jueves, 27 de junio de 2013

EN CORTO
Y GANÓ POR UN GOL DE PENALTY!

Miguel Angel Herrera Zgaib
Proyecto Fútbol, Ideología y Política

Sí, el duelo España e Italia, en Fortaleza, por la copa de las Confederaciones, hizo sudar petróleo al entrenador Del Bosque, y le dio el triunfo a la que sigue siendo la mejor selección europea, que esta vez ganó por el error en el cobro de la pena máxima de su rival.
Es un hecho, por lo visto, que en el segundo tiempo, y en el suplementario de 30 minutos España mostró "la casta", y el porqué ha sido la península Ibérica el escenario del mejor fútbol del mundo.

Suerte y habilidad

Ya no lo es del mismo modo, porque ahora los astros empiezan a girar hacia Alemania, al son de los vaivenes del capital financiero, y los grandes magnates de las economías capitalistas eslavas y árabes.
Italia muestra renovación en sus filas, aunque como España tengan veteranos guardando sus arcos. Esta vez ninguno de los dos tuvo que hacer nada, al momento de la suerte final. Fuero 11 cobros impecables y un yerro. Aquí es cuando suerte y habilidad sopesan todos sus kilates, y la balanza se inclinó a favor de España.

Un cierre y una apertura

Veremos una final entre Brasil Y España. Qué más no querría la Fifa ante la insurrección que crece a las puertas de los estadios. Este Brasil no es el de 1950 y tampoco el de 1958. Es una sociedad que ha madurado en lo urbano, y se ha organizado en el campo. Su gente aunque ama el fútbol, en todas las clases, exige un viraje radical en política local, y castigo inmediato para los corruptos, socialistas o capitalistas.

Neymar, la nueva estrella lo ha dicho, y la maravilla negra, el fenómeno del 58, el gran Pelé, tuvo que rectificar su dicho. Gane o pierda, Brasil como España tienen que reformarse. Los indignados a lado y lado del Atlántico no se consuelan con goles. Belo Horizonte ha fijado la medida y Dilma tiene que arbitrar este partido definitivo, y no hay Fifa que valga.

domingo, 16 de junio de 2013

CORRUPCIÓN A LAS PUERTAS DE LA INSTITUCIONALIDAD

CORRUPCIÓN A LAS PUERTAS DE LA INSTITUCIONALIDAD

David Jiménez[1]

En el 2011 la opinión pública colombiana comenzó a darse cuenta de la corrupción en Bogotá D.C. por los medios de comunicación y la justicia con el famoso “Cartel de la Contratación” con Alcalde, Senador, Contralor,  Gerentes, Concejales y Contratistas del Distrito dispuestos en una red de captura del Estado a nivel distrital para apropiarse de las rentas públicas.
Sin embargo, lo sucedido en la Capital de la Republica ilustra una de las debilidades de la democracia colombiana: la calidad de las instituciones.

En primer lugar, el Distrito Capital al igual que cualquier municipio, además de tener la Personería Distrital cuenta en su estructura jurídico-administrativa con la Contraloría Distrital para el control fiscal de recursos públicos; y  es la única ciudad de Colombia en tener  la Veeduría Distrital, que es entidad encargada de vigilar la transparencia en la gestión de todas las entidades públicas del nivel distrital en Bogotá D.C. Pese a lo anterior, el contar con instituciones de control  de la gestión publica, la corrupción abarcó hasta el excontralor Morales Russi en  el carrusel de la contratación.

En segundo lugar, en el Distrito Capital están también las sedes principales de la Fiscalía General de la Nación, Procuraduría General de la Nación, Contraloría General de la Republica, Presidencia, Congreso y altas cortes de la Rama Judicial.  El fortalecimiento del cartel corrupto de la contratación en Bogotá se aprovechó de la ineficiencia de los organismos de control, administrativos y judiciales del orden nacional, que sin embargo actuaron por las noticias de los medios de comunicación, no por el ejercicio propio de su función.

Entonces la corrupción en Bogotá se debe las ineficientes instituciones públicas, que cooptadas por la corrupción y el clientelismo no cumplen con los fines dispuestos por la constitución política y la ley.  Vista la captura del Estado a nivel distrital con la inoperancia de las entidades del orden nacional en la misma Capital de Colombia, qué podemos pensar de la suerte de las gobernaciones y alcaldías en toda la geografía institucional del país. Estas adolecen de instituciones de control a la gestión pública.

Muchos municipios apenas tienen Personerías municipales como único órgano para vigilar la función pública; por lo que no es un secreto que en cambio existen redes y carteles de corrupción a nivel regional y local. Estos no han sido detectados por la institucionalidad cuando “acreditan” en el papel acueductos  y  vías construidas en la ficción de los informes contractuales y de interventoría de las entidades estatales, pero que en la realidad no son más que mamparas del asalto continuado al erario municipal o departamental en medio de la mayor impunidad imaginable.

El escándalo de corrupción en Bogotá revelado por medios de comunicación y probado por el sistema judicial nuestro, es el síntoma de la debilidad de las instituciones en nuestra precaria democracia liberal, porque toda la ilegalidad y criminalidad perpetrada lo fue a los ojos de la institucionalidad distrital y nacional. Las famosas reformas de la transparencia y el buen gobierno no han servido para fortalecer los órganos de control y la Rama Judicial en los más de 1100 municipios en la función de prevenir, detectar, investigar y sancionar los delitos de corrupción.

