Para el debate actual del socialismo y el comunismo seleccionamos un aparte de los textos del intelectual, académico y militante trostkista Daniel Bensaïd quien responde a los cuestionamientos de François Furet. Es un conjunto de escritos remitidos por el intelectual y académico mexicano Luis Concheiro. N de la D.
Comunismo y estalinismo
Una respuesta al libro negro del comunismo
Por Daniel Bensaïd*
Formidable empresa de oscurecimiento de referencias
Ya en 1995, François Furet había propuesto como lápida funeraria de un comunismo difunto su
grueso volumen El Pasado de una Ilusión, ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX. En
1997, un equipo de historiadores coordinado por Stéphane Courtois publica una obra aún más
monumental, El Libro negro del comunismo. Crímenes, terror, represión. Ochocientas páginas
para inventariar los crímenes del comunismo por todo el mundo y contar los cadáveres que
jalonan su historia.
Se trata esta vez de sacar al comunismo de su tumba para juzgarle.
Por temor, quizá, de que siga recorriendo el mundo... El nazismo tuvo su Nuremberg. ¿Qué se
espera para erigir un Nuremberg del comunismo?, pregunta nuestro historiador, que se nombra
juez y entrega su veredicto: el comunismo, indisociable del estalinismo, se ha mostrado al
menos tan criminal como el nazismo. Formidable empresa de oscurecimiento de puntos de
referencia, de desorientación de las conciencias, al término de la cual el siglo no es ya más que
un amontonamiento de cadáveres, la revolución de Octubre un horrible desliz y el ideal
comunista una funesta monstruosidad.
Para que la historia no se reduzca solo a la represión, para que la razón no ceda al furor, y no se confundan víctimas y verdugos, conviene en primer lugar volver sobre Octubre, para estudiarlo, sacar de él lecciones para el futuro. Un Octubre demasiado grande para un historiador entronizado como inquisidor.
“Pues un fenómeno semejante en la historia humana no se olvida jamás, al haber revelado en
la naturaleza humana una disposición y una capacidad hacia lo mejor que político alguno
hubiera podido argüir a partir del curso de las cosas acontecidas hasta entonces, lo cual
únicamente puede augurar una conciliación de naturaleza y libertad en el género humano
conforme a principios intrínsecos al derecho, si bien solo como un acontecimiento impreciso y
azaroso por lo que atañe al tiempo.
Pero, aun cuando tampoco ahora se alcanzase con este acontecimiento la meta proyectada,
aunque la revolución o la reforma de la constitución de un pueblo acabara fracasando, o si todo
volviera después a su antiguo cauce después de haber durado algún tiempo (tal como
profetizan actualmente los políticos), a pesar de todo ello, ese pronóstico filosófico no perdería
nada de su fuerza. Pues ese acontecimiento es demasiado grandioso, se halla tan
estrechamente implicado con el interés de la humanidad y su influencia sobre el mundo se ha
diseminado tanto por todas partes, como para no ser rememorado por los pueblos en cualquier
ocasión donde se den circunstancais propicias y no ser evocado para repetir nuevas tentativas
de esa índole”.
Emmanuel Kant, El conflicto de las facultades, 1798.
“Tal es el problema a dilucidar, esta marcha de los acontecimientos es efectivamente continua
o bien se trata de dos series de acontecimientos intrínsecamente ligados, pero que remiten a
pesar de todo a vidas diferentes, a dos mundos políticos y morales distintos?. Si no logramos
dilucidar este problema, hoy aún podemos por descuido volvernos peligrosos. Pues el pasado
no meditado reanima los peores prejuicios y prohíbe a la conciencia histórica penetrar en el
campo político”.
Mikhaël Guefter, « Staline est mort hier » in L'Homme et la société, 1987.
En 1798, en pleno período de reacción, Emmanuel Kant escribía a propósito de la Revolución francesa que un acontecimiento así, más allá de los fracasos y retrocesos, no se olvida. Pues, en ese desgarro del tiempo, se dejó entrever, aunque fuera de forma fugitiva, una promesa de humanidad liberada. Kant tenía razón. Nuestro problema es saber hoy si la gran promesa ligada al nombre propio de Octubre, ese estremecimiento del mundo, ese resplandor surgido de las tinieblas de la primera carnicería mundial, podrá ser él también “rememorado por los pueblos”.
Es lo que está en juego no por un “deber de memoria” (noción hoy degradada), sino para un
trabajo y una batalla por la memoria. El 80 aniversario de la revolución de octubre de 1917
corría el riesgo de pasar desapercibido. La publicación del Libro negro del Comunismo habrá
tenido al menos el mérito de poner encima de la mesa “el asunto Octubre”, una de esas
grandes querellas sobre las que no habrá jamás reconciliación.
