miércoles, 15 de septiembre de 2010

LA ENDEBLE LUZ DE LA DEMOCRACIA

Tomado de la Revista “El malpensante” edición No 103, Noviembre de 2009.


POR: Arundhati Roy
TRADUCTOR: Jorge Vitón


En septiembre pasado, durante el Festival de Literatura de Berlín, la conocida autora y activista india leyó el siguiente ensayo. Sus provocadoras reflexiones desataron una polémica cuyos ecos no se apagan y cuya pertinencia para democracias diferentes a la de su país amerita una juiciosa consideración.


Mientras seguimos discutiendo si hay vida después de la muerte, ¿podríamos incluir otra pregunta en la discusión? ¿Hay vida después de la democracia? ¿Qué tipo de vida será? Cuando hablo de democracia no me refiero a un ideal o una inspiración, sino al modelo existente, es decir, la democracia liberal occidental y las variantes que tenemos.

Entonces, ¿hay vida después de la democracia?

A menudo los intentos de responder esta pregunta se convierten en una comparación entre diferentes sistemas de gobierno y terminan en una defensa combativa de la democracia, que provoca cierta desazón. “Tiene sus defectos”, decimos, “no es perfecta, pero es mejor que cualquiera de los otros sistemas”. Inevitablemente alguien remacha: “Afganistán, Pakistán, Arabia Saudita, Somalia... ¿preferirías eso?”.

Si la democracia debería o no ser la utopía a la que aspiran todas las sociedades “en desarrollo”, es otra pregunta por separado (yo creo que sí, la fase idealista temprana puede ser muy embriagadora). La pregunta sobre la vida después de la democracia se dirige a quienes ya vivimos en una democracia o en países que aparentan ser democracias. Esta pregunta no trata de insinuar que debamos retomar viejos modelos desacreditados de gobiernos totalitarios o autoritarios, sino que alude a que el sistema de la democracia representativa –demasiada representación, demasiada poca democracia– necesita algunos ajustes estructurales.

Podría parecer fuera de lugar criticar la democracia ante una audiencia que incluye escritores de países cuyos pueblos no conocen la democracia o cuyos regímenes totalitarios les han negado los derechos básicos durante décadas. Pero todos sabemos que, como el capital global, los sistemas políticos también están interconectados. Con más frecuencia que en el caso contrario, son las grandes naciones democráticas –disfrazadas de salvaguardias de la moral y servidoras de la humanidad– las que apoyan, financian y refuerzan las dictaduras militares y los regímenes dictatoriales. Sabemos que las guerras en Irak y Afganistán, donde cientos de miles de personas perdieron la vida y ciudades enteras fueron convertidas en escombros por los bombarderos, fueron hechas en nombre de la democracia. También sabemos que países que se llaman a sí mismos democracias administran muchas de las ocupaciones militares en el mundo: me refiero a Palestina, Irak, Afganistán y Cachemira.

Por lo tanto, las preguntas reales aquí son: ¿qué hemos hecho de la democracia? ¿En qué la hemos convertido? ¿Qué pasará cuando la democracia se gaste? ¿Cuándo quede hueca, vacía de significado? ¿Qué pasará cuando todas sus instituciones hayan hecho metástasis hacia algo peligroso? ¿Qué pasará ahora que la democracia y el mercado libre se han fusionado en un solo organismo depredador con una imaginación tan restringida que piensa casi exclusivamente en maximizar las ganancias? ¿Es posible invertir este proceso? ¿Puede algo que ha mutado volver a ser lo que era?

Lo que necesitamos hoy para la supervivencia de este planeta es una visión a largo plazo. ¿Pueden los gobiernos cuya supervivencia depende de las ganancias inmediatas proporcionar esta visión? ¿Puede ser que la democracia, la respuesta sagrada a nuestras esperanzas y plegarias inmediatas, la protectora de nuestras libertades individuales y nutridora de nuestros sueños de avaricia, resulte la etapa final de la raza humana? ¿Puede ser que la democracia tenga tanto éxito en los humanos modernos precisamente porque refleja nuestra mayor necedad, nuestra miopía? Nuestra incapacidad de vivir por completo en el presente (como lo hace la mayoría de los animales), combinada con nuestra incapacidad de ver el futuro lejano, nos convierte en extrañas criaturas a medio camino, ni bestias ni profetas. Nuestra asombrosa inteligencia parece haber dejado atrás nuestro instinto de supervivencia. Saqueamos la Tierra con la esperanza de que la acumulación de excedentes materiales compense esta gran pérdida.

Yo he vivido toda mi vida en la India, un país que se vende a sí mismo como la democracia más grande del mundo (también ha usado adjetivos como la “más grandiosa” o la “más antigua”). Así que con el perdón de ustedes, criticaré la democracia actual desde esta perspectiva.