El discurso del Buen Gobierno del Presidente Juan Manuel Santos se ha quedado ayuno, a pesar de contabilizar el respaldo de su mayoría parlamentaria, quienes presentaron con ruido y estridencia como solución al problema el tristemente famoso Estatuto Anticorrupción Ley 1474 de 2011, que fuera de la retórica moralizante no fortaleció ni técnica y mucho menos humanamente los órganos de control y la rama Judicial. Tampoco está garantizada la independencia política del Procurador, Contralor, Fiscal y sus pares en las regiones y localidades.

Finalmente, la solución es más democracia con el fortalecimiento de las instituciones,  con el control ciudadano directo, la independencia política y una capacidad presupuestal y técnica adecuadas al cumplimiento de sus funciones en toda la geografía institucional colombiana.



[1] Politólogo. Participante del Grupo Presidencialismo y Participación de la Universidad Nacional de Colombia. E-mail: presid.y.partic@gmail.com

lunes, 10 de junio de 2013

¿ LAS COMISIONES DE ÉTICA TIENEN UTILIDAD Y SENTIDO?

¿ LAS COMISIONES DE ÉTICA TIENEN UTILIDAD Y SENTIDO?

David Jiménez[1]

En las corporaciones públicas de elección popular tales como el Congreso, Asamblea y Concejos Municipales existen las llamadas “Comisiones de ética”, con el objetivo de velar por el cumplimiento de los deberes constitucionales y legales de los corporados; y para precaver de la no existencia de conflictos de interés en el trámite y aprobación de leyes, ordenanzas y acuerdos, respectivamente.

Sin embargo, en la institucionalidad colombiana, solo basta ir a consultar los archivos de estas corporaciones y de las “comisiones de ética” para ver su poca funcionalidad cuando los casos de corrupción, clientelismo y conflictos de interés desbordan el “diligente quehacer” de los honorables concejales, diputados y congresistas.

Como ejemplo, podemos tomar el Concejo Distrital de Bogotá, como lo prueba el trabajo articulado y corrupto de algunos concejales en el Carrusel de la Contratación. Lo sabemos por las denuncias de prensa, primero, y luego por lo probado en el sistema judicial nuestro. De no ser así, con el puro quehacer de la “comisión de ética” tendríamos más impunidad. 

A su vez, está el caso de la Asamblea Departamental de Antioquia, donde un diputado repartiendo dinero a los ciudadanos, desdibuja a dos manos la democracia representativa y participativa.  Ejemplifica la ola perenne del clientelismo: “dinero por votos”. Ahora sólo queda esperar que la “comisión de ética” lo sancione y le dé traslado a la Procuraduría General de la Nación para la correspondiente investigación disciplinaria. Si no lo hace, es un argumento más de que dichas comisiones no son para velar por el cumplimiento de la ética sino para garantizar la impunidad y el silencio de nuestra “democracia” ciega y sorda.

Para cerrar este fresco desgarrador, conviene actualizar el fenómeno de la parapolítica, donde muchos congresistas se vieron involucrados en relaciones con grupos al margen de la ley, la Corte Suprema de Justicia actuó, pero la comisión de ética del congreso guardó un atronador silencio.

Una posible explicación

De una parte, la  tradición corrupta y clientelista del sistema político colombiano es una explicación para la poca funcionalidad de las comisiones de ética de las corporaciones públicas. De otra parte, resulta que los mismos corporados, los ilustres miembros de las comisiones de ética, y basta con recordar a Heyne Mogollón, no tienen la responsabilidad misma de denunciar e investigar a sus colegas. Entonces  vale la pena formular este esclarecedor interrogante:
¿Existirá “colegaje” en dichas comisiones?

No por casualidad, las pomposas reformas políticas de 2003 y 2009, que declaran buscar el fortalecimiento de los partidos políticos y la responsabilidad política, sufren de amnesia al respecto. Para nada tocaron las “comisiones de ética” de las corporaciones públicas. Ellas compiten casi por igual con la eficacia de las “comisiones/tribunales de Ética” de los partidos políticos colombianos que las más de las veces son figuras estatutarias y no funcionales, grabadas en mármol pegadas  a la sentencia pre-electoral del actual presidente de Colombia: “no habrá nuevos impuestos”. Pero, entonces, ¿cómo pagar las clientelas que los eligen y re-eligen?

Es así que para evitar comportamientos corruptos, clientelistas y anti éticos de congresistas, diputados y concejales solo queda, de una parte, en verdad, fortalecer la independencia política de los órganos de control, porque entre ellos mismos “no se pisan la manguera”; y de otra, que se establezca la revocatoria del mandato de los congresistas de ahora en adelante.
PD: Permítanme compartir una inquietud diplomática: ¿el proceso de paz en La Habana depende de Venezuela o de todos colombianos?



[1] Politólogo. Participante del Grupo Presidencialismo y Participación de la Universidad Nacional de Colombia. E-mail: presid.y.partic@gmail.com

martes, 4 de junio de 2013

DIVISIÓN CONSERVADORA EN ANTIOQUIA

DIVISIÓN CONSERVADORA EN ANTIOQUIA

David Jiménez[1]

El Alvarismo, Pastranismo y Ospinismo  fueron las grandes tendencias nacionales del Partido Conservador Colombiano durante el Frente Nacional y el Pos Frente Nacional, hasta la aparición de la constitución de 1991. Sin embargo,  el conservatismo ha tenido varias fases de división y reunificación, a partir de esa fecha de quiebre en la dinámica política tradicional del gobierno y la dominación.