Claramente enunciado por Stéphane Courtois, director del conjunto, el objetivo de la operación es establecer una estricta continuidad, una perfecta coherencia entre comunismo y estalinismo, entre Lenín y Stalin, entre la tradiación del inicio revolucionario y el crepúsculo helado del Gulag: “Estalinista y comunista, es lo mismo”, escribe en el Journal du Dimanche (9 de noviembre). Es crucial responder sin rodeos a la pregunta planteada por el gran historiador soviético Mikhaël Guefter:
“Tal es el problema a dilucidar: esta marcha de los acontecimientos es efectivamente continua o bien se trata de dos series de acontecimientos intrínsecamente ligados, pero que remiten a pesar de todo a vidas diferentes, a dos mundos políticos y morales distintos?”. (“Stalin murió ayer”, en
L´Homme et la société, 2-3, 1988). Pregunta decisiva, en efecto, que domina tanto la
inteligibilidad del siglo que acaba como nuestros compromisos en el siglo atormentado que se
anuncia: si el estalinismo no fuera, como algunos lo sostienen o lo conceden, más que una
simple “desviación” o “una prolongación trágica” del proyecto comunista, habría que sacar de
ello las conclusiones más radicales en cuanto al propio proyecto.
Un proceso de fin de siglo
Es por otro lado lo que intentan los promotores del Libro Negro. Sería en efecto extraño el tono
de guerra fría, bastante anacrónico, de Stéphane Courtois y de ciertos artículos de prensa.
Cuando el capitalismo, púdicamente rebautizado “democracia de mercado”, se proclama de
buena gana como sin alternativa tras la desintegración de la Unión Soviética, vencedor absoluto
del fin de siglo, esta obstinación revela en realidad un gran miedo reprimido: el temor de ver
las llagas y los vicios del sistema tanto más patentes, en la medida en que ha perdido, con su
doble burocrático, su mejor coartada.
Es importante pues proceder a la diabolización preventiva de todo lo que podría dejar entrever un posible futuro diferente. Es en efecto en el momento en que su imitación estalinista desaparece en la debacle, cuando se acaba su confiscación burocrática, cuando el espectro del comunismo puede de nuevo volver a recorrer el mundo.
¿Cuántos antiguos celosos estalinistas, por no haber sabido distinguir estalinismo y comunismo,
han dejado de ser comunistas dejando de ser estalinistas, para unirse a la causa liberal con el
fervor de los conversos?. Estalinismo y comunismo no son solo distintos, sino irreductiblemente
antagónicos. Y el recordatorio de esta diferencia no es el menor deber que tengamos hacia las
numerosas víctimas comunistas del estalinismo.
El estalinismo no es una variante del comunismo, sino el nombre propio de la contrarrevolución
burocrática. Que militantes sinceros, en la urgencia de la lucha contra el nazismo, o
debatiéndose en las consecuencias de la crisis mundial de entre guerras, no hayan tomado
inmediatamente conciencia, que hayan continuado ofreciendo generosamente sus existencias
desgarradas, no cambia nada del asunto. Se trata claramente, por responder a la pregunta de
Mikhaël Guefter, de “dos mundos políticos y morales” distintos e irreconciliables. Esta respuesta
está en las antípodas de las conclusiones de Stéphane Courtois en el Libro Negro. Se defiende a
veces de haber reclamado un Nuremberg del comunismo, probablemente molesto por unirse en
este tema a una fórmula querida de M. Le Pen.
Sin embargo, la puesta en escena del Libro Negro tiende no solo a borrar las diferencias entre nazismo y comunismo, sino a banalizar sugiriendo que la comparación estrictamente “objetiva” y contable va en ventaja del primero:
25 millones de muertos contra 100 millones, 20 años de terror contra 60. La primera banda de
presentación del libro anunciaba escandalosamente 100 millones de muertos. El descuento de
los autores llega a 85 millones. A M. Courtois no le va de 15 millones. Maneja los cadáveres de
forma turbia.
Esta contabilidad macabra de comerciante al por mayor, mezclando países, épocas causas y
campos tiene algo de cínico y de profundamente irrespetuoso de las propias víctimas. En el
caso de la Unión Soviética, llega a un total de 20 millones de víctimas sin que se sepa lo que la
cifra incluye exactamente.
En su contribución al Libro Negro, Nicolas Werth rectifica más bien a la baja las estimaciones aproximativas corrientes. Afirma que los historiadores, sobre la base de archivos precisos, evalúan hoy en 690.000 las víctimas de las grandes purgas de 1936-1938. Es ya enorme, más allá del horror. Llega además a un número de detenidos del Gulag de alrededor de dos millones como media anual, una proporción de los cuales más importante de lo que se creía pudo ser liberada, reemplazada por nuevos recién llegados.