Hace algunas semanas el gobierno indio anunció su plan de enviar a 26.000 efectivos paramilitares a una operación contra “terroristas” maoístas en los tupidos bosques, ricos en minerales, de India central. Durante décadas el ejército indio se ha desplegado en estados como Nagaland, Manipur, Assam y Cachemira, donde la gente ha estado luchando por la independencia desde hace tiempo. Pero anunciar abiertamente la militarización del centro del país significa para el gobierno reconocer oficialmente la guerra civil.

La operación –como se llama a las guerras hoy en día– está planificada para octubre, cuando las lluvias monzónicas hayan terminado y los ríos estén menos crecidos y el terreno sea más accesible. La gente que vive en estos bosques, incluyendo a los maoístas que se consideran en guerra contra el Estado indio, vive en tribus y es la gente más pobre del país. Han vivido en estas tierras durante siglos sin escuelas, hospitales, carreteras ni agua corriente. Su crimen es viejo: vivir en una tierra rica en mineral de hierro, bauxita, uranio y estaño, minerales ansiados desesperadamente por las corporaciones mineras, entre las que se encuentran Tata, Vedanta, Essar y Sterlite.

El primer ministro ha declarado que su gobierno está en el deber de explotar los yacimientos minerales del país para alimentar el boom económico de la India. Ha calificado a los maoístas como “la mayor amenaza interna para la seguridad de la India” y en los medios se usan comúnmente palabras como aplastar y exterminar cuando se discute lo que se debería hacer con ellos. Sin embargo, cuando las fuerzas de seguridad penetren en los bosques, nadie sabe cómo van a distinguir entre los maoístas, los simpatizantes de los maoístas y la gente común.

Resulta significativo que la India haya sido uno de los países que bloqueó la moción europea ante la ONU que solicitaba una investigación internacional sobre los crímenes de guerra que pudo haber cometido el gobierno de Sri Lanka durante su reciente ofensiva contra los Tigres Tamiles. Los gobiernos en esta parte del mundo tomaron nota del modelo israelí en Gaza como un buen modo de lidiar con el “terrorismo”: mantener a los medios lejos y cazar de una buena vez a la presa. De esta manera no hay que preocuparse demasiado por diferenciar entre el “terrorista” y quien no lo es. Puede que esto provoque alguna pequeña indignación internacional, pero pasa bien rápido.

Desde hace varios años en la India hay una guerra civil de baja intensidad no reconocida. Cientos de miles de personas han visto destruir sus pueblos y quemar sus provisiones de alimentos. Muchos han emigrado a ciudades donde trabajan en labores manuales por sueldos de miseria. El resto está escondido en los bosques, viviendo de hierbas y frutos salvajes. Muchos mueren de hambre lentamente.

Pero ahora han comenzado los preparativos para la guerra formal con tropas terrestres apoyadas por helicópteros de combate y cartografía vía satélite. Están estableciendo los cuarteles en Raipur, la capital de Chhattisgarh; están levantando barricadas y acordonando el bosque; ya impusieron restricciones a periodistas, aprobaron un montón de leyes que criminalizan cualquier tipo de disidencia, incluyendo la pacífica, y una veintena de personas ha sido arrestada y encarcelada sin derecho a fianza.

La Guerra de Octubre, si tiene lugar, si no logramos detenerla, marcará la convergencia, la boda, si se quiere, de dos tipos diferentes de guerra que azotan a la India desde hace ya décadas: la guerra contra el “terrorismo”, que el ejército indio lleva a cabo contra el pueblo de Cachemira, Nagaland y Manipur, y la guerra para sitiar y controlar los recursos naturales, un proceso que también se conoce como el “progreso”.

En enero de 2008, en el primer aniversario del asesinato del periodista armenio Hrant Dink, fui invitada a dar una conferencia en Estambul. Dink fue asesinado a tiros en plena calle, delante de su oficina, por atreverse a tocar un tema prohibido en Turquía: el genocidio de más de un millón de armenios en 1915. Mi conferencia trataba sobre la historia del genocidio y la negación del genocidio y sobre la vieja relación, casi orgánica, entre “progreso” y genocidio.
Siempre me ha chocado el hecho de que el partido político responsable del genocidio armenio se llamara Comité de Unión y Progreso. Unión y progreso o, en el idioma de hoy, nacionalismo y desarrollo –esas dos torres gemelas inatacables de la moderna democracia de libre mercado–, tienen una larga historia común.

Cuando los países europeos estaban “progresando”, “ilustrándose”, industrializándose y desarrollando formas limitadas pero nuevas de democracia y derechos civiles en casa, al mismo tiempo exterminaban a millones de personas en sus colonias. En la fase temprana del colonialismo se aceptaba masacrar abiertamente a los nativos en nombre de la civilización. Pero a medida que el discurso de los derechos civiles y la democracia se fortaleció y se hizo más complejo, apareció una nueva forma de doble moral, que dio lugar a un nuevo fenómeno: la negación del genocidio.

