Alpher Rojas comparte este angustioso llamado para contener y criticar la contra-revolución cultural que avanza como avalancha de lodo sobre las débiles instituciones que aún resguardan las identidades y reservas intelectuales y morales de Colombia, que no se recupera de la perplejidad y la dimensión frente a la bancarrota descarada y cínica de su elite dirigente a todos los niveles. N de la R.
La sociedad amenazada
Por: ALPHER ROJAS* | 6:46 p.m. | 20 de Abril del 2011
Alpher Rojas*
Colombia vive una contrarrevolución cultural y experimenta un atraso estructural en áreas básicas de su sociedad.
En contravía de los avances que experimentan las sociedades modernas, Colombia sufre un atraso estructural en áreas básicas de su sociedad y vive una contrarrevolución cultural, ni siquiera estática sino regresiva, que ha trastornado las prácticas socioculturales y los hábitos intelectuales de los colombianos y la están relegando en el concierto latinoamericano.
Es un modelo mental perverso, que induce a la asimilación acrítica de pautas autoritarias entre élites y gobernados, que estimula un interés excesivo por las creencias subjetivas. Al estigmatizar los espacios de reflexión democràtica favorece la adaptación de expresiones patrimonialistas y delictivas, y convierte en paradigmas sociales conceptos tradicionalmente contrarios a la ètica y la moral. En suma, se ha dado una reconfiguración del lenguaje cultural con un fondo de aniquilamiento social y corrupción, cuya secuela más representativa es el déficit de ciudadanía y la presencia de una matriz neofeudal con sus respectivas categorías sociológicas de poder, que impactan de manera significativa los componentes demográficos e inciden en las decisiones de fertilidad, migraciones, creatividad y productividad.
Implícitos en el desarrollo de este problema están inquietantes asuntos simbólicos que afectan al conjunto de la sociedad, relacionadas con la reinvención del sistema familiar, la discriminación étnica y social, el incremento de leyes prohibitorias y sancionatorias, el declive de la ética pública y la instantaneidad de lo posmoderno, coadyuvantes del desajuste físico, emocional, ecológico y mental en el que se encuentra actualmente la sociedad.
El desarrollo de la democracia en Colombia se trunca no apenas por los impactos negativos de las múltiples violencias sobre la salud pública, sino por la existencia de un conjunto de gérmenes patológicos incubados en los circuitos vivenciales de la sociedad por el llamado "pensamiento único", y que determinan la consolidación de una cultura mafiosa, excluyente, inmune a la democracia.
Uno de los problemas más acuciantes que identifica a la sociedad colombiana es el de la violencia intrafamiliar, por su complejidad y magnitud. Este flagelo se encuentra atrapado en entramados culturales que logran encubrirla y justificarla y hacen de ella un indicador de la causalidad de la crisis y el deterioro de nuestra sociedad.
En Colombia en promedio diariamente seis personas deciden quitarse la vida, según los registros del Instituto Colombiano de Medicina Legal y Ciencias Forenses. La tasa de suicidios en el país es de 5,1 personas por cada 100 mil habitantes y ha demostrado una tendencia al alza durante los últimos años. A esto se suma, que la edad en que las personas deciden quitarse la vida es cada vez menor, es decir, niños, niñas y adolescentes. El estrés, la angustia y el sufrimiento psíquico son hoy patologías mentales propias de los productores del trabajo inmaterial y cognitivo que dinamizan el caos psicológico en sus sectores de influencia.
La violencia, como quiera que se refleja en las tasas de mortalidad, tiene efectos sobre los horizontes demográficos en diferentes edades y grupos. La mortalidad reduce las probabilidades de supervivencia y tiene un efecto acumulativo final, que se refleja en una menor esperanza de vida al nacer.
Sin duda, el narcotráfico ha cumplido allí un papel central. Es un hecho dramático, que ha encontrado cauce adecuado en la "sociología" del libre mercado, en la medida en que repercute en la movilidad social y política, aprovechando la grave crisis moral en que se viene desenvolviendo el país. Según Daniel Pecaut, "el narcotráfico ha impulsado una transformación salvaje de la sociedad".
Todo ello traduce que el radio de influencia del poder político democrático se ha contraído en beneficio del poder despótico -y mesiánico- que, entrando el siglo, impuso una logística intimidadora de "cooperación obligatoria", amparada en el crecimiento de los factores de fuerza, la concentración de la riqueza y de la propiedad, así como en la manipulación del discurso mediático, que reduce las relaciones de identidad política al juego de la competencia publicitaria.
Por ello, en nuestro país existe un problema grave de desinformación. La adopción de metodologías modernas empieza a advertir que la violencia en Colombia -y no solo la directa y física- está precariamente diagnosticada. Se ha hecho visible un subregistro en las cifras de víctimas por parte de distintos funcionarios, legisladores, ONG y medios de comunicación. Se trata de datos cuya metodología de cálculo y fuentes de información nunca se hacen explícitas, que si lo fueran podríamos estar hablando con precisión de una de las tragedias más grandes del planeta.