Los antecedentes: el caso de Antioquia

La constitución de 1991 en su intento por fortalecer la democracia y la participación política, el único requisito para que un movimiento o partido político obtuviera un reconocimiento jurídico por el Consejo Nacional Electoral CNE, estableció que solo bastaba con obtener una curul en Senado o Cámara, lo cual  provocó la creación de partidos de un solo senador o representante. Ello produjo una desbandada,  donde muchos se fueron de sus partidos de origen – Liberal o Conservador – para tener su propio partido y, lo más importante, derecho a financiación por parte del CNE.

Los conservadores con sus fracciones en 1991 – Movimiento de Salvación Nacional y Partido Social Conservador-, a 2002 terminaron  más faccionalizados en diversos movimientos políticos que su contrincante tradicional  (Roll, 2002); en parte, debido a los resultados poco halagüeños conseguidos en la Asamblea Constituyente.

El caso del Departamento de Antioquia nos muestra una radiografía de este proceso.  En la década de los años 90s del siglo XX, el gran barón electoral en reemplazo de J. Emilio Valderrama una vertiente del denominado Progresismo, cuyos  orígenes estuvieron en  el Ospinismo de los años 70s y 80s de ese mismo siglo, fue Fabio Valencia Cossio con su Movimiento Político “Fuerza Progresista Coraje”.

Él obtuvo la primera gobernación de elección popular en 1992 y la alcaldía de Medellín en 1997 con Juan Gómez Martínez, ser el mayor elector a Senador por Antioquia y segundo a nivel nacional en 1998, líder de la coalición Gran Alianza Por el Cambio de Pastrana y negociador del Gobierno en el Caguán.  Así las cosas, el Movimiento “Fuerza  Progresista Coraje” terminó en 2002, afectado por el devenir de la negociación de paz, y solo obtuvo una curul a Senado y dos en Cámara por Antioquia.

Después, la reforma política de 2003 hizo que Valencia Cossio, , terminara en el oficialismo conservador. Ahora este experimentado político, en pleno periodo electoral para 2014, navega entre dos aguas, el partido Conservador y el Centro Democrático. Ahora se trata de repartir votos para un lado y otro, y el que pierde es el Conservatismo.

Por otra parte, mientras Valencia Cossio fue el gran barón electoral de los 90s del siglo XX por fuera del partido Conservador, en dicho momento, Luis Alfredo Ramos ocupó la plaza del oficialismo, consiguió ser ministro y obtuvo con otro candidato la gobernación en 1997.  Para 2002, con la creación del Movimiento Equipo Colombia, fue el gran elector en Antioquia y Colombia para Senado.

Entonces él estaba abiertamente asociado con el “uribismo”, obteniendo varias curules a Cámara por Antioquia, hasta perfilarse como el nuevo elector que lo llevó a ganar la elección a la Gobernación de Antioquia en 2007, sin el respaldo del oficialismo conservador. Sin embargo, en 2009, con la reforma política, los senadores y representantes del movimiento Equipo Colombia ingresaron “sumisos” al oficialismo, participaron en las elecciones de 2010 y 2011 como devotos “servidores” del partido Conservador. Pero, ahora hacen cálculo de sus renovadas lealtades, por lo que su corazón azul  está repartido  entre el Partido Conservador y Centro Democrático, unos votos para un lado y otro en 2014. Por lo que se anuncia que el gran perdedor será el oficialismo. 

La nueva ola de la  división tiene un “Centro”

Carlos Holguín Sardi, el cacique electoral del Valle, desde 2002, emprendió acciones para reunificar el oficialismo conservador en todas las regiones de Colombia, lo cual se demostró con la aprobación de la reforma política de 2003, y los jugosos réditos que obtuvo de ella, dándole respiro boca a boca a una agrupación moribunda que sucumbía dividida entre clientelas. Finalmente, la reunificación conservadora concluyó con el ingreso del Movimiento Equipo Colombia, la otra fuerte corriente azul, al oficialismo en 2009 bajo la presidencia de la dirección Nacional  en cabeza de Efraín Cepeda.

Actualmente con la aparición del Centro Democrático, el nuevo  nombre del  movimiento del expresidente Uribe, el oficialismo conservador en Antioquia tiene una nueva fase de división, porque algunos dirigentes respaldarán el uribismo  de “nuevo tipo”,  o jugarán en los dos equipos para el 2014, para repartir las cargas y los riesgos.

De lo anterior, podría desprenderse una línea que interpreta con cierta fidelidad el futuro del Conservatismo de Antioquia, porque sus votos estarán a todas luces divididos para las elecciones legislativas. A su vez, para el 2015, en aquellos municipios donde no han logrado convergencia los conservadores oficiales y los ex del Equipo Colombia en la región de Antioquia, podrían retornar bajo la etiqueta del Centro Democrático.