Ahora, cuando la política del genocidio converge con el mercado libre, el reconocimiento o negación oficiales del genocidio, o más recientemente, la elaboración de holocaustos y genocidios imaginarios es una empresa multinacional y raramente tiene que ver con hechos históricos o evidencias forenses. Por supuesto, la moral no pinta nada aquí; se trata de un regateo agresivo que corresponde más a la Organización Mundial del Comercio que a las Naciones Unidas. La moneda es la geopolítica, el mercado fluctuante de recursos naturales, esa cosa rara llamada comercio de futuros y la vieja economía y el poder militar corrientes.

En otras palabras, muchas veces se niegan los genocidios por las mismas razones que se llevan a juicio: determinismo económico adobado con discriminación racial/étnica/religiosa/nacional. Dicho crudamente, la caída o subida del precio del barril de petróleo o de una tonelada de uranio, la autorización para instalar una base militar o la apertura de la economía de un país puede ser un factor decisivo cuando los gobiernos deciden si un genocidio tuvo lugar o no. Como también si el genocidio tendrá lugar o no. Y, si tiene lugar, si habrá cobertura periodística o no, y si la hay, qué punto de vista tendrán los reportajes. Por ejemplo, la muerte de dos millones de personas en el Congo ocurre prácticamente sin noticias. ¿Por qué? ¿Y la muerte de un millón de iraquíes bajo el régimen anterior a la invasión norteamericana en 2003 fue genocidio (como lo llamó Denis Halliday, coordinador de la ayuda humanitaria de la ONU en Irak) o “valió la pena” (como afirmó Madeleine Albright, embajadora de Estados Unidos ante la ONU)? Si fue genocidio o no depende de quién hace las reglas. ¿El presidente de Estados Unidos? ¿O una madre iraquí que perdió a su hijo?

La historia del genocidio nos muestra que este fenómeno no es una aberración, una anomalía, un fallo en el sistema humano, sino un hábito tan viejo como persistente, tan parte de la condición humana como el amor, el arte y la agricultura. La mayoría de los genocidios perpetrados a partir del siglo xv han sido parte integral de la búsqueda en Europa de aquello que el geógrafo y zoólogo alemán Friedrich Ratzel llamó Lebensraum, espacio vital. Este término describe lo que él calificó como un impulso natural de la especie humana dominante de expandir su territorio, no en busca de espacio, sino de sustento. Ratzel acuñó este término en 1901, pero Europa ya había comenzado su búsqueda de Lebensraum cuatrocientos años atrás, cuando Colón desembarcó en América.

Sven Lindqvist, autor de Exterminad a todos los salvajes, sostiene que fue la búsqueda de Lebensraum de Hitler –en un mundo que ya estaba repartido entre las otras potencias europeas– lo que llevó a los nazis a expandirse por Europa Oriental hacia Rusia. Los judíos de Europa oriental y de Rusia occidental representaban un obstáculo para las ambiciones coloniales de Hitler. Por lo tanto, al igual que los pueblos nativos de África, América y Asia, tenían que ser esclavizados o liquidados. Así, según Lindqvist, la deshumanización de los judíos por los nazis no puede catalogarse como un paroxismo de maldad lunática, sino que, cabe repetir, es un producto de la conocida mezcla de determinismo económico bien adobado con un racismo ancestral muy acorde con la tradición europea de la época.

Armados con esta lectura de la historia, ¿es razonable inquietarse sobre si un país como la India, que se balancea en el umbral del “progreso”, también se balancea en el umbral del genocidio? ¿Puede ser que la India, tan celebrada en todo el mundo como un milagro de progreso y democracia, se encuentre realmente en un proceso de autocolonización y a punto de cometer un genocidio? La mera insinuación ha de sonar estrambótica y el uso de la palabra genocidio seguramente es todavía injustificado. Sin embargo, si echamos una mirada al futuro y si los zares del desarrollo creen en su propia publicidad, si creen que no hay alternativa al modelo de progreso que eligieron, inevitablemente tendrán que matar, y matar a gran escala, para poder salirse con la suya.

Si miramos un mapa de los bosques de la India, sus yacimientos minerales, y la tierra natal de los adivasi, veremos que coinciden, que los que llamamos pobres son en realidad ricos. Mientras que la economía globalizada arrecia su dominio sobre nuestras vidas y nuestra imaginación, sus beneficiarios se han unido y se han escindido al espacio sideral. Desde allá arriba miran los bosques y valles donde vive la gente pobre y ven gente superflua sentada sobre recursos preciosos. Perplejos, se preguntan: ¿Qué hace nuestra agua en sus ríos? ¿Qué hace nuestra bauxita en sus montañas? ¿Qué hace nuestro mineral de hierro en sus bosques? Los nazis tenían un término para esta gente sobrante: überzählige Esser, comedores superfluos.