Hemos caído muy hondo. Sin embargo, no podría afirmarse radicalmente que Colombia es un "Estado fallido". Pero su debilidad institucional y la gravedad de los flagelos que lo atenazan le impiden cumplir las funciones democráticas para las que fue diseñado. La situación de atraso es tan crítica que el propio Banco Mundial -cuyo sesgo notorio por el modelo neoclásico colombiano es innegable- ha hecho las siguientes recomendaciones:
"Hay una necesidad urgente de reducir la pobreza y la desigualdad, angostar la disparidad entre las regiones, consolidar el proceso de paz y desarrollo, lidiar con aquellos desplazados por la violencia, mejorar la deficiente infraestructura, y modernizar la administración pública y la entrega de servicios". Con razón ya se empieza a hablar de la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente.
*Analista político e investigador social
Es un modelo mental perverso, que induce a la asimilación acrítica de pautas autoritarias entre élites y gobernados, que estimula un interés excesivo por las creencias subjetivas. Al estigmatizar los espacios de reflexión democràtica favorece la adaptación de expresiones patrimonialistas y delictivas, y convierte en paradigmas sociales conceptos tradicionalmente contrarios a la ètica y la moral. En suma, se ha dado una reconfiguración del lenguaje cultural con un fondo de aniquilamiento social y corrupción, cuya secuela más representativa es el déficit de ciudadanía y la presencia de una matriz neofeudal con sus respectivas categorías sociológicas de poder, que impactan de manera significativa los componentes demográficos e inciden en las decisiones de fertilidad, migraciones, creatividad y productividad.
Implícitos en el desarrollo de este problema están inquietantes asuntos simbólicos que afectan al conjunto de la sociedad, relacionadas con la reinvención del sistema familiar, la discriminación étnica y social, el incremento de leyes prohibitorias y sancionatorias, el declive de la ética pública y la instantaneidad de lo posmoderno, coadyuvantes del desajuste físico, emocional, ecológico y mental en el que se encuentra actualmente la sociedad.
El desarrollo de la democracia en Colombia se trunca no apenas por los impactos negativos de las múltiples violencias sobre la salud pública, sino por la existencia de un conjunto de gérmenes patológicos incubados en los circuitos vivenciales de la sociedad por el llamado "pensamiento único", y que determinan la consolidación de una cultura mafiosa, excluyente, inmune a la democracia.
Uno de los problemas más acuciantes que identifica a la sociedad colombiana es el de la violencia intrafamiliar, por su complejidad y magnitud. Este flagelo se encuentra atrapado en entramados culturales que logran encubrirla y justificarla y hacen de ella un indicador de la causalidad de la crisis y el deterioro de nuestra sociedad.
En Colombia en promedio diariamente seis personas deciden quitarse la vida, según los registros del Instituto Colombiano de Medicina Legal y Ciencias Forenses. La tasa de suicidios en el país es de 5,1 personas por cada 100 mil habitantes y ha demostrado una tendencia al alza durante los últimos años. A esto se suma, que la edad en que las personas deciden quitarse la vida es cada vez menor, es decir, niños, niñas y adolescentes. El estrés, la angustia y el sufrimiento psíquico son hoy patologías mentales propias de los productores del trabajo inmaterial y cognitivo que dinamizan el caos psicológico en sus sectores de influencia.
La violencia, como quiera que se refleja en las tasas de mortalidad, tiene efectos sobre los horizontes demográficos en diferentes edades y grupos. La mortalidad reduce las probabilidades de supervivencia y tiene un efecto acumulativo final, que se refleja en una menor esperanza de vida al nacer.
Sin duda, el narcotráfico ha cumplido allí un papel central. Es un hecho dramático, que ha encontrado cauce adecuado en la "sociología" del libre mercado, en la medida en que repercute en la movilidad social y política, aprovechando la grave crisis moral en que se viene desenvolviendo el país. Según Daniel Pecaut, "el narcotráfico ha impulsado una transformación salvaje de la sociedad".
Todo ello traduce que el radio de influencia del poder político democrático se ha contraído en beneficio del poder despótico -y mesiánico- que, entrando el siglo, impuso una logística intimidadora de "cooperación obligatoria", amparada en el crecimiento de los factores de fuerza, la concentración de la riqueza y de la propiedad, así como en la manipulación del discurso mediático, que reduce las relaciones de identidad política al juego de la competencia publicitaria.
Por ello, en nuestro país existe un problema grave de desinformación. La adopción de metodologías modernas empieza a advertir que la violencia en Colombia -y no solo la directa y física- está precariamente diagnosticada. Se ha hecho visible un subregistro en las cifras de víctimas por parte de distintos funcionarios, legisladores, ONG y medios de comunicación. Se trata de datos cuya metodología de cálculo y fuentes de información nunca se hacen explícitas, que si lo fueran podríamos estar hablando con precisión de una de las tragedias más grandes del planeta.
Hemos caído muy hondo. Sin embargo, no podría afirmarse radicalmente que Colombia es un "Estado fallido". Pero su debilidad institucional y la gravedad de los flagelos que lo atenazan le impiden cumplir las funciones democráticas para las que fue diseñado. La situación de atraso es tan crítica que el propio Banco Mundial -cuyo sesgo notorio por el modelo neoclásico colombiano es innegable- ha hecho las siguientes recomendaciones:
"Hay una necesidad urgente de reducir la pobreza y la desigualdad, angostar la disparidad entre las regiones, consolidar el proceso de paz y desarrollo, lidiar con aquellos desplazados por la violencia, mejorar la deficiente infraestructura, y modernizar la administración pública y la entrega de servicios". Con razón ya se empieza a hablar de la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente.
*Analista político e investigador social
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