 Después, la competencia entre los conservadores por el poder continuaría, tal y como ya pasó desde 1990 cuando el partido comenzó a tener dos candidatos a la presidencia – Rodrigo Lloreda y Álvaro Gómez. Ahora,  Álvaro Uribe Vélez, vuelve ahora a reclamar los derechos de primogenitura en las huestes azules de Antioquia, con el pretexto gritado a voces de derrotar la propuesta de paz de Juan Manuel Santos.



[1] Politólogo. Participante del Grupo Presidencialismo y Participación de la Universidad Nacional de Colombia.

domingo, 2 de junio de 2013

Comentando Libros de actualidad

El colega Francisco Hidalgo  llama la atención sobre estos comentarios, que compartimos con nuestros visitantes del blog que hace parte de la red Ciudad Blanca. Esperamos comentarios. N de la R.

Vida líquida, de Zygmunt Bauman

Ya son tres las generaciones formadas y educadas en los valores del consumo, la producción y la cultura de masas. La potencia de este modelo de sociedad, su apabullante superioridad con respecto a modelos alternativos por lo que toca a prometer felicidad y satisfacer a corto o mediano plazo esa promesa, se prueba en la eficacia de sus consignas, inmunes a toda crítica y a todos los pronósticos, por agoreros que sean. Ni la amenaza del cambio climático ni el agotamiento de los recursos naturales o las inquietantes cifras demográficas, la contaminación o las plagas o las diferencias sociales –que siguen ahí– consiguen frenar la fascinación que ejerce el consumo sobre los individuos.

Para quien sufre la penuria de la escasez o la opresión, nada como ese manantial inagotable de bienes que se renuevan y se perfeccionan sin parar y se gozan y disipan en un marco de individualismo y autonomía radicales, con libertad y secularización completas, hedonismo, nomadismo sin penurias, multiculturalismo y transparencia de los flujos de información, y la perspectiva de movilidad social y enriquecimiento asegurados para quien esté dispuesto a sacrificarse trabajando duro. Así lo recordaba un exultante Schwartzenegger en el festejo de su segundo éxito electoral consecutivo en California. Schwartzenegger es la prueba fehaciente de que la sociedad de consumo no es ninguna panacea: oscuro halterófilo atiborrado de anabolizantes que acaba emparentado con los Kennedy y gobernador del estado más rico de los EE.UU.

La sociedad de consumo es la affluent society de la sociología optimista de los años cincuenta y sesenta, la que se reivindicó en los años ochenta como posmoderna, y la misma que se enseña en las florecientes escuelas de negocios, donde se forman los economistas que la gestionan en todas partes según idénticas pautas globalizadas, consagradas como ciencia por la Academia de Suecia.

En el camino han quedado, y de forma inapelable, alternativas totalitarias como el socialismo soviético y el mesianismo nazifascista, y la ideología guevarista de los años sesenta y setenta, convertida en irrisoria en poco más de un cuarto de siglo: nada más grotesco que, delante de los rascacielos en construcción en Pekín y Shanghai, recordar a los Guardias maoístas agitando el Libro Rojo; o ver a Fidel Castro moribundo, chocheando “Patria o muerte” por televisión mientras su pueblo se pudre en la indigencia y sus hombres y mujeres nuevos se prostituyen en masa para uso y abuso de los turistas capitalistas que llegan a la isla en busca de sexo fácil.
El caso es que, en el pasado, ninguna sociedad como la de consumo ha producido tantos y tan variados modelos teóricos autorreferentes. Infinidad de teorías la auscultan, diseccionan, diagnostican, califican y, al final, acaban por rotularla con alguna fórmula magistral. Cada lustro sale algún sociólogo avispado, crítico o no, que arrasa en las librerías con algún eslogan nuevo que pauta la sociedad de consumo del momento. Toffler, Galbraith, MacLuhan, Baudrillard, Lasch, Servan-Schreiber, Friedman, Rifkin, Lipovetsky, Bourdieu... Unos son sombríos o apocalípticos y otros promueven el salvacionismo del consumo como si vendieran crecepelos; unos aseguran un crecimiento eternamente sostenido y otros un colapso cataclísmico.

Los hay que parecen salidos de una escuela de marketing, y también los hay paródicos, ironistas u ominosos, pero todos con un ojo puesto en las cifras de ventas y otro en el circuito de las conferencias. Son técnicos de moda de algo que nunca pasa de moda: el consumo. En sus obras nos enseñan lo que ya conocemos. Sus semiologías hacen balance de la vida presente pero sobre todo sirven para un goce perverso: mirar lo que hacemos cada día pero con rango de tendencia histórica y reaseguros estadísticos.

El placer de comprar en un shopping, de correr alrededor del parque con el iPod a toda máquina, la frecuencia y la forma en que hacemos el amor, el frenesí de las marcas o los estilos de la música popular, la manera de decorar nuestras casas, cualquier cosa, por trivial que sea, el sociólogo la convierte en pauta de época, en password que da acceso a una condición mágica: ser protagonistas de una Época.

