Reproducimos esta columna del escritor y analista colombiano, Jairo Sandoval, residenciado en Washington, quien periódicamente ejercita sus habilidades analíticas para hacer el seguimiento de la política nacional e internacional. Ahora nos remite esta pieza para consideración de nuestra ciberaudiencia. El autor apreciará los comentarios y críticas que motive. N de la R.
CRISIS Y FALACIAS
POR JAIRO SANDOVAL
Hace carrera entre ciertos apologistas de la clase hegemónica colombiana, encabezados por el mercurial ex vicepresidente Francisco Santos, una socorrida falacia cuya ubicuidad habla a la par de confusión e ineptitud analíticas.
Este es el argumento fosilizado que esgrimen: "La existencia en Colombia de una clase dominante, de una oligarquía y de la injusticia social", dicen, "no puede ser causal de la actual crisis de violencia que padece la nación, puesto que tal sinopsis existe en todos los países de América Latina y, sin embargo, ninguno sufre la conflagración que doblega a nuestro país".
De inmediato esta aserción, espécimen clásico de la melancólica logique de coeur, entra en pugna con una regla fundamental del razonamiento científico, porque el argumento aludido no se formula como hipótesis heurística (o sea, como recurso de descubrimiento) sino como una proposición afirmativa que no cumple misión diferente a la de mimetizar lo real, al estilo del viejo interlocutor de Hamlet, para quien la nube en la distancia parecía, sin distinción, un camello, o una comadreja, o una ballena.
Tal aserción también entra en conflicto con la historia. Porque de entrada ésta niega la comparabilidad de los fenómenos sociales acumulativos, al enfatizar que todas las características de esos acontecimientos son absolutas y excepcionales, aún cuando el peso del análisis comparativo indica que no lo son.
Negar la semejanza relativa de ciertos componentes de los eventos y sujetos históricos, aún si separados cronológica y espacialmente, niega la posibilidad y validez de lo que se conoce como la "generalización histórica". No hay razón, sin embargo, para suponer que los países hermanos remedarán el caos colombiano, porque emularlo ad verbum exigiría un literalismo temporal y una igualdad esencial de módulos y fenómenos nacionales que no ha existido nunca, por no haber entre ellos un templete social, político y económico idéntico.
Lo reduzco a un ejemplo: la virulencia de la tiranía colonial española en America se plasmó como una de las causas primordiales de los movimientos independentistas decimonovenos en la América Hispana. Sin embargo, la primera declaración de independencia del subcontinente se produjo en 1809, en Bolivia, la de Cuba, en 1878 y la de Puerto Rico aún no ha tenido lugar.
¿Significa este esparcimiento amplio y aparentemente caprichoso de acontecimientos que la tiranía hispana no fue un elemento causal del ardor independentista de cada uno de los países hispanoamericanos?
En resumen clínico: los países de nuestro hemisferio no siguen un plan social preordenado e inexorable, cuya identidad presuntiva los lleva a clonarse políticamente entre sí. Cada uno le da curso sólo a esas dinámicas precursoras que empalman a la perfección con su identidad social: un pluralismo continental de causas analogables.
Es más, podríase argüir -invirtiendo el rumbo de la exposición- que la actual crisis colombiana es la manera sui generis como en este país se vino a expresar la común problemática latinoamericana que ya se había evidenciado parcialmente en México, con su vieja revolución; en Cuba, con su transición socialista; en Centro América, con sus recientes guerras; en Chile, con la crisis inconclusa de su dictadura; en Argentina, con sus desaparecidos; en el Perú con su Sendero Luminoso y, ahora, en Venezuela, con su bolivarianismo errático.
Tenido en cuenta lo anterior, queda claro que el desatinado argumento que vengo rozando (que la injusticia social no funge como causal de violencia en Colombia) obedece a un enfoque mecanista y terciado de la realidad. Es decir, consiste en forzarse a imaginar, paradójicamente, que los componentes de cualquier sistema social organizado -tal como lo es un país- son desarmables y de libre democión o remoción. Lo ilustro con un testimonio:
El eminente clasicista inglés J. B. Bury, en su extraordinario análisis sobre la caída del Imperio Romano [History of the Eastern Roman Empire, Macmillan & Co. 1912], descartó como causa de esa catástrofe colosal tres elementos: a) el éxodo de población, b) la religión Católica y c) el sistema fiscal. Desafortunadamente, la siguiente fue la manera contra-evidente como Bury intentó explicar esa exclusión tripartita: "Si estos [tres] elementos fueron en efecto la causa de la ruina del Imperio Romano [de Occidente], debiérase preguntar ¿a qué se debe que el Imperio [Romano] del Oriente, en el cual operaron los tres mismos elementos, se mantuvo intacto durante mucho tiempo?".
