lunes, 15 de agosto de 2011

María Cristina, colega maestra radicada en Girardot, ha llamado la atención sobre esta columna escrita por Antonio Caballero, autor de una excelente novela, Sin Remedio, aparecida en la primera mitad de los 80s. En ella retrataba los sinsabores y contradicciones de sus compañeros de clase social. Hoy, Los Uribitos, parece ser una continuación de la misma "saga" un cuarto de siglo después. N d la R.

Los uribitos

Por Antonio Caballero

OPINIÓNArias y los demás, presos o sueltos, habían perdido la noción de lo que está bien y lo que está mal. La desmoralización consiste en eso: en el olvido de la moral.
Sábado 30 Julio 2011
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No creo que Andrés Felipe Arias sea un delincuente. Ni que sea una amenaza para la sociedad, como dice la fiscal para hacerlo meter preso. Fue una amenaza cuando era ministro, pero no por los delitos que hubiera podido cometer ni por sus maturrangas administrativas (que acaban de serle castigadas por el procurador con 16 años de inhabilitación para ejercer cargos públicos), sino por su política.
Una política, en mi opinión, inicua: criminal en el sentido extenso de la palabra. Pero no delincuencial: se ajustaba a la ley. Era la política del gobierno de Álvaro Uribe, ampliamente aprobada por sus mayorías en el Congreso. Al mandar a Arias a la cárcel -curiosamente, por visitar a presos en la cárcel- lo están convirtiendo injustificadamente en un mártir: la gran esperanza blanca del irredentismo uribista. Y es solo un exministro petulante y arrogante, no un violador de niños ni un descuartizador en serie: un peligro social. La cárcel lo santifica, volviéndolo un peligro político.

Por otra parte, es posible y probable que Arias y sus colaboradores en el Ministerio de Agricultura y en su frustrada pero costosa campaña presidencial hayan cometido irregularidades o inclusive delitos: peculados a favor de terceros, celebración indebida de contratos, violación de topes, etcétera. Pero es porque les pasa lo mismo que a los demás delincuentes del uribismo, o al menos a la mayoría de ellos, y también a otros políticos y funcionarios de otros partidos, presos o en trance de juicio, y sin duda también a jueces y magistrados: exministros, exparlamentarios, exsecretarios generales, el propio expresidente Uribe. Les pasa que se les olvidó que esas cosas que hacían podían ser ilegales. Se les olvidó que hay actos que son delitos. Trastear votos. Comprar votos. Vender cargos. Sobornar. Chuzar teléfonos para espiar. Calumniar. Robar. Mentir. Matar.

Crecidos en un ambiente de impunidad, se les olvidó todo eso. Así, por ejemplo, el exministro Sabas Pretelt hoy llamado a responder por su lado del mismo cohecho (pues el cohecho tiene dos lados) por el que fue condenada la exparlamentaria Yidis Medina en las transacciones para la compra de la reelección presidencial de Uribe debió de pensar que eso no tenía nada de malo. Que, al contrario de lo que sostenía en verso sor Juana Inés de la Cruz, no hay nada reprobable en pagarle por pecar a una que peca por la paga. Así el hoy presidente Juan Manuel Santos, cuando era ministro de Defensa de Uribe, no creía que fuera ilícito bombardear el territorio de un país vecino, o pagar recompensas por manos cercenadas. Así el general Mario Montoya, que acaba de renunciar a su cargo de embajador, no veía nada particularmente condenable en los 'falsos positivos' organizados de forma rutinaria cuando él era comandante del Ejército: casi tres mil asesinatos de muchachos que no tenían nada que ver con la guerrilla. No los veía como asesinatos, sino como un recurso de propaganda destinado a mostrar que "los buenos" les iban ganando la guerra a "los malos", puesto que mataban muchos. Al propio Uribe tampoco le parecía que eso estuviera mal: por eso le quitó hierro a las primeras revelaciones sobre los desaparecidos de Soacha muertos en Ocaña diciendo, sarcástico, que "no estarían allá precisamente cogiendo café". Pues todas esas cosas se remontan a Uribe, su inspirador y jefe. Y todas se cometieron porque sus ejecutantes creían que actuaban con un buen fin: la reelección de Uribe. O, en el caso de la campaña de Arias por su candidatura, la reelección de sus principios: los famosos tres huevitos.

Arias, y los demás, presos o sueltos, habían perdido la noción de lo que está bien y lo que está mal. No sabían ya que hay cosas que no se deben hacer, que están mal hechas: que son inmorales. La desmoralización, esa sima en la que cayó el país (aunque venía de antes) bajo los ocho años de los gobiernos más corruptos y corruptores que ha habido en nuestra historia, consiste en eso: en el olvido de la moral. Arias y los demás no son por eso delincuentes que hayan querido actuar con premeditación y alevosía. Son simplemente uribitos: frutos podridos (o huevitos podridos) de ocho años de uribismo.

Hace ya bastante tiempo escribí aquí que la huella que iba a dejar Álvaro Uribe era esta: una moral de la inmoralidad, de admiración y orgullo por la inmoralidad. Una moral de letrero soez de fonda paisa.

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