Estos analistas del presente lo tienen fácil, porque lo característico de la sociedad de consumo –al fin y al cabo, un mercado– es su inagotable capacidad de producir signos. El capitalismo puede ser depredador, explotador, implacable avasallador de las diferencias, pero sobre todo es significante; y como su movimiento y progreso están asegurados, lo habitual es que siempre signifique lo mismo (como el fútbol, el estado de la Bolsa y el pronóstico del tiempo en España). No se puede consumir sin hacerlo significativamente. Ahora bien, una vez hallado el signo, ¿es definitivo? De ninguna manera, sólo hasta la siguiente teoría, que aplicará el mismo procedimiento de análisis. Como en la Bolsa, hay que estar atento a un índice, un dato crítico, una curva en la pantalla. De ahí que todas las teorías que tienen por objeto la sociedad de consumo acaben por ser ciertas, y todos los sociólogos y los analistas sociales acierten al caracterizarla en algún punto.

Bauman es el sociólogo de referencia hoy, y parece decidido a no dejar pasar su oportunidad: este es el sexto libro consecutivo en que cuenta lo mismo. Va tan rápido que no tiene tiempo para revisar los originales. No sólo repite los ejemplos, los contextos que analiza, los autores y los argumentos que comenta sino además las citas (véase la misma frase de Sennett citada dos veces, tal cual, en las páginas 76 y 174 de este libro). 

Igual que sus antecesores, su éxito estriba en unas pocas consignas de gran pregnancia mediática y en su mirada pícara y perspicaz sobre muchas costumbres contemporáneas. Tiene a su favor la esencial extraterritorialidad que es propia de la condición judía que detenta –el punto de vista de ningún lugar– y proceder de la Polonia del Este. Es un emigrado que nunca se ha sentido del todo cómodo en la capitalista Inglaterra, su patria de adopción. Un socialista desengañado, pero socialista al fin. Un perfecto francotirador (si se me perdona el símil gastado).

Su mayor acierto ha sido dar con un estado social y describirlo con una metáfora mágica, lo líquido, que sintetiza una pauta de vida muy conocida: la precariedad (en el trabajo, en las relaciones amorosas, en la propiedad, en el valor de las cosas), relacionada con la ingente producción de desechos humanos e industriales, la inseguridad (de las personas, de las comunidades frente a los cambios naturales y las plagas, y frente al terrorismo) y la vertiginosa motilidad de la actual sociedad capitalista epítome de nuestro nomadismo creciente: millones de personas que al trasladarse de un lugar al otro del planeta, se derraman, acicateadas por el sistema del turismo y los medios globalizados y el alcance global del capitalismo.

Son los mismos signos que Marshall Berman recogía en la frase de Marx (“Todo lo sólido se desvanece en el aire”). Para Bauman todo esto equivale a una licuefacción de lo real, que se te escapa entre los dedos de la mano o se evapora como el sudor en una noche de verano. Lo mismo que la levedad del Ser de Kundera. Hace algunos años Virilio había usado la idea de la velocidad para describir el fenómeno. Bauman describe la transición de sólido a líquido con signos contundentes: si antaño teníamos bienes raíces, principios, profesiones, expectativas de vida, matrimonios “hasta que la muerte nos separe”, valores trascendentes o tradicionales, ahora aceptamos todo lo contrario: trabajos-basura, relaciones de quita-y-pon, pensamientos prêt-a-porter, ideas, valores, gustos, hablas y filiaciones fútiles, tan intrascendentes e irrelevantes como una T-shirt.

Toda nuestra cultura está destinada a administrar esa precariedad consustancial al consumo, esa cotidianeidad del riesgo puesto que todo, absolutamente todo, tiene fecha de caducidad. Ni siquiera se salvan los númenes. Tras una cultura de mártires hemos pasado a otra de héroes y ahora estamos en una cultura de celebridades; y éstas, como sabemos, son dioses mortales. El anhelo de identidad –nacional, de género, de minoría– no es tanto la respuesta a la globalización como la necesidad de que, en el vértigo torrencial del consumo que arrastra todo a su paso, algo quede de tangible, de perdurable y reconocible.

Los libros de Bauman consiguen la complicidad del lector bienpensante que encuentra satisfacción no tanto por lo que resuelven sino por lo que le hacen ver. Contienen la dosis justa de teoría crítica frente a la sociedad de consumo aunque en el fondo tienen algo de publicitarios, como cabe a un producto de nuestro tiempo. ¿Es lo líquido tan elocuente como da a entender la repentina fama de Bauman? Sí, pero ya lo eran otras fórmulas que precedieron a ésta. Los estructuralistas tuvieron su momento de gloria con aquello de las “sociedades frías” y las “sociedades calientes”, unas sin transición, en un presente eterno, entrópicas, y las otras en constante cambio, generadoras y voraces disipadoras de energía. 

Vattimo lo consiguió con la oposición entre el pensamiento fuerte y el pensamiento débil, que sugería la sustitución del dogma por la filosofía hermenéutica. Si acaso, lo relevante en Bauman es la mirada, que sintoniza a la perfección con la nuestra, adiestrada como está para orientarse por eslóganes. No olvidemos que de lo que más sabemos, es de publicidad, el producto de consumo por antonomasia.

