jueves, 27 de enero de 2011

AURELIANO BUENDÍA,

CORONEL REVOLUCIONARIO DE LA SUBALTERNIDAD

A Santiago Castro Agudelo

Juan Carlos García

Grupo de investigación Presidencialismo y Participación,

Universidad Nacional de Colombia, Colciencias.

jcgarcialo@unal.edu.co

“Durante el presente siglo, la Mamá Grande había sido el centro de gravedad de Macondo, con sus hermanos, sus padres y los padres de sus padres lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos siglos. La aldea se fundó alrededor de su apellido. Nadie conocía el origen, ni los límites, ni el valor real del patrimonio, pero todo el mundo se había acostumbrado a creer que la Mamá Grande era dueña de las aguas corrientes y estancadas, llovidas y por llover, y de los caminos vecinales, los postes del telégrafo, los años bisiestos y el calor, y que tenía además un derecho heredado sobre vidas y haciendas”, GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Los Funerales de la Mamá Grande, en “Cuentos 1947-1992”, Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2008, pp. 254.

En Los Funerales de la Mamá Grande (1962), Gabriel García Márquez reconstruye la historia de Colombia desde la perspectiva antagónica del poder oligárquico de la gran hacienda. La Mamá Grande, cuyo nombre de pila era María del Rosario Castañeda y Montero, coronada a los 22 años con la dignidad que le conocerá la posteridad, fue una gran hacendada de la costa norte de Colombia que vivió hasta los 92 años, muriendo virgen, gorda y multimillonaria. La Mamá Grande gobernó su hacienda de forma absoluta, cual monarca. Pero no cualquier hacienda, sino una “hacienda desmedida”.

Su poder estaba mediado, se entiende, por la extensión de la propiedad privada sobre la tierra en el Caribe colombiano. Ella era “la matrona más rica y poderosa del mundo” y había ejercido el poder durante “una hegemonía que colmaba dos siglos”; sus funerales fueron los más espléndidos de que se tenga historia pues ella misma era una leyenda viviente y el poder terrenal del Estado.

Sugiere el relato mágico de García Márquez que la Mamá Grande era la representación del poder tradicional del régimen oligárquico en Colombia, pero ni la palabra oligarquía ni democracia aparece en el relato, pues a lo que alude el cuento es a una tradición colonial premoderna, en la que paradójicamente hay una República. En efecto, el poder político en este país no estaría en el Estado y sus representantes sino que el poder político sigue siendo de la institución social de la hacienda como organización oligárquico, en tanto el poder político tiene raíces en lo más profundo del orden de privilegios heredado de la colonia; orden conservado en los últimos dos siglos con el fraude o las armas. O con ambos.

Sigamos las pistas del relato para leer la historia que nos da la pluma de García Márquez en este que, a no dudarlo, es su mejor cuento.

La abuela de la matrona en cuestión se enfrentó en la guerra de 1875 a “una patrulla del coronel Aureliano Buendía”. La Mamá Grande cuando reinó a sus anchas también entró en lucha contra la subversión, “una horda de masones federalistas” que le disputaron el poder territorial de mandar en su reino. Como vemos a esta altura, la Mamá Grande es la institución social que conserva, reproduce y ejerce el poder en Colombia contra aquellos que se le rebelan; poder que está en el monopolio de la propiedad territorial del latifundio.

Si analizamos el detalle de que el coronel Aureliano Buendía era un insurgente que como subalterno luchó con las armas contra la institución de la “hacienda desmedida”, dirigiendo él mismo sus “legiones”, tenemos el reconocimiento de que hay un antagonismo social originario de muchos otros antagonismos posteriores, como la de los “masones federalistas” a los que alude el relato. El primer insurgente de Colombia sería el coronel Aureliano Buendía en tanto dirigió “legiones” de insurrectos contra el régimen conservador.

El cuento presenta una calidad literaria e histórica única en García Márquez. Por ejemplo, señalar (caso único en todos los cuentos y novelas del autor) que existió la guerra de 1875, porque en efecto existió para ese año en Colombia una de las tantas guerras civiles entre liberales y conservadores, fanáticos todos, unos del radicalismo, otros del catolicismo. La Mamá Grande, y toda su tradición familiar a cuestas, era conservadora, católica, apostólica y romana. Y por supuesto estaba como institución bicentenaria alinderada con el partido conservador como partido cristiano.

Para la matrona sus propiedades eran la “fuente suprema y única de su grandeza y autoridad”. Lo sabíamos. Una grandeza y una autoridad con raíces propias del régimen esclavista, señorial y colonial: “el patrimonio físico se extendía a tres encomiendas adjudicadas por cédula real durante la colonia”. Abarcaba “cinco municipios” donde vivían arrendadas 352 familias en unas 100.000 hectáreas. ¿Cómo ejercía el poder social la matrona? Cobrando el arriendo pues “la tierra pertenecía a la Mamá Grande”. Esa era la forma y el medio para que el Estado no le quitara su extensísima propiedad.

