Comentando Libros de actualidad
El colega Francisco Hidalgo llama la atención sobre estos comentarios, que compartimos con nuestros visitantes del blog que hace parte de la red Ciudad Blanca. Esperamos comentarios. N de la R.
Vida
líquida, de Zygmunt Bauman
Ya son tres las generaciones formadas y educadas en
los valores del consumo, la producción y la cultura de masas. La potencia de
este modelo de sociedad, su apabullante superioridad con respecto a modelos
alternativos por lo que toca a prometer felicidad y satisfacer a corto o
mediano plazo esa promesa, se prueba en la eficacia de sus consignas, inmunes a
toda crítica y a todos los pronósticos, por agoreros que sean. Ni la amenaza
del cambio climático ni el agotamiento de los recursos naturales o las
inquietantes cifras demográficas, la contaminación o las plagas o las
diferencias sociales –que siguen ahí– consiguen frenar la fascinación que
ejerce el consumo sobre los individuos.
Para quien sufre la penuria de la escasez o la
opresión, nada como ese manantial inagotable de bienes que se renuevan y se
perfeccionan sin parar y se gozan y disipan en un marco de individualismo y
autonomía radicales, con libertad y secularización completas, hedonismo,
nomadismo sin penurias, multiculturalismo y transparencia de los flujos de
información, y la perspectiva de movilidad social y enriquecimiento asegurados
para quien esté dispuesto a sacrificarse trabajando duro. Así lo recordaba un
exultante Schwartzenegger en el festejo de su segundo éxito electoral
consecutivo en California. Schwartzenegger es la prueba fehaciente de que la
sociedad de consumo no es ninguna panacea: oscuro halterófilo atiborrado de
anabolizantes que acaba emparentado con los Kennedy y gobernador del estado más
rico de los EE.UU.
La sociedad de
consumo es la affluent society de la sociología
optimista de los años cincuenta y sesenta, la que se reivindicó en los años
ochenta como posmoderna, y la misma que se enseña en las florecientes escuelas
de negocios, donde se forman los economistas que la gestionan en todas partes
según idénticas pautas globalizadas, consagradas como ciencia por la Academia
de Suecia.
En el camino han
quedado, y de forma inapelable, alternativas totalitarias como el socialismo
soviético y el mesianismo nazifascista, y la ideología guevarista de los años
sesenta y setenta, convertida en irrisoria en poco más de un cuarto de siglo:
nada más grotesco que, delante de los rascacielos en construcción en Pekín y
Shanghai, recordar a los Guardias maoístas agitando el Libro Rojo; o ver a
Fidel Castro moribundo, chocheando “Patria o muerte” por televisión mientras su
pueblo se pudre en la indigencia y sus hombres y mujeres nuevos
se prostituyen en masa para uso y abuso de los turistas capitalistas que llegan
a la isla en busca de sexo fácil.
El caso es que, en
el pasado, ninguna sociedad como la de consumo ha producido tantos y tan
variados modelos teóricos autorreferentes. Infinidad de teorías la auscultan,
diseccionan, diagnostican, califican y, al final, acaban por rotularla con
alguna fórmula magistral. Cada lustro sale algún sociólogo avispado, crítico o
no, que arrasa en las librerías con algún eslogan nuevo que pauta la sociedad
de consumo del momento. Toffler,
Galbraith, MacLuhan, Baudrillard, Lasch, Servan-Schreiber, Friedman, Rifkin,
Lipovetsky, Bourdieu... Unos son sombríos o apocalípticos y otros promueven
el salvacionismo del consumo como si vendieran crecepelos; unos aseguran un
crecimiento eternamente sostenido y otros un colapso cataclísmico.
Los hay que
parecen salidos de una escuela de marketing,
y también los hay paródicos, ironistas u ominosos, pero todos con un ojo puesto
en las cifras de ventas y otro en el circuito de las conferencias. Son técnicos
de moda de algo que nunca pasa de moda: el consumo. En sus obras nos enseñan lo
que ya conocemos. Sus semiologías hacen balance de la vida presente
pero sobre todo sirven para un goce perverso: mirar lo que hacemos cada día
pero con rango de tendencia histórica y reaseguros estadísticos.