“La lucha por el espacio vital”, dijo Friedrich Ratzel después de analizar detenidamente la lucha entre los indios de América del Norte y sus colonizadores europeos, “es una lucha de exterminio”. Exterminio no significa necesariamente la aniquilación física de personas a golpes, con fuego, bayonetas, gas, bombas o balas (excepto a veces, particularmente cuando tratan de oponer resistencia, porque entonces se convierten en “terroristas”). Históricamente la forma más eficiente de genocidio ha sido expulsar a las personas de sus casas, hacinarlas y bloquearles el acceso a alimentos y agua. Bajo estas condiciones, mueren sin violencia obvia y frecuentemente en mayor número. Así fue como el general alemán Adolf Lebrecht von Trotha exterminó a los herero en el suroeste del África alemana en octubre de 1904.

“Los nazis les pusieron una estrella amarilla a los judíos en los abrigos y los hacinaron en ‘reservas’ ”, escribe Sven Lindqvist, “como fueron hacinados los indios, los herero, los bosquimanos, los amandebele y todos los otros hijos de las estrellas. Ellos murieron de hambre en las reservas cuando les cortaron el suministro de alimentos”. Como dice Amartya Sen, en una democracia es poco probable que padezcamos hambruna. Así, en lugar de la gran hambruna de China, tenemos la gran malnutrición de India (con 57 millones de niños desnutridos, más de un tercio de la cifra mundial).

En Dantewara, en el distrito de Chhattisgarh, donde se localiza uno de los mejores minerales de hierro del mundo, 644 pueblos han sido evacuados; 50.000 personas han sido desplazadas a campos deplorables bajo vigilancia policial, los jóvenes entre ellos han sido armados y entrenados para la cruel milicia civil llamada Salwa Judum y las restantes 300.000 personas están fuera del alcance de los radares del gobierno, nadie sabe realmente dónde están ni cómo sobreviven. La policía los ha marcado en los campos como maoístas o simpatizantes de los maoístas, lo que los hace blanco legítimo de las famosas muertes en “enfrentamientos”. Las fuerzas de seguridad están tomando posiciones, esperando a que cesen las lluvias.

Pero cada vez que las noticias llegan de a poco, parece claro que ya ha empezado la matanza y la muerte y, por supuesto, la violación de mujeres, un aspecto inevitable de la militarización.

¿Cómo se ha llegado a esto?

Hace veinte años, en el invierno de 1989, muchos de nosotros vimos el feliz momento en que cayó el Muro de Berlín y la ciudad se reunificó. Pero sabíamos que los martillos que lo destrozaron eran el eco de otra guerra que se peleaba en las lejanas y escabrosas montañas de Afganistán, donde el capitalismo ganó su larga guerra santa contra el comunismo soviético. A los pocos meses del colapso de la Unión Soviética y de la caída del Muro de Berlín, el gobierno indio, otrora líder del Movimiento de Países No Alineados, dio un salto mortal y se alineó a toda velocidad con Estados Unidos, monarca del nuevo mundo unipolar.

Entonces las reglas del juego cambiaron de repente en la India. Millones de personas que vivían en pueblos remotos y en el corazón de bosques intactos, algunos ni siquiera al tanto de la existencia de Berlín o de la Unión Soviética, no hubieran podido nunca imaginarse cómo los acontecimientos ocurridos en aquellos lejanos lugares afectarían sus vidas. La economía india se abrió al capital internacional; las leyes que protegían a los trabajadores fueron desmanteladas; la era de la privatización y los ajustes estructurales se nos vino encima.

Hoy en día palabras como progreso y desarrollo se han vuelto intercambiables con “reformas” económicas, desregulación y privatización. Libertad viene ahora a significar “oportunidad” y tiene menos que ver con el espíritu humano que con las diferentes marcas de desodorante. Mercado ya no significa el lugar donde la gente va a comprar los víveres. Ahora el mercado es un espacio desterritorializado donde corporaciones sin cara hacen sus negocios, incluyendo la compraventa de “futuros”. Justicia viene ahora a significar “derechos humanos” (y de ellos, como se dice, “unos pocos bastan”). Este despojo del lenguaje, esta técnica de usurpar palabras y emplearlas como armas, de usarlas para enmascarar intenciones y decir exactamente lo contrario de lo que ellas significaban tradicionalmente, es una de las victorias estratégicas más brillantes de la nueva administración, que le ha permitido marginalizar a sus detractores, privarlos de un lenguaje para articular su crítica y desdeñarlos como “antiprogresistas”, “antidesarrollo”, “antirreformas” y, por supuesto, como “antinacionales”, o sea, de negativistas de la peor calaña. Hablas de salvar un río o de proteger un bosque y te dirán: ¿acaso no crees en el progreso? A la gente cuyas tierras yacen sumergidas bajo embalses y cuyas casas son barridas por bulldózers, le dicen: ¿tienes un modelo alternativo de desarrollo? A aquellos que creen que el gobierno está en el deber de darle educación básica, salud y seguridad social al pueblo, les dicen: tú estás en contra del mercado. ¿Y quién si no un cretino podría estar en contra del mercado?