La contundente respuesta que el logista estadounidense Morton White [The Foundations of Historical Knowledge, Harper & Row, New York. 1965] dio a esta aserción, y que corroboró el historiador y epistemólogo David Hackett Fischer [Historians' Fallacies: Toward a Logic of Historical Thought. Harper Torchbooks, New York. 1970], viene a mi análisis como anillo al dedo:
"Tal explicación es errónea", contestó White, "los tres elementos causales que Bury rechaza [como prueba de la caída de Roma] bien hubieran podido afectarse recíprocamente, e inclusive mezclarse con otros elementos, de tal manera que produjeran resultados en Occidente diferentes a los producidos en Oriente". Pas plus.
La misma respuesta de Morton White vale para refutar la falacia a que vengo aludiendo. Reafirmando que, en efecto: ¶ El caos y la agonía de la injusticia social colombiana tiene por causas últimas (pero no únicas) la gestión secular, dolosa, aberrante y punitiva de la casta hegemónica, en especial de los sectores terratenientes y oligopólicos, y como causa paralela, la forzada exclusión político-social de amplios grupos ciudadanos.
¶ Que factores colaterales, exclusivos de la historia colombiana, tales como la hipnótica cabalgata del narcotráfico, el eviscerante crimen político organizado, la corrupción estatal rampante, la sangrienta iniquidad del conflicto armado, la desigualdad grosera del ingreso personal, la rusticidad de la clase política, la apatía soporífera de la gente, el núcleo emergente (y tartufo) de una nueva subclase social de alto voltaje confrontacional, para nombrar sólo algunos agravantes, han precipitado en nuestro país una situación crítica y distintiva en cuanto a actores, y única, en lo conexo con la intensidad y las consecuencias fatídicas de nuestra vorágine social.
Entonces, ¿cómo es posible que tras múltiples décadas las hegemonías no hayan fraguado una escuela de pensamiento y unos cuadros de acción radical que desabriguen su bárbaro emperifolle de clase, para ornamentarse con el atuendo de la expiación? Porque esta fábrica social hermética, con su cripta oligárquica superpuesta, no tiene ahora opción diferente al desmantelamiento de sus trincheras, o al acogimiento mecánico del vulcanismo justificado de los de abajo. Y es el Presidente Santos, pontífice máximo de esa clase contumaz e inclemente, quien armándose de la certeza debe oficiar la gran evolución, así ésta le cobre o le arranque grandes sacrificios personales, cenaculares y estatales: Doscientos años de injusticia, veinte millones de hambrientos, cuatro de desplazados ? y la conciencia ? gritan '¡basta!'.
Jairo Sandoval Franky, Washington DC
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CRISIS Y FALACIAS
POR JAIRO SANDOVAL
Hace carrera entre ciertos apologistas de la clase hegemónica colombiana, encabezados por el mercurial ex vicepresidente Francisco Santos, una socorrida falacia cuya ubicuidad habla a la par de confusión e ineptitud analíticas.
Este es el argumento fosilizado que esgrimen: "La existencia en Colombia de una clase dominante, de una oligarquía y de la injusticia social", dicen, "no puede ser causal de la actual crisis de violencia que padece la nación, puesto que tal sinopsis existe en todos los países de América Latina y, sin embargo, ninguno sufre la conflagración que doblega a nuestro país".
De inmediato esta aserción, espécimen clásico de la melancólica logique de coeur, entra en pugna con una regla fundamental del razonamiento científico, porque el argumento aludido no se formula como hipótesis heurística (o sea, como recurso de descubrimiento) sino como una proposición afirmativa que no cumple misión diferente a la de mimetizar lo real, al estilo del viejo interlocutor de Hamlet, para quien la nube en la distancia parecía, sin distinción, un camello, o una comadreja, o una ballena.
Tal aserción también entra en conflicto con la historia. Porque de entrada ésta niega la comparabilidad de los fenómenos sociales acumulativos, al enfatizar que todas las características de esos acontecimientos son absolutas y excepcionales, aún cuando el peso del análisis comparativo indica que no lo son.
Negar la semejanza relativa de ciertos componentes de los eventos y sujetos históricos, aún si separados cronológica y espacialmente, niega la posibilidad y validez de lo que se conoce como la "generalización histórica". No hay razón, sin embargo, para suponer que los países hermanos remedarán el caos colombiano, porque emularlo ad verbum exigiría un literalismo temporal y una igualdad esencial de módulos y fenómenos nacionales que no ha existido nunca, por no haber entre ellos un templete social, político y económico idéntico.
Lo reduzco a un ejemplo: la virulencia de la tiranía colonial española en America se plasmó como una de las causas primordiales de los movimientos independentistas decimonovenos en la América Hispana. Sin embargo, la primera declaración de independencia del subcontinente se produjo en 1809, en Bolivia, la de Cuba, en 1878 y la de Puerto Rico aún no ha tenido lugar.
