirmo Raúl –le dije- que el cultivo de las tierras es
infinitamente más ventajoso que dos o tres estancias, que sosteniendo sólo a
dos o tres propietarios, podrían sostener a cientos, y que era justo pretender
el aumento de los hombres después de 100 años en los que sólo habían aumentado
las bestias; y le recomendé cuidar las tierras y las aguas, para que no se
envenenen con los residuos de las curtiembres, las minas, y otros desechos y
para que sigan prodigándonos con esa esplendorosa fauna y flora que hace la
vida más colorida y sana.
Agregué que una mayor producción
nacional equilibraría el flujo entre las importaciones y las exportaciones,
dejando un saldo favorable a la Banda y la confederación. En relación al
comercio le recordé que si bien en otros tiempos había incentivado franquías a negociantes
ingleses y norteamericanos para romper el monopolio español, siempre las
restringí a las áreas portuarias, para dejarle a los criollos el espacio que
pueden y deben ocupar en ese ramo, y para que no cambiásemos simplemente de
dependencia.
Lo mismo afirmo en relación a la
banca, que debe ser nacional y capitaneada por un fuerte banco estatal, de la
confederación. Insistí en la necesidad de repoblar la campaña, evitando la
macrocefalía peligrosa de Montevideo, no sólo por el desbalance demográfico,
sino también por las taras que el centralismo político y administrativo siempre
trae, para perjuicio de los hombres de tierra adentro y de los propios capitalinos. Pero tomando nota del crecimiento
irrefrenable de varias ciudades, le aconsejé que concentrara la lucha tanto en
las villas como en el campo, y que en eso yo en nada podría ayudarlo, pues
nunca había operado en terreno urbano; en el contexto de esa combinación de
luchas, lo orienté a reunir a los indios aún agrupados o dispersos, y a hacerle
justicia a esos fieles combatientes de la libertad, devolviéndoles la autonomía
política en el seno del sistema; y a reunir junto a ellos a los gauchos pobres
y los trabajadores de las duras faenas rurales. Raúl me escuchaba y se veía que
tomaba nota en su mente, a falta de papeles.
Le dije que el ejército debía ser
el pueblo en armas, y que reafirmaba mi idea de armar toda la gente que se
pudiese, para mejor defensa del sistema; y que esa política debía extenderse a
los ríos y mares, armando una poderosa marina comercial y militar de la
confederación y de cada provincia en particular; Raúl agregó que ello también
debía aplicarse a la fuerza aérea, en una observación que no entendí en
absoluto. Le repetí mi convicción de que antes mismo de lograr la Patria Grande
que vaya de la Patagonia a México (pasando por Haití, la primera tierra
liberada de Indoamérica, por manos de valientes negros), nuestra voz habría de
hacerse oír clara y vibrante en el concierto de naciones, sin aceptar ningún
yugo, convencidos de que con la verdad no ofendemos ni tememos a nadie.
Confirmé mi postura acerca de la
necesaria adhesión de los curas a la causa, y la obligación de prescindir
(devolviéndolos a España, si fuera preciso) de aquellos que hacen de la
religión un opio del pueblo; sin ellos estaríamos mejor, aunque griten que
vamos al infierno. Y siempre recuerda, Raúl, –le dije- que lo decisivo en un
dirigente es que sepa mandar obedeciendo, de tal manera que su autoridad
siempre cese ante la presencia soberana del pueblo. En eso estaba cuando Raúl
dijo que infelizmente se le acababa el tiempo, por razones que no podría
explicarme y que yo no entendería (a esa
altura quedábamos sólo él, Lenzina y yo alrededor de las brasas grises);
agradeció más con los ojos que con su voz de falsete y le dio la mano a
Lenzina, diciéndole que Bandera se le parecía; inquirido por el parecido aclaró
que se trataba de un pardo luchador que lo acompañaba en las fronteras del río
Uruguay; Lenzina se satisfizo con la comparación.
Cuando me dio la mano le pedí que
no me retratara para los suyos, pues lo decisivo son las ideas y no las
narices. Me prometió que respetaría mi deseo. Y se fue al tranco lerdo, como
había llegado. Al pasar la portera, súbitamente desapareció sin dejar huella.
Lenzina se persignó al son de un “cruz,
credo!”. Yo, que había visto tanta cosa, no supe explicarme aquella. Le
comenté a Lenzina que quizá, después de todo, aquel muchacho no estuviese loco.
Lenzina meneó la cabeza, aún mirando hacia la portera. Y nos dedicamos a
recoger y ordenar los restos del asado...
Y aquí se interrumpe bruscamente
el manuscrito… Dudo si publicar esta transcripción, pues con seguridad me
acusarán de falsificación hasta que Carolina someta los originales al análisis
de los expertos.