Los escritores nos pasamos la vida tratando de minimizar la distancia entre el pensamiento y la expresión, tratando de darles forma a nuestros desorganizados pensamientos íntimos. El nuevo lenguaje del “desarrollo” hace exactamente lo contrario; está concebido para engañar, para enmascarar las intenciones.

Este robo del lenguaje podría resultar la clave de nuestra ruina.

Dos décadas de este tipo de “progreso” en India han creado una amplia clase media aturdida por la riqueza repentina y el respeto repentino que viene ligado a ella, y una clase pobre desesperada mucho más amplia. Diez millones de personas han sido desposeídas y desplazadas de sus tierras por las inundaciones, sequías y la desertificación causada por la explotación indiscriminada del medio ambiente, por proyectos infraestructurales a gran escala, embalses, minas y zonas económicas especiales. Todo ello promocionado en nombre de los pobres, pero en realidad al servicio de la creciente demanda de la nueva aristocracia.

La lucha por la tierra está en la base del debate de la India sobre el “desarrollo”. Hace un año, el ex ministro de Finanzas P. Chidambaram dijo que su visión era que el 85% de la población de la India viviera en ciudades. Llevar a efecto esta “visión” implicaría aplicar una ingeniería social en una escala inimaginable; significaría persuadir o forzar a alrededor de quinientos millones de personas a emigrar del campo a la ciudad. Este proceso ya está ocurriendo y convirtiendo rápidamente a la India en un Estado policial, donde el que se niega a entregar sus tierras es obligado a hacerlo a punta de pistola. El plan subyacente en esta pesadilla disfrazada de “visión” es despoblar grandes extensiones de tierra y liberar todos los recursos naturales de la India para que las corporaciones puedan saquearlos.

Ya los sistemas forestales, montañosos y acuíferos están siendo arrasados por corporaciones multinacionales con el apoyo de un Estado que ha perdido sus anclas y está cometiendo lo que solo podría denominarse “ecocidio”. En el oeste de la India la minería de bauxita y mineral de hierro están destruyendo ecosistemas enteros, convirtiendo tierras fértiles en desiertos. En el Himalaya se están planificando cientos de embalses, cuyas consecuencias solo pueden ser catastróficas. En las llanuras los diques de los ríos, construidos supuestamente para controlar las inundaciones, han conducido a una elevación de los cauces que provoca aún más inundaciones, mayor salinización de tierras de cultivos y la destrucción del sustento de millones de personas. La mayor parte de los ríos sagrados de la India, incluyendo el Ganges y el Yamuna, han sido degradados a profanos canales de desagüe que llevan más aguas residuales y desechos industriales que agua fluvial. Ya casi ningún río sigue su curso natural hasta desembocar en el océano.

Los cultivos sostenibles, idóneos para las condiciones locales del suelo y los microclimas, han sido sustituidos por cultivos “comerciales” híbridos y modificados genéticamente que requieren mucha agua y, además de depender por completo del mercado, requieren de fuertes dosis de fertilizantes químicos, pesticidas, irrigación artificial y de la extracción indiscriminada de aguas subterráneas. Como las tierras de cultivo sobreexplotadas y saturadas de sustancias químicas se vuelven infértiles gradualmente, los costos de los insumos agrícolas aumentan, atrapando a los pequeños campesinos en una maraña de deudas. En los últimos años más de 180.000 campesinos indios se han suicidado. Y mientras los graneros del Estado están repletos de alimentos que a la larga se pudren, el hambre y la malnutrición asolan al país, acercándose a los niveles del África subsahariana.

Es como si una sociedad antigua, en descomposición bajo el peso del feudalismo y las castas, se hubiera sacudido y convertido de golpe en una gran máquina. Esta violenta sacudida desarmó los engranajes de las viejas desigualdades y al montarlos de nuevo algunos fueron recalibrados, pero la mayoría reforzados. Ahora la vieja sociedad se ha cuajado y separado en una fina capa de espesa nata y mucha agua debajo. La nata es el “mercado” de la India con muchos millones de consumidores (de autos, teléfonos móviles, computadoras, tarjetas de felicitación por el día de los enamorados etc.), la envidia del negocio internacional. El agua no importa mucho, se puede despilfarrar, almacenar o tirar.

Así piensan. No contaban con la guerra que se ha desatado en el centro de la India: Chhattisgarh, Jharkhand, Orissa y Bengala Occidental.