El placer de comprar
en un shopping, de correr
alrededor del parque con el iPod a toda máquina, la frecuencia y la forma en
que hacemos el amor, el frenesí de las marcas o los estilos de la música
popular, la manera de decorar nuestras casas, cualquier cosa, por trivial que
sea, el sociólogo la convierte en pauta de época, en password
que da acceso a una condición mágica: ser protagonistas de una Época.
Estos analistas
del presente lo tienen fácil, porque lo característico de la sociedad de
consumo –al fin y al cabo, un mercado– es su inagotable capacidad de producir
signos. El capitalismo puede ser depredador, explotador, implacable avasallador
de las diferencias, pero sobre todo es significante;
y como su movimiento y progreso están asegurados, lo habitual es que siempre
signifique lo mismo (como el fútbol, el estado de la Bolsa y el pronóstico del
tiempo en España). No se puede consumir sin hacerlo significativamente.
Ahora bien, una vez hallado el signo, ¿es definitivo? De ninguna manera, sólo
hasta la siguiente teoría, que aplicará el mismo procedimiento de análisis.
Como en la Bolsa, hay que estar atento a un índice, un dato crítico, una curva
en la pantalla. De ahí que todas las teorías que tienen por objeto la sociedad
de consumo acaben por ser ciertas, y todos los sociólogos y los analistas
sociales acierten al caracterizarla en algún punto.
Bauman es el
sociólogo de referencia hoy, y parece decidido a no dejar pasar su oportunidad:
este es el sexto libro consecutivo en que cuenta lo mismo. Va tan rápido que no
tiene tiempo para revisar los originales. No sólo repite los ejemplos, los
contextos que analiza, los autores y los argumentos que comenta sino además las
citas (véase la misma frase de Sennett citada dos veces, tal cual, en las
páginas 76 y 174 de este libro).
Igual que sus antecesores, su éxito estriba en
unas pocas consignas de gran pregnancia mediática y en su mirada pícara y
perspicaz sobre muchas costumbres contemporáneas. Tiene a su favor la esencial
extraterritorialidad que es propia de la condición judía que detenta –el punto
de vista de ningún lugar– y proceder de la Polonia del Este. Es un emigrado que
nunca se ha sentido del todo cómodo en la capitalista Inglaterra, su patria de
adopción. Un socialista desengañado, pero socialista al fin. Un perfecto
francotirador (si se me perdona el símil gastado).
Su mayor acierto
ha sido dar con un estado
social y describirlo con una metáfora mágica, lo líquido,
que sintetiza una pauta de vida muy conocida: la precariedad (en el trabajo, en
las relaciones amorosas, en la propiedad, en el valor de las cosas),
relacionada con la ingente producción de desechos humanos e industriales, la
inseguridad (de las personas, de las comunidades frente a los cambios naturales
y las plagas, y frente al terrorismo) y la vertiginosa motilidad de la actual
sociedad capitalista epítome de nuestro nomadismo creciente: millones de
personas que al trasladarse de un lugar al otro del planeta, se derraman,
acicateadas por el sistema del turismo y los medios globalizados y el alcance global
del capitalismo.
Son los mismos
signos que Marshall Berman recogía en la frase de Marx (“Todo lo sólido se
desvanece en el aire”). Para Bauman todo esto equivale a una licuefacción de lo
real, que se te escapa entre los dedos de la mano o se evapora como el sudor en
una noche de verano. Lo mismo que la levedad del Ser
de Kundera. Hace algunos años Virilio había usado la idea de la velocidad para
describir el fenómeno. Bauman describe la transición de sólido a líquido con
signos contundentes: si antaño teníamos bienes raíces, principios,
profesiones, expectativas de vida, matrimonios “hasta que la muerte nos
separe”, valores trascendentes o tradicionales, ahora aceptamos todo lo
contrario: trabajos-basura, relaciones de quita-y-pon, pensamientos prêt-a-porter,
ideas, valores, gustos, hablas y filiaciones fútiles, tan intrascendentes e
irrelevantes como una T-shirt.