Falta saber si esta nueva teoría crítica soporta la pauta que aplica a la cultura de su tiempo. Si no será ella misma licuada, o líquida, y, por lo tanto, transitoria, fugaz, como la gloria de Britney Spears; y su innegable carisma, un ejemplo más de esa poéticadelsíntoma que caracteriza a las ideologías que acompañan a la sociedad de consumo, como su sombra.
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¿Qué es la «vida líquida»?
La manera habitual de vivir en nuestras sociedades modernas contemporáneas. Se caracteriza por no mantener ningún rumbo determinado puesto que se halla inscrita en una sociedad que, en cuanto líquida, no mantiene por mucho tiempo una misma forma. Lo que define nuestras vidas es, por lo tanto, la precariedad y la incertidumbre constantes. Y el motivo de preocupación que más obstinadamente nos apremia es el temor a que nos sorprendan desprevenidos, a no ser capaces de ponernos al día de unos acontecimientos que se mueven a un ritmo vertiginoso, a pasar por alto las fechas de caducidad y vernos obligados a cargar con bienes u objetos inservibles, a no captar el momento en que se hace perentorio un cambio de enfoque y quedar relegados.
Así, dada la velocidad de los cambios, la vida consiste hoy en una serie (posiblemente infinita) de nuevos comienzos... pero también de incesantes finales. Ello explica que en nuestras vidas resulte abrumadora la preocupación por los finales rápidos e indoloros a falta de los cuales los comienzos serían impensables. Entre las artes del vivir líquido moderno y las habilidades necesarias para ponerlas en práctica, librarse de las cosas cobra prioridad sobre el adquirirlas. Una vez más, Bauman nos brinda un diagnóstico de nuestras sociedades certero, agudo e inmensamente conmovedor.

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Vida líquida
Por Bauman, Zygmunt 
La ‘vida líquida’ y la ‘modernidad liquida’ están estrechamente ligadas (…) La sociedad moderna líquida’ es aquella en que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y unas rutinas determinadas.”

Zygmunt Bauman es catedrático emérito de Sociología en las universidades de Leeds y Varsovia, y está considerado un influyente pensador de nuestro tiempo. Ha publicado, además del que comentamos, otros libros, entre ellos La cultura como praxis y La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones (con K. Tester).

Vida líquida es un inventario de comportamientos de la sociedad actual que, según el autor, vive “… una vida devoradora (que) asigna al mundo y a todos sus fragmentos animados e inanimados el papel de objetos de consumo.” Una vida en que los individuos, reducidos a su condición más indigente de soledad y desamparo, con el mercado como único vínculo social, juegan el doble papel de consumidores y de mercancías, y viven en el temor permanente de precipitarse por la tolva de los desechos que van a parar al tacho de la basura.

La sociedad moderna líquida (modernidad tardía, postmodernidad, hipermodernidad) otorga a cada sujeto social la condición irrenunciable de individuo, asignándole la improbable tarea de ser un individuo “único” entre sus iguales de una sociedad masificada. La renuncia a la condición de individuo –con su carácter de homo eligens, de ciudadano empoderado para elegir bienes de consumo– es penada por la sociedad con la exclusión del mercado, es decir con el exilio de la condición de ciudadano. Es que el sistema, para sobrevivir, necesita que se consuma, y sobre todo que se deseche, cada vez en mayor cantidad y a mayor velocidad.

Bauman concluye su reflexión con la misma metáfora referida a la oscuridad con que Eric Hobsbawm termina su Historia del siglo XX, y titula el último capítulo de su libro “Pensar en tiempos oscuros”, citando como referentes a Hannah Arendt y Theodor W. Adorno. El umbral ante las tinieblas en el que se detenía Hobsbawm para alertar a la humanidad de que cambiara el rumbo si, en el siglo XXI, no quería precipitarse al abismo, parece haber sido cruzado ya en el pensamiento de Bauman.

La tarea de la búsqueda de la felicidad, que el hombre moderno consideraba una responsabilidad colectiva, ha sido depositada por la globalización unilateralmente empresarial de la modernidad líquida sobre los hombros del individuo que debe buscarla por sí mismo y para sí mismo.

En un clima social en el que prevalece la inestabilidad y la “liviandad”, el mártir de las grandes religiones ha sido reemplazado por la “víctima” televisiva, pasajera e intercambiable, y el héroe moderno por el “famoso”, cuyo fundamento de celebridad es el mismo hecho de ser célebre. Bajo esos supuestos “líquidos” la precarización laboral, consolidada por una educación funcional a los mercados globales, se ha convertido en la nueva estrategia de dominación que ha sustituido el control del panóptico por el miedo inducido por la inseguridad y la vulnerabilidad. 

En esta atmósfera de lo efímero, se ha generado una élite transnacional del conocimiento que se siente cómoda dentro de la cultura de la hibridación global y de la “vida líquida”. Gimnastas del cambio constante del saber, de las habilidades, de los lugares diferentes e indistintos de las ciudades globales; gentes que se mueven ágilmente en una sociedad “de valores volátiles, despreocupadas ante el futuro, egoístas y hedonistas”. Por debajo de ellas, sobrevive una especie de clase media que no tiene más remedio que jugar a contragusto el juego que le es impuesto si no quiere precipitarse al abismo que habita la “masa de ‘residuos humanos’ (personas excedentes, superfluas, carentes de una función, excluidas del grupo de las detentadoras de derechos humanos y privadas de dignidad humana)”.

Zygmunt Bauman pinta con tintes tenebristas un cuadro ajustado de la modernidad tardía. En busca de una alternativa a las tinieblas, propone desarrollar una lógica de la responsabilidad planetaria que permita llevar a cabo una (cita a Habermas) “política recuperada frente a los mercados globalizados.”