Leámoslo en detalle: “Todos los años en vísperas de su onomástico, la Mamá Grande ejercía el único acto de dominio que había impedido el regreso de las tierras al Estado: el cobro de los arrendamientos. Sentada en el corredor interior de la casa, ella recibía personalmente el pago del derecho de habitar en sus tierras, como durante más de un siglo lo recibieron sus antepasados de los antepasados de los arrendatarios”.

Pero el que señalamos era el patrimonio físico, territorial, incluyendo tres morrocotas de oro, porque lo más importante como gran hacendada que era, consistía en el “patrimonio invisible”, ideológico, moral y cultural, que le permitía seguir gobernando sin ser vista ni oída, cuando ella era en efecto el poder real de Colombia y cuyas decisiones se proyectaban a los partidos políticos, la soberanía nacional, la corte suprema de justicia, la riqueza del subsuelo, la aguas territoriales, las elecciones libres, las clases desfavorecidas, las tradiciones republicanas, los colores de la bandera, la moral cristiana y hasta el peligro comunista… Todas estas instituciones e imaginarios sociales eran su “patrimonio invisible”, la “justificación moral del poderío de la familia”. Una verdadera matrona, única, absoluta.

La “hacienda desmedida” era con la Mamá Grande una institución, por supuesto hegemónica, por algo llevaba “dos siglos” ejerciendo el poder, hasta su muerte cuando luego de una agonía purificada emitió “un sonoro eructo y expiró”.

Si hemos seguido los detalles, tenemos que reconocer el acento político en este cuento de García Márquez, pensado, escrito y redactado con posterioridad a la Revolución Cubana de 1959 y durante los años violentos del Frente Nacional Bipartidista en Colombia, toda vez que el cuento fue redactado en 1962, en Ciudad de México. Por ese contexto histórico de cambios sociales, de imaginario sociales subalternos, es que el cuento se vuelve cada vez más político, pues reconoce el antagonismo social que transitó cada vez más a lo político-militar: “Durante muchos años la Mamá Grande había garantizado la paz social y la concordia política de su imperio, en virtud de los tres baúles de cédulas electorales falsas que formaban parte de su patrimonio secreto”. No basta pues el poder ideológico, moral y moralizante de la santa patrona moribunda para conservar su poder, se requería siempre de la ilegalidad, cuando no de la coacción.

Es decir que ese poder socio-histórico, con un doble patrimonio económico y moral, físico e invisible, es el verdadero poder político en Colombia. La Mamá Grande era ese poder. “Ella era la prioridad del poder tradicional sobre la autoridad transitoria, la trascendencia de la sabiduría decisiva sobre la improvisación moral.

En tiempos pacíficos, su voluntad hegemónica acordaba y desacordaba canonjías, prebendas y sinecuras, y velaba por el bienestar de los asociados así tuviera para lograrlo que recurrir a la trapisonda o al fraude electoral, la Mamá Grande contribuyó en secreto para armar a sus partidarios, y socorrió en público a sus víctimas. Aquel celo patriótico la acreditaba para los más altos honores”. La Mamá Grande era una suerte de Estado, o mejor aún, era el verdadero Estado. Y como Estado ejercía su hegemonía con las armas o sin ellas, con los votos o sin ellos. Lo importante siempre fue seguir ejerciendo el poder social de “la hacienda desmedida”.

¿Qué tenemos en estas afirmaciones para nada originarias del realismo mágico y sí propias de la más profunda verdad histórica nacional de las luchas agrarias? El tránsito del poder social de la “hacienda desmedida”, al poder político y de este al poder militar. La gran hacienda se convierte en un “imperio” que defiende con las armas al presidente de la República como “autoridad transitoria”. Adviértase que la Mamá Grande es más importante que el Estado en su conjunto, por eso la afirmación de que es un “imperio” pues defiende al orden, con el fraude o con las armas, o con ambas.

Por la magnificencia de su poder social, político y militar como institución bicentenaria, a los funerales fabulosos de la Mamá Grande, asiste el mundo político, militar, económico y religioso de entonces. Todo el régimen oligárquico se hace presente para agradecerle el que ellos sean lo que ella quiso que fueran. Asistieron el presidente y sus ministros, la corte suprema de justicia, los altos mandos militares, los representantes del parlamento, el consejo de Estado, los partidos tradicionales, el clero, los representantes de la banca, el comercio y la industria.

Él llegó, incluso a despedir a la Mamá Grande, el Papa, directamente desde Roma: “El propio Sumo Pontífice, a quien ella imaginó en sus delirios suspendido en una carroza resplandeciente sobre los jardines del Vaticano, se sobrepuso al calor con un abanico de palma trenzada y honró con su dignidad suprema los funerales más grandes del mundo”.