¿Significa este esparcimiento amplio y aparentemente caprichoso de acontecimientos que la tiranía hispana no fue un elemento causal del ardor independentista de cada uno de los países hispanoamericanos?
En resumen clínico: los países de nuestro hemisferio no siguen un plan social preordenado e inexorable, cuya identidad presuntiva los lleva a clonarse políticamente entre sí. Cada uno le da curso sólo a esas dinámicas precursoras que empalman a la perfección con su identidad social: un pluralismo continental de causas analogables.
Es más, podríase argüir -invirtiendo el rumbo de la exposición- que la actual crisis colombiana es la manera sui generis como en este país se vino a expresar la común problemática latinoamericana que ya se había evidenciado parcialmente en México, con su vieja revolución; en Cuba, con su transición socialista; en Centro América, con sus recientes guerras; en Chile, con la crisis inconclusa de su dictadura; en Argentina, con sus desaparecidos; en el Perú con su Sendero Luminoso y, ahora, en Venezuela, con su bolivarianismo errático.
Tenido en cuenta lo anterior, queda claro que el desatinado argumento que vengo rozando (que la injusticia social no funge como causal de violencia en Colombia) obedece a un enfoque mecanista y terciado de la realidad. Es decir, consiste en forzarse a imaginar, paradójicamente, que los componentes de cualquier sistema social organizado -tal como lo es un país- son desarmables y de libre democión o remoción. Lo ilustro con un testimonio:
El eminente clasicista inglés J. B. Bury, en su extraordinario análisis sobre la caída del Imperio Romano [History of the Eastern Roman Empire, Macmillan & Co. 1912], descartó como causa de esa catástrofe colosal tres elementos: a) el éxodo de población, b) la religión Católica y c) el sistema fiscal. Desafortunadamente, la siguiente fue la manera contra-evidente como Bury intentó explicar esa exclusión tripartita: "Si estos [tres] elementos fueron en efecto la causa de la ruina del Imperio Romano [de Occidente], debiérase preguntar ¿a qué se debe que el Imperio [Romano] del Oriente, en el cual operaron los tres mismos elementos, se mantuvo intacto durante mucho tiempo?".
La contundente respuesta que el logista estadounidense Morton White [The Foundations of Historical Knowledge, Harper & Row, New York. 1965] dio a esta aserción, y que corroboró el historiador y epistemólogo David Hackett Fischer [Historians' Fallacies: Toward a Logic of Historical Thought. Harper Torchbooks, New York. 1970], viene a mi análisis como anillo al dedo:
"Tal explicación es errónea", contestó White, "los tres elementos causales que Bury rechaza [como prueba de la caída de Roma] bien hubieran podido afectarse recíprocamente, e inclusive mezclarse con otros elementos, de tal manera que produjeran resultados en Occidente diferentes a los producidos en Oriente". Pas plus.
La misma respuesta de Morton White vale para refutar la falacia a que vengo aludiendo. Reafirmando que, en efecto: ¶ El caos y la agonía de la injusticia social colombiana tiene por causas últimas (pero no únicas) la gestión secular, dolosa, aberrante y punitiva de la casta hegemónica, en especial de los sectores terratenientes y oligopólicos, y como causa paralela, la forzada exclusión político-social de amplios grupos ciudadanos.
¶ Que factores colaterales, exclusivos de la historia colombiana, tales como la hipnótica cabalgata del narcotráfico, el eviscerante crimen político organizado, la corrupción estatal rampante, la sangrienta iniquidad del conflicto armado, la desigualdad grosera del ingreso personal, la rusticidad de la clase política, la apatía soporífera de la gente, el núcleo emergente (y tartufo) de una nueva subclase social de alto voltaje confrontacional, para nombrar sólo algunos agravantes, han precipitado en nuestro país una situación crítica y distintiva en cuanto a actores, y única, en lo conexo con la intensidad y las consecuencias fatídicas de nuestra vorágine social.
Entonces, ¿cómo es posible que tras múltiples décadas las hegemonías no hayan fraguado una escuela de pensamiento y unos cuadros de acción radical que desabriguen su bárbaro emperifolle de clase, para ornamentarse con el atuendo de la expiación? Porque esta fábrica social hermética, con su cripta oligárquica superpuesta, no tiene ahora opción diferente al desmantelamiento de sus trincheras, o al acogimiento mecánico del vulcanismo justificado de los de abajo. Y es el Presidente Santos, pontífice máximo de esa clase contumaz e inclemente, quien armándose de la certeza debe oficiar la gran evolución, así ésta le cobre o le arranque grandes sacrificios personales, cenaculares y estatales: Doscientos años de injusticia, veinte millones de hambrientos, cuatro de desplazados ? y la conciencia ? gritan '¡basta!'.
Jairo Sandoval Franky, Washington DC
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