Pero volvamos a 1989. Como si hubiera querido demostrar la conexión entre “unión” y “progreso”, ese año, mientras el Partido del Congreso estaba abriendo el mercado de la India a las finanzas internacionales, el ala derecha del Partido Popular Indio (Bharatiya Janata, BJP), entonces en la oposición, comenzó su virulenta campaña nacionalista hinduista (popularmente conocida como “Hindutva”), generada mayormente en el Cuerpo Nacional de Voluntarios (Rashtriya Swayamsevak Sangh, RSS), el corazón ideológico, la holding del BJP. El RSS fue fundado en 1925 y lo modelaron abiertamente sobre la línea del fascismo italiano. También Hitler fue, y sigue siendo, una figura inspiradora. A continuación algunos fragmentos de la biblia del RSS, We, or, Our Nationhood Defined [Nosotros o la definición de nuestra nacionalidad] by M. S. Golwalker:

Desde aquel maldito día en que los musulmanes pisaron Indostán por primera vez hasta el presente, la Nación Hindú ha estado luchando heroicamente contra esos maleantes. El espíritu de la raza ha despertado.


O:


Para preservar la pureza de su raza y cultura, Alemania impactó al mundo purgando al país de las razas semíticas, de los judíos. Aquí se puso de manifiesto el orgullo racial en su máxima expresión... una buena lección que nosotros en Indostán debemos aprender y beneficiarnos de ella.


Actualmente, el RSS cuenta con más de cuarenta y cinco mil filiales y un ejército de varios millones de voluntarios predicando su doctrina por toda la India. Entre ellos se encuentran el ex primer ministro Atal Bihari Vajpayee, el líder de la oposición L. K. Advani y el tres veces jefe de ministros del estado de Gujarat Narendra Modi, así como numerosos devotos informales que ocupan altas posiciones en los medios, la policía, el ejército, las agencias de inteligencia y los servicios judiciales y administrativos.

En 1990 el líder del BJP, L.K. Advani, viajó por el país instigando odio contra los musulmanes y exigiendo que se demoliera la mezquita de Babri Masjid, construida en Ayodhya en el siglo XVI, y en su lugar se erigiera un templo Ram. Pues en 1992 una muchedumbre instigada por Advani destruyó la mezquita. A principios de 1993 otra muchedumbre invadió las calles de Mumbai atacando a musulmanes y matando a casi mil personas. En venganza estalló una serie de bombas en la ciudad que costó la vida a alrededor de 250 personas. Alimentado por la histeria pública que esto generó, el BJP derrotó al Partido del Congreso en 1998 y obtuvo el poder nacional.

No es coincidencia que el ascenso de la Hindutva correspondiera con el momento histórico en que Estados Unidos sustituyó al comunismo por el islamismo como gran enemigo. Los muyahidín –islamistas radicales que otrora Reagan agasajara en la Casa Blanca y comparara con los padres fundadores de Estados Unidos– de repente empezaron a ser llamados terroristas. Luego vino la Primera Guerra del Golfo en 1990. El gobierno indio, antiguo amigo inquebrantable de los palestinos, se volvió “aliado natural” de Israel. Ahora la India e Israel realizan maniobras militares conjuntas, colaboran en asuntos de inteligencia y probablemente intercambian experiencias sobre cómo administrar mejor los territorios ocupados.

Por supuesto, una vez que el BJP llegó al poder, también se adhirió al mercado libre.

A pocas semanas de la toma de poder el gobierno realizó una serie de pruebas termonucleares. La orgía de nacionalismo triunfante que acompañó a las pruebas introdujo un nuevo lenguaje de agresión y odio escalofriante en el discurso público dominante. En febrero de 2002, luego de la quema de un vagón de tren, donde 58 peregrinos hindúes que regresaban de Ayodhya fueron quemados vivos, el gobierno de Gujarat liderado por el BJP y bajo la presidencia del jefe de ministros Narendra Modi dirigió un genocidio cuidadosamente planeado contra los musulmanes del estado.

La islamofobia generada en todo el mundo por los ataques del 11 de septiembre le dio alas al BJP. La maquinaria del estado de Gujarat se contuvo y observó cómo más de dos mil personas fueron masacradas y 150 mil fueron expulsadas de sus hogares. Fue una masacre genocida y, a pesar de que el número de víctimas fue insignificante en comparación con el horror, digamos, de Ruanda o del Congo, la carnicería de Gujarat se concibió como un espectáculo público con un objetivo claro. Fue una advertencia pública del gobierno de la democracia predilecta del mundo a los ciudadanos musulmanes. Todavía hoy los musulmanes de Gujarat viven en guetos, boicoteados social y económicamente y sin justicia a la vista. Sus asesinos siguen libres y son miembros respetados de la sociedad.

Después de la carnicería, Narendra Modi ejerció presión para que se realizaran nuevas elecciones. Así, volvió a ganar el poder con el apoyo categórico del pueblo de Gujarat. Cinco años más tarde se repitió el éxito; ahora es jefe de ministros por tercera vez.