Vida líquida, escrito en un lenguaje claro y sencillo, no es un libro dirigido exclusivamente a especialistas sino que está al alcance del lector culto que se preocupe por la realidad acechante que lo rodea.



sábado, 1 de junio de 2013


LOS “CHICOS DE MALA VIDA” EN EL CINE POLÍTICO ITALIANO DEL AÑO 2008
                                                                                    
LUCA  D´ASCIA

Mucho más acorde con el “espíritu de los tiempos” resulta estar otro gran fenómeno de criminalidad organizada que ha resumido emblemáticamente la crisis italiana de los últimos años, desmintiendo (junto con otros indicadores de malestar social) el optimismo oficial del berlusconismo. Nos referimos a la “camorra” napolitana y al tejido de negocios que se estructura a su alrededor, brillantemente representado por el guionista Roberto Saviano y el director Matteo Garrone en la otra película italiana galardonada en Cannes Gomorra.

También Gomorra como Il divo pertenece al filón del cine política- y socialmente comprometido. Este filón en los últimos años parecía haberse estancado en la polémica personal contra Berlusconi (Il caimano de Nanni Moretti; ¡Viva Zapatero! de Sabina Guzzanti), que obedece a aquel mismo imperativo de visibilidad mediática que, en definitiva, posibilitó los éxitos del “Cavaliere” en la política italiana y, por lo tanto, acaba por “hacer el juego del adversario”. Por otro lado, películas rígidamente ancladas a la crónica política resultan a lo mejor demasiado detallistas para convencer desde el punto de vista estético, como se ha constatado repetidas veces después de Il portaborse de Luchetti (1992).

 Con alguna razón, el cine italiano “serio” con ambición estética ha preferido encaminarse por un sendero de intimismo sentimental algo retrò, que puede tener éxito, sobre todo en casa (el ejemplo clásico es Il papà di Giovanna de Pupi Avati, premiado en la edición 2008 del festival de Venecia), pero que no deja de permanecer escapista y odiosamente previsible. Gomorra, en cambio, es una película de un nivel estético bueno, aunque no excepcional, que abarca una vasta problemática social (no exclusivamente política) apoyándose en una estética cosmopolita, más cercana al género internacional de las “películas de pandillas” (se piensa inmediatamente en La ciudad de Dios, que sin embargo es más espectacular y efectista que Gomorra) que a la tradición neorrealista, que había consagrado la Nápoles popular a través del rostro de Sofia Loren. La Nápoles de Gomorra es una ciudad oscura, sin sol y sin futuro, lejanísima del mito mediterráneo consagrado por Rossellini en su Viaggio in Italia, pero que tiene un claro antecedente en las atmosferas nocturnas y desoladas de Morte di un matematico napoletano di Martone (1992).

El agotamiento del mito mediterráneo es visible en la manera en que Saviano y Garrone se acercan a un tópico muy presente en la tradición literaria y cinematográfica italiana: el subproletariado napolitano, su picaresca, su alegría, su vitalidad. Era muy fácil dejarse capturar por el estereotipo de Nápoles ciudad antigua, ciudad profundamente popular que no participa sino superficialmente en las transformaciones y en la ambigua modernización de la sociedad italiana. El estereotipo funcionaba igualmente bien para detractores y admiradores de la caótica, “muy noble” y “muy humana” capital de la pobreza: los primeros explicaban el atraso económico y la elevada criminalidad por medio de consideraciones antropológicas que rozaban el racismo, mientras que los segundos (entre los cuales estaba Pasolini) veían en la especificidad cultural de la tradición napolitana y en la extraordinaria vitalidad de su dialecto una barrera frente a la “homologación” de las diversidades sociales y regionales a un mediocre estándar consumista. En la película de Saviano y Garrone, sin embargo, el viejo y glorioso estereotipo deja completamente de funcionar.

El dialecto es vehículo de comunicación del submundo que representa, tanto que la película necesita ser subtitulada... ¡en italiano! Pero esta diversidad lingüística objetiva no implica ninguna “alteridad” con respecto a los modelos de consumo y diversión que dominan en el conjunto de la sociedad en la primera década del milenio. La primera secuencia de la película, que precede el encabezado, dice todo lo que hay que decir al respecto mostrando a unos pandilleros siendo balaceados mientras que se están bronceando y haciendo el manicure en un salón de belleza.

Las luces azuladas, casi de ciencia ficción, de los reflectores en la oscuridad de la primera toma arrojan un destello de ilusión tecnológica sobre el mundo intemporal de la pobreza y de la precariedad. Los pandilleros de Gomorra, que nada saben de trabajo organizado y de derechos colectivos, hablan de sus piercings que se infectan y llevan ropa de moda y bastante costosa, empujados a la violencia por un consumismo elemental detrás del cual se esconde el deseo de ser considerados “normales”, iguales a los no marginados en la sociedad “homologada”. Su horizonte está completamente cerrado a la política, a la “conciencia” y a la “historia” – en la medida en que esta Trimurti laica pueda haber sobrevivido, en otros rincones de Italia, a Andreotti antes y a Berlusconi después -, pero no por eso es “inocente” como podía serlo, en cierta medida y con muchas ambigüedades dialécticas, el universo de Toto y de Ninetto en la cine-mitografía pasoliniana.

