jueves, 11 de agosto de 2011

Alejandro, vinculado activamente con el proyecto de la revista SURMANÍA ha escrito esta reflexión con ocasión del fallecimiento de Joe Arroyo, tremendo creador musical e intérprete de la música criolla. Director de la orquesta la Verdad, y renovador de la salsa en Colombia y América Latina. Conviene recordar de él composiciones como Rebelión, La Guerra de los Caídos, de un gran mensaje y significación política para los grupos y clases subalternas de Colombia y el continente. N de la R.

Joe Arroyo o la misión del artista



Por Alejandro Veramar


A los 55 años se murió Joe Arroyo en su amada Barranquilla. Y uno podría parafrasear el verso de Cesar Vallejo para afirmar que el Joe murió de vida y no de muerte. Se sabe que nació en una cuna humilde en un barrio de negros en Cartagena. También sabemos que desde muy niño la música fue el bote providencial que lo salvó del naufragio de un destino amargo reservado a los pobres. Y en esa barca de sones viajó por las aguas turbulentas de la existencia que le ofreció, como a todos los seres, sus dispares cuotas de dicha y tristeza.

Condenado en principio a una vida de escaseces e infranqueables límites opuso su alegría natural a la adversidad, trascendió su origen y se dispuso a encontrarse con los otros, ese prójimo tan particular como el colombiano, experto en morderse la cola como los caimanes furiosos. De la cantera popular nace lo bueno y lo malo de lo que está hecha la vida de una nación y no es difícil comprender a lo que está expuesta una persona humilde en países tan desiguales como el nuestro.

Sin embargo, Joe Arroyo se sobrepuso y en lugar de rencor y violencia, frustración y resentimiento, frutos podridos en manos de muchos desheredados, lo desbordó la alegría de vivir, la fiesta de su alma Caribe, la ensoñación de sus ancestros que con su risa vencieron la noche de la esclavitud y la discriminación. Desde su adolescencia entregó sus cantos para el baile (la expresión más democrática que he conocido: no hay nadie que baile mal y a nadie se le ha prohibido bailar) y nos enseñó, a su manera, que más allá de toda ruina y desdicha, más allá del carácter finito de nuestra condición humana, se alza la voz del poeta y del silencio, que hay una luz oculta en cada dolor, que como cantan los africanos: por muy larga que sea la noche el amanecer llegará.

El camino le dejó profundas cicatrices y si como hubiese seguido al pie de las letras las instrucciones de la Carta del vidente se hizo artista “por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”, experimentó “todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura…”, apuró todos los venenos y aun así cultivó su alma, conservó su pureza, alcanzó lo desconocido, a su modo fue un sabio y no obstante su derrumbe en plena madurez dejó una huella y un horizonte que algún día serán parte de la historia nuestra.

Joe Arroyo deja un legado de amor en un país asediado por el odio, deja una fiesta en el camino, el rastro de una fraternidad que parece posible, pues en una sociedad tan dividida ni una sola voz desafinada para despedirlo y podríamos tomar un verso suyo para decirle ahora al Joe: rompe tu risa el cristal de la soledad colombiana.

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