Durante un acto público, en enero de 2009, los directores generales de dos de las más grandes corporaciones de la India, Ratan Tata (del Tata Group) y Mukesh Ambani (de Reliance Industries), celebraron las políticas de desarrollo de Narendra Modi y lo avalaron efusivamente para futuro primer ministro. Así sellaron con un beso la relación orgánica entre “unión” y “progreso”, o si se quiere, entre fascismo y mercado libre.

Recientemente concluyeron en la India las elecciones generales de 2009 con un presupuesto de casi dos mil millones de dólares. Ese costo es mucho mayor que el de las elecciones estadounidenses. Pero, según algunos medios, la cifra real gastada se acerca a los diez mil millones de dólares. Cabría preguntarse, entonces, ¿de dónde sale tanto dinero?

El Partido del Congreso y sus aliados, la Alianza Progresista Unida (UPA), ganaron una cómoda mayoría. Resulta interesante que más del 90% de los candidatos independientes que se presentaron a las elecciones perdieran. Es evidente que sin patrocinadores no es fácil ganar una elección. Y los candidatos independientes no pueden prometer arroz subsidiado o comprar votos con dinero en efectivo o televisores gratuitos, degradantes actos de vulgar caridad a los que han quedado reducidas las elecciones.

Pero si echamos una mirada un poco más de cerca a los resultados de las elecciones, palabras como cómoda y mayoría resultan engañosas o completamente incorrectas. Por ejemplo, la cuota real de votos obtenidos por la UPA en estas elecciones ¡representa solo el 10,3% de la población del país! Es interesante cómo las ingeniosas matemáticas de la democracia electoral pueden convertir a una diminuta minoría en un imponente mandato.

En el periodo preelectoral predominó un consenso general en todos los partidos sobre la necesidad de “reformas” económicas. Muchas personas recomendaron con sarcasmo que el Partido del Congreso y el BJP debían formar una coalición. El consenso entre los partidos políticos fue reafirmado con una colaboración “constructiva” y los que más se alegraron de las recientes elecciones generales fueron las grandes empresas. Ellas parecen haber comprendido que el mandato democrático puede dar legitimidad a su saqueo como ninguna otra instancia. Así, varias corporaciones lanzaron extravagantes campañas publicitarias en la televisión –algunas con estrellas de Bollywood– instando a la gente, jóvenes y viejos, ricos y pobres, a ir a votar.
Para bien o para mal, las elecciones generales de 2009 parecen haber asegurado el avance del proyecto “progreso” en la India. Sin embargo, sería un grave error pensar que se ha dejado a un lado el proyecto “unión”.
Cuando comenzó la campaña electoral de 2009, el monstruoso nuevo debutante del BJP, Varun Gandhi (otro descendiente de la dinastía Nehru), quien hace sonar moderado y listo para la jubilación incluso a Narendra Modi, exigió que se esterilizara a los musulmanes por la fuerza. “Se sabrá que esto es un bastión hindú, ningún ¡&%$%! musulmán se atreverá a asomar la cabeza por aquí”, dijo, usando una palabra despectiva que designa a las personas que están circuncidadas. “No quiero ni un solo voto musulmán”.

Varun Gandhi ganó su elección por un margen colosal. Esto nos hace preguntarnos: ¿el “pueblo” siempre tiene la razón?

Las venerables instituciones de la democracia india –el poder judicial, la policía, la prensa “libre” y, por supuesto, las elecciones–, lejos de funcionar como un sistema de pesos y contrapesos de poderes, con gran frecuencia hace exactamente lo contrario. Los tribunales han demostrado ser más o menos totalmente serviles a los intereses corporativos. Los medios, por supuesto, deben más del 90% de sus ingresos a la publicidad corporativa. En conjunto estas instituciones se dan cobertura unas a las otras para promover los intereses de los proyectos “unión” y “progreso”. En este proceso ellas generan tanta confusión, tanta cacofonía, que las voces que se alzan para alertar se convierten en parte del ruido. Y todo contribuye únicamente a reforzar la imagen de democracia tolerante, colorida y algo caótica. El caos es real, pero también lo es el consenso.

Y hablando de consensos, sigue ahí el problema omnipresente de Cachemira. Cuando se trata de Cachemira, el consenso en la India es a ultranza y cala en todos los segmentos del establecimiento, incluyendo a los medios, a la burocracia, a la intelligentsia e incluso a Bollywood. Lamentablemente no tenemos tiempo aquí para contar la historia de Cachemira, una tragedia que parecer no tener fin. No obstante, hablar de la India y no mencionar a Cachemira sería imperdonable y, para mí, imposible.

La lucha por la independencia de Cachemira comenzó en 1947, pero el levantamiento armado empezó en 1989, hace veinte años. El conflicto ha costado alrededor de 70 mil vidas. Decenas de miles han sido torturados, varios miles han “desaparecido”, miles de mujeres han sido violadas y muchos miles han enviudado. Más de medio millón de efectivos del ejército indio patrulla el valle de Cachemira, lo que lo hace la zona más militarizada del mundo (Estados Unidos tenía alrededor de 175.000 efectivos en Irak durante el apogeo de su ocupación). El ejército indio afirma que, en su mayor parte, ha aplastado la militancia en Cachemira. Quizás sea cierto, ¿pero dominio militar significa la victoria?