Saviano y Garrone obligan a Pasolini a ser coherente contra sí mismo y a reconocer que la obsesión del consumo, que el autor de los Escritos corsarios rastreaba entre la nueva generación delincuencial de los años setenta, ha alcanzado también al Gennariello de las Cartas luteranas, muchacho napolitano aún orgulloso de su subcultura y por eso “humano” más allá de la miseria y de la violencia. La guerra de pandillas, como se representa en Gomorra, no tiene ninguna especificidad cultural ni antropológica: pudiera ser igual en cualquier parte del mundo y, en particular, al lector colombiano puede acordar situaciones muy comunes en su país. Es, más bien, la lógica consecuencia de aquella economía informal que se apodera irresistiblemente de periferias que la división internacional del trabajo y estructuras sociales estancadas excluyen de la competencia formal y productiva. En Nápoles, como en muchos otros lugares, la economía informal rueda alrededor del negocio de la droga.

Entrelazando cinco historias por medio de un eficaz montaje alternado (recurso estilístico que contribuye a integrar Gomorra en una tendencia bastante exitosa en el cine internacional y especialmente norteamericano), Saviano y Garrone andan investigando las distintas modalidades de una misma realidad de explotación: la rebelión, que empieza como un juego y termina trágicamente, de dos adolescentes pandilleros a la ley territorial que les exige no turbar el orden establecido por el jefe de pandilla; la desaventura de un costurero que “traiciona” al empresario que explota a él y a los obreros en favor de unos fabricantes chinos que imitan (ilegalmente) sus modelos; la “iniciación” de un niño que para probar su fidelidad al bando a que pertenece tiene que participar en el asesinato de la señora que le daba empleo; la vivencia decepcionante de un joven empleado por una empresa que elimina de forma ilegal, utilizando trabajadores clandestinos y perjudicando la salud de los habitantes del lugar, los deshechos tóxicos producidos por las industrias del Norte.

Todas estas historias comparten un mismo modelo estructural: el intento de los más jóvenes de cuestionar, de una forma muy embrionaria y que sólo en un caso toma un matiz de protesta moral, los lazos de sumisión personal que rigen de  manera férrea una sociedad casi feudal, donde no existen normas jurídicas, pero tampoco relaciones familiares que puedan delimitar una esfera autónoma de la aplicación brutal de la ley del más fuerte. La antigua “honra” de las sociedades mediterráneas se ha reducido a este sencillo imperativo de obediencia, mientras que sus rasgos arcaicos y solemnes se disuelven en un indiferenciado conductismo consumista. No faltan puntos de contactos con Sumas y restas de Víctor Gaviria, pero Saviano y Garrone son más sobrios, menos folclóricos y, en definitiva, más objetivos y más profundos que el director colombiano.

Muy distinto de Il divo, más concreto y vital, pero también más convencional, Gomorra comparte con la película de Sorrentino el propósito de ofrecer una representación crítica de la historia y de la sociedad italiana, apuntando hacia uno de sus aspectos más controvertidos: la infiltración de la criminalidad organizada en todos sus niveles, desde la clase política hasta el empresariado local y la organización barrial. Se trata, desde luego, de una provocación para la opinión pública, que se ha acostumbrado a identificar la “emergencia criminalidad” con algo extraño a la esencia nacional y estrechamente relacionado con la excesiva tolerancia hacia la inmigración clandestina.

Saviano y Garrone dejan en claro como una misma tendencia a la explotación, engendrada por la misma precariedad laboral, atraviesa todos los grupos sociales, “nativos” e inmigrados, descargándose con especial dureza sobre los clandestinos y los menores (los adolescentes en Nápoles son parte integrante de la fuerza de trabajo de la economía informal). En medio de todo esto el gran ausente es precisamente el Estado y su legislación social. Para un amplio sector derechista de la población, que regaló a Berlusconi su gran victoria electoral de abril de 2008, éste sigue identificándose en primer lugar con la fuerza pública: ¡no por casualidad, la primera reacción del actual gobierno frente a las protestas, por cierto violentas y anarquistas, desencadenas en Nápoles por la cuestión de los desechos tóxicos (puntillosamente analizada en Gomorra) ha sido enviar el Ejército en defensa de los basureros!

Desde una perspectiva distinta, es decir el retrato psicológico, fragmentario e intencionalmente inacabado, de un típico “hombre de poder”, Il divo analiza la “filosofía política” que ha impulsado en Italia (mucho más que en otros países de la Unión Europea) un compromiso constante con los “poderes fácticos” incluso descontando un altísimo costo social y moral. También Il divo tiene su dimensión de choque sobre la opinión pública al hilvanar sutilmente el hilo de antiguas responsabilidades que parecían olvidadas, reviviendo la Primera República tan parecida en sus estructuras profundas a la Segunda República populista que desde 1992 se ufanó de haberla superada.

 ¿Acaso “cambiar todo para no cambiar nada”, la célebre devisa del aristócrata siciliano de Lampedusa y de Visconti en Il gattopardo, tendrá que permanecer en eterno la manifestación más emblemática de la sabiduría política italiana? Por lo menos, gracias a películas como Il divo y Gomorra, algo empieza a cambiar en el ámbito circunscrito pero significativo de la vivencia fílmica: renace un tipo de cine comprometido, pero crítico y exento de rigidez ideológica, que había hecho mucha falta en la última década.


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