García Márquez también se permite momentos de jocosidad para reconocer al pueblo llano en la despedida de la matrona: “Allí estaban, en espera del momento supremo, las lavanderas del San Jorge, los pescadores de perla del Cabo de la Vela, los atarrayaderos de Ciénaga, los camaroneros de Tasajera, los brujos de la Mojana, los salineros de Manaure, los acordeoneros de Valledupar, los chalanes de Ayapel, los papayeros de San Pelayo, los mamadores de gallo de La Cueva, los improvisadores de las sabanas de Bolívar, los camajanes de Rebolo, los bogas del Magdalena, los tinterillos de Mompox…”.

Como también habían otras delegaciones populares: “Por primera vez desprovistas del esplendor terrenal, allí pasaron, precedidas de la reina universal, la reina del mango de hilacha, la reina de la auyama verde, la reina del guineo manzano, la reina de la yuca harinosa, la reina de la guayaba perulera, la reina del coco de agua, la reina del frijol de cabecita negra, la reina de 426 kilómetros de sartales de huevos de iguana, y todas las que se omiten por no hacer interminables estas crónicas”.

Al cumplirse la ceremonia de despedida física de “la matrona más rica y poderosa del mundo”, “las muchedumbres”, la multitud, la pobrería, “el populacho” respiró aliviado porque ya no iban a contar con el “imperio” de la Mamá Grande y su ejemplo vital y moral: “Lo único que nadie pasó inadvertido en el fragor de aquel entierro, fue el estruendoso suspiro de descanso que exhalaron las muchedumbres cuando se cumplieron los catorce días de plegarias, exaltaciones y ditirambos, y la tumba fue sellada con una plataforma de plomo”. Al morir la Mamá Grande se acababa “la hacienda desmedida” y con ella “una hegemonía que colmaba dos siglos”.

¿Y cómo se acababa la gran hacienda? Con la muerte, el anonimato y la anomia social: “Nadie vio la vigilante sombra de gallinazos que siguieron al cortejo por las ardientes callecitas de Macondo, ni reparó que al paso de los ilustres éstas se iban cubriendo de un pestilente rastro de desperdicios. Nadie advirtió que los sobrinos, ahijados, sirvientes y protegidos de la Mamá Grande cerraron las puertas tan pronto como sacaron el cadáver, y desmontaron las puertas, desenclavaron las tablas y desenterraron los cimientos para repartirse la casa”.

Pero hay más: sin la Mamá Grande los individuos se saben libres y hacen lo que ellos quieren hacer en su autónomo saber y entender: “Ahora podía el Sumo Pontífice subir al cielo en cuerpo y alma, cumplida su misión en la tierra, y podía el presidente de la República sentarse a gobernar según su buen criterio, y podían las reinas de todo lo habido y por haber casarse y ser felices y engendrar y parir muchos hijos, y podían las muchedumbres colgar sus toldos según su leal modo de saber y entender en los desmesurados dominios de la Mamá Grande, porque la única que podía oponerse a ello y tenía suficiente poder para hacerlo había empezado a pudrirse bajo una plataforma de plomo”.

Lo que está haciendo García Márquez en Los Funerales de la Mamá Grande es revelando los hilos del poder político en la institución social de la gran hacienda y sus “desmesurados dominios”. Por ello, lo que registramos es una exhortación a dejar atrás tamaña tradición colonial, injusta y premoderna. Este cuento despierta la conciencia histórica sobre lo que por entonces, 1962, pasaba en Colombia y América Latina, cuando se asiste al debate abierto por la insurgencia cubana en cabeza de su binomio histórico, Fidel Castro y Ernesto Guevara, sobre la forma y el medio necesario para lograr los profundos cambios políticos, la reforma agraria o la revolución. No es casual que ese sea el año de la Alianza para el Progreso del presidente de los EE.UU., J.F. Kennedy.

Y en ese contexto histórico de emancipación social de los subalternos latinoamericanos, García Márquez presentará al coronel Aureliano Buendía como la figura político-militar del primer revolucionario de la subalternidad en Colombia y América Latina, un bolivariano.

Aquel que luchará con las armas en tanto intelectual orgánico de los pobres y desheredados formando ejércitos nacionales, armando miles de indígenas, campesinos y colonos, sus “legiones” de rebeldes, en la guerra contra la institución oligárquica de la hacienda y su régimen conservador que reproduce dos siglos de atrasos, privilegios, desigualdades y mentiras. Es lo que pasará en la novela política que es Cien Años de Soledad (1967).

Bibliografía

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Los Funerales de la Mamá Grande, en “Cuentos 1947-1992”, Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2008, pp. 251-273.

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