El problema es que Cachemira se encuentra en la línea de falla de una región inundada de armas que cae en el caos. La lucha por la liberación de Cachemira está atrapada en el vórtice de varias ideologías peligrosas en conflicto: el nacionalismo indio (tanto el corporativo como el hinduista, con tendencias imperiales), el nacionalismo paquistaní (que está resquebrajándose bajo el peso de sus propias contradicciones), el imperialismo estadounidense (impaciente por su economía en crisis) y el renacimiento talibán (un islamismo medieval que, a pesar de su demente brutalidad, está ganando legitimidad con rapidez por ser visto como un movimiento de resistencia a la ocupación extranjera). Cada una de estas ideologías es capaz de una crueldad que va desde el genocidio hasta la guerra nuclear. Añádanse las ambiciones imperiales de China, una Rusia agresiva reencarnada, las enormes reservas de gas natural de la región del Caspio y los persistentes rumores sobre las reservas de gas natural, petróleo y uranio de Cachemira y Ladakh y tendremos la receta para una nueva Guerra Fría (que, como la última, es fría para algunos, pero caliente para otros).

Cachemira se convertirá en el corredor por donde el caos desatado en Afganistán y Pakistán se volcará sobre la India y se alimentará de la cólera de los jóvenes entre los 150 millones de musulmanes que han sido tratados brutalmente, humillados y marginalizados. Sirva de advertencia la serie de actos terroristas que culminaron en los ataques de Mumbai de 2008.

Las soluciones provisionales de chafarote que la India impone a los disturbios en Cachemira han agrandado el problema y lo han llevado hasta un lugar donde está contaminando el agua de la región.


Quizás la historia del glaciar Siachen, el campo de batalla más alto del mundo, sea la metáfora más apropiada de la locura de nuestros tiempos. Miles de soldados indios y paquistaníes han sido estacionados allí, padeciendo vientos helados y temperaturas de menos 40 grados centígrados bajo cero. De los cientos que han perecido, muchos han muerto de frío, congelados y quemados por el sol. El glaciar se ha convertido en un vertedero de desechos de guerra, miles de casquillos de artillería vacíos, tanques de combustible vacíos, hachas de hielo, botas viejas, tiendas de campaña y todo tipo de desperdicios que generan miles de seres humanos en guerra. La basura permanece intacta, perfectamente conservada a estas temperaturas heladas, un monumento prístino a la necedad humana.

Y mientras los gobiernos indio y paquistaní gastan miles de millones de dólares en armas y logística para esta guerra a altitudes extremas, el campo de batalla ha comenzado a derretirse. En estos momentos se ha encogido ya a casi la mitad. El deshielo, sin embargo, tiene menos que ver con este absurdo militar que con personas muy lejanas, que viven la buena vida en el lado opuesto del planeta. Gente estupenda, que cree en la paz, en la libertad de expresión y en los derechos humanos.

Gente que vive en prósperas democracias, cuyos gobiernos están representados en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y cuyas economías dependen fuertemente de la exportación de guerras y la venta de armas a países como India y Pakistán (y Ruanda, Sudán, Somalia, el Congo, Irak, Afganistán... y la lista es larga). El deshielo del glaciar provocará graves inundaciones en el subcontinente y finalmente sequías severas que afectarán la vida de miles de millones de personas. Eso nos dará aún más razones para pelearnos. Entonces necesitaremos más armas. Quién sabe, quizás este tipo de confianza del consumidor sea exactamente lo que el mundo necesita para salir de la recesión actual. Pues la gente en las democracias prósperas tendrá una vida aún mejor y los glaciares se derretirán aún más rápido.

En Estambul, mientras daba mi conferencia ante un público tenso en un auditorio universitario (tenso porque palabras como unidad, progreso, genocidio y armenios tienden a molestar a las autoridades turcas si son pronunciadas juntas), pude ver que Rakel Dink, la viuda de Hrant Dink, lloraba todo el tiempo en su butaca de la primera fila. Cuando terminé, me abrazó y me dijo: “No perdemos las esperanzas. ¿Por qué no perdemos las esperanzas?”.

Dijo nosotros, no tú.

Entonces vinieron a mi mente las palabras del poeta urdu Faiz Ahmed Faiz, cantadas tan angustiosamente por Abida Parveen:

nahin nigah main manzil to justaju hi sahi
nahin wisaal mayassar to arzu hi sahi


y traté de traducírselas más o menos así:


Si los sueños fracasan, la añoranza ha de tomar su lugar
Si el reencuentro es imposible, el anhelo ha de tomar su lugar.

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