Toda
nuestra cultura está destinada a administrar esa precariedad consustancial al
consumo, esa cotidianeidad del riesgo puesto que todo,
absolutamente todo, tiene fecha de caducidad. Ni siquiera se salvan los
númenes. Tras una cultura de mártires hemos pasado a otra de héroes y ahora
estamos en una cultura de celebridades; y éstas, como sabemos, son dioses
mortales. El anhelo de identidad –nacional, de género, de minoría– no es tanto
la respuesta a la globalización como la necesidad de que, en el vértigo
torrencial del consumo que arrastra todo a su paso, algo quede de tangible, de
perdurable y reconocible.
Los libros de
Bauman consiguen la complicidad del lector bienpensante que encuentra
satisfacción no tanto por lo que resuelven sino por lo que le hacen ver.
Contienen la dosis justa de teoría crítica frente a la sociedad de consumo
aunque en el fondo tienen algo de publicitarios, como cabe a un producto de
nuestro tiempo. ¿Es lo líquido tan elocuente
como da a entender la repentina fama de Bauman? Sí, pero ya lo eran otras
fórmulas que precedieron a ésta. Los estructuralistas tuvieron su momento de
gloria con aquello de las “sociedades frías” y las “sociedades calientes”, unas
sin transición, en un presente eterno, entrópicas, y las otras en constante
cambio, generadoras y voraces disipadoras de energía.
Vattimo lo consiguió con
la oposición entre el pensamiento fuerte y el pensamiento débil, que sugería la
sustitución del dogma por la filosofía hermenéutica. Si acaso, lo relevante en
Bauman es la mirada, que sintoniza a la perfección con la nuestra, adiestrada
como está para orientarse por eslóganes. No olvidemos que de lo que más
sabemos, es de publicidad, el producto de consumo por antonomasia.
Falta saber si
esta nueva teoría crítica soporta la pauta que aplica a la cultura de su
tiempo. Si no será ella misma licuada, o líquida, y, por lo tanto, transitoria,
fugaz, como la gloria de Britney Spears; y su innegable carisma, un ejemplo más
de esa poéticadelsíntoma que caracteriza a
las ideologías que acompañan a la sociedad de consumo, como su sombra.
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¿Qué es la «vida líquida»?
La
manera habitual de vivir en nuestras sociedades modernas contemporáneas. Se
caracteriza por no mantener ningún rumbo determinado puesto que se halla
inscrita en una sociedad que, en cuanto líquida, no mantiene por mucho tiempo
una misma forma. Lo que define nuestras vidas es, por lo tanto, la precariedad
y la incertidumbre constantes. Y el motivo de preocupación que más
obstinadamente nos apremia es el temor a que nos sorprendan desprevenidos, a no
ser capaces de ponernos al día de unos acontecimientos que se mueven a un ritmo
vertiginoso, a pasar por alto las fechas de caducidad y vernos obligados a
cargar con bienes u objetos inservibles, a no captar el momento en que se hace
perentorio un cambio de enfoque y quedar relegados.
Así,
dada la velocidad de los cambios, la vida consiste hoy en una serie
(posiblemente infinita) de nuevos comienzos... pero también de incesantes
finales. Ello explica que en nuestras vidas resulte abrumadora la preocupación
por los finales rápidos e indoloros a falta de los cuales los comienzos serían
impensables. Entre las artes del vivir líquido moderno y las habilidades
necesarias para ponerlas en práctica, librarse de las cosas cobra prioridad
sobre el adquirirlas. Una vez más, Bauman nos brinda un diagnóstico de nuestras
sociedades certero, agudo e inmensamente conmovedor.
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Vida
líquida
Por Bauman, Zygmunt
La ‘vida líquida’ y la ‘modernidad liquida’ están
estrechamente ligadas (…) La sociedad moderna líquida’ es aquella en que las
condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de
actuar se consoliden en unos hábitos y unas rutinas determinadas.”
Zygmunt Bauman es catedrático emérito de Sociología
en las universidades de Leeds y Varsovia, y está considerado un influyente
pensador de nuestro tiempo. Ha publicado, además del que comentamos, otros
libros, entre ellos La cultura como praxis y La ambivalencia de la
modernidad y otras conversaciones (con K. Tester).
Vida líquida es un inventario de
comportamientos de la sociedad actual que, según el autor, vive “… una vida
devoradora (que) asigna al mundo y a todos sus fragmentos animados e inanimados
el papel de objetos de consumo.” Una vida en que los individuos, reducidos a su
condición más indigente de soledad y desamparo, con el mercado como único
vínculo social, juegan el doble papel de consumidores y de mercancías, y viven
en el temor permanente de precipitarse por la tolva de los desechos que van a
parar al tacho de la basura.
La sociedad moderna líquida (modernidad tardía,
postmodernidad, hipermodernidad) otorga a cada sujeto social la condición
irrenunciable de individuo, asignándole la improbable tarea de ser un individuo
“único” entre sus iguales de una sociedad masificada. La renuncia a la
condición de individuo –con su carácter de homo eligens, de ciudadano
empoderado para elegir bienes de consumo– es penada por la sociedad con la
exclusión del mercado, es decir con el exilio de la condición de ciudadano. Es
que el sistema, para sobrevivir, necesita que se consuma, y sobre todo que se
deseche, cada vez en mayor cantidad y a mayor velocidad.
Bauman concluye su reflexión con la misma metáfora
referida a la oscuridad con que Eric Hobsbawm termina su Historia del siglo
XX, y titula el último capítulo de su libro “Pensar en tiempos oscuros”,
citando como referentes a Hannah Arendt y Theodor W. Adorno. El umbral ante las
tinieblas en el que se detenía Hobsbawm para alertar a la humanidad de que
cambiara el rumbo si, en el siglo XXI, no quería precipitarse al abismo, parece
haber sido cruzado ya en el pensamiento de Bauman.
La tarea de la búsqueda de la felicidad, que el
hombre moderno consideraba una responsabilidad colectiva, ha sido depositada
por la globalización unilateralmente empresarial de la modernidad líquida sobre
los hombros del individuo que debe buscarla por sí mismo y para sí mismo.
En un clima social en el que prevalece la
inestabilidad y la “liviandad”, el mártir de las grandes religiones ha sido
reemplazado por la “víctima” televisiva, pasajera e intercambiable, y el héroe
moderno por el “famoso”, cuyo fundamento de celebridad es el mismo hecho de ser
célebre. Bajo esos supuestos “líquidos” la precarización laboral, consolidada
por una educación funcional a los mercados globales, se ha convertido en la
nueva estrategia de dominación que ha sustituido el control del panóptico por
el miedo inducido por la inseguridad y la vulnerabilidad.
En esta atmósfera de
lo efímero, se ha generado una élite transnacional del conocimiento que se
siente cómoda dentro de la cultura de la hibridación global y de la “vida
líquida”. Gimnastas del cambio constante del saber, de las habilidades, de los
lugares diferentes e indistintos de las ciudades globales; gentes que se mueven
ágilmente en una sociedad “de valores volátiles, despreocupadas ante el futuro,
egoístas y hedonistas”. Por debajo de ellas, sobrevive una especie de clase
media que no tiene más remedio que jugar a contragusto el juego que le es
impuesto si no quiere precipitarse al abismo que habita la “masa de ‘residuos
humanos’ (personas excedentes, superfluas, carentes de una función, excluidas
del grupo de las detentadoras de derechos humanos y privadas de dignidad
humana)”.
Zygmunt Bauman pinta con tintes tenebristas un
cuadro ajustado de la modernidad tardía. En busca de una alternativa a las
tinieblas, propone desarrollar una lógica de la responsabilidad planetaria que
permita llevar a cabo una (cita a Habermas) “política recuperada frente a los
mercados globalizados.”
Vida líquida, escrito en un lenguaje claro y
sencillo, no es un libro dirigido exclusivamente a especialistas sino que está
al alcance del lector culto que se preocupe por la realidad acechante que lo
rodea.