Para alcanzar el total de 20 millones de muertos, habría por tanto que añadir a las cifras de las purgas y del Gulag, los de las dos grandes hambrunas (cinco millones en 1921-1922 y seis millones en 1932-1933), y los de la guerra civil, que los autores del Libro Negro no pueden demostrar, y por motivos sobrados, que se trate de “crímenes del comunismo”, dicho de otra forma de un exterminio fríamente decidido. Con tales procedimientos ideológicos, no sería muy difícil escribir un Libro rojo de los crímenes del capital, sumando las víctimas de los pillajes y de los populicidios coloniales, de las guerras mundiales, del martirologio del trabajo, de las epidemias, de las hambrunas endémicas, no solo de ayer, sino de hoy. Solo en el siglo veinte, se podrían contar sin esfuerzo varios centenares de millones de víctimas.
En la segunda parte demasiado a menudo olvidada de su trilogía, Hannah Arendt veía en el
imperialismo moderno la matriz del totalitarismo y en los campos de concentración coloniales
en África el preludio a muchos otros campos (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo,
tomo II, El imperialismo). Si se trata no ya de examinar regímenes, períodos, conflictos
precisos, sino de incriminar una idea, ¿cuántos muertos se imputará, a través de los siglos, al
cristianismo y a los evangelios, al liberalismo y al “laisser-faire”?. Incluso aceptando las cuentas
fantásticas de M. Courtois, el capitalismo habría costado bastante más de veinte millones de
muertos a Rusia en el curso de este siglo en dos guerras mundiales que el estalinismo.
Los crímenes del estalinismo son suficientemente espantosos, masivos, horribles, para que haya
necesidad de añadir más. A menos que se quieran deliberadamente borrar las pistas de la
historia, como hemos visto que se hacía con ocasión del bicentenario de la Revolución francesa,
cuando ciertos historiadores hacían a la Revolución responsable no solo del Terror o de la
Vendée, sino también de los muertos del terror blanco, de los muertos en la guerra contra la
intervención coaligada, ¡o incluso de las víctimas de las guerras napoleónicas!
Que sea legítimo y útil comparar nazismo y estalinismo no es nuevo –¿no hablaba Trotsky de
Hitler y Stalin como de “estrellas gemelas”?. Pero comparación no es justificación, las
diferencias son tan importantes como las similitudes. El régimen nazi cumplió su programa y
mantuvo sus siniestras promesas. El régimen estalinista se edificó en contra del proyecto de
emancipación comunista. Tuvo para instaurarse que machacar a sus militantes.
¿Cuántas disidencias, oposiciones, ilustran, entre dos guerras, este viraje trágico? ¿Suicidados Maiakovski, Joffé, Tucholsky, Benjamin y tantos otros? ¿Se puede encontrar, entre los nazis, esas crisis de conciencia ante las ruinas de un ideal traicionado y desfigurado? La Alemania de Hitler no tenía necesidad como la Rusia de Stalin de transformarse en “país de la gran mentira”: los nazis estaban orgullosos de su obra, los burócratas no podían mirarse de frente en el espejo del comunismo original.
A base de diluir la historia concreta en el tiempo y en el espacio, de despolitizarla
deliberadamente, por una opción de método (Nicolas Werth reivindica francamente “la puesta
en segundo plano de la historia política” para mejor seguir el hilo lineal de una historia
descontextualizada de la represión), no queda más que un teatro de sombras. No se trata ya
entonces de instruir el proceso de un régimen, de una época, de verdugos identificados, sino de
una idea: la idea que mata.
En el género, algunos periodistas se han entregado con delectación. Jacques Amalric registra con satisfacción “la realidad engendrada por una utopía mortífera” (Libération, 6 de noviembre). Philippe Cusin inventa una herencia conceptual:
“Está inscrito en los genes del comunismo: es natural matar” (Le Figaro, 5 de noviembre). ¿Para
cuando la eutanasia conceptual contra el gen del crimen?. Instruir el proceso no con hechos,
crímenes precisos, sino con una idea, es ineluctablemente instituir una culpabilidad colectiva y
un delito de intención. El tribunal de la historia según Courtois no es solo retroactivo. Se
convierte en peligrosamente preventivo, cuando lamenta que el “trabajo de duelo de la idea de
revolución esté aún lejos de haber sido acabado” y se indigna de que ¡“grupos abiertamente
revolucionarios estén activos y se expresen con absoluta legalidad”!.
El arrepentimiento está ciertamente de moda. Que Furet o Le Roy Ladurie, Mme Kriegel o el
propio M.Courtois no hayan llegado nunca al fin de su trabajo de duelo, que arrastren como un
grillete su mala conciencia de estalinistas arrepentidos, que su expiación se cueza en el
resentimiento, es su problema. Pero, quienes han seguido siendo comunistas sin jamás haber
celebrado al padrecito de los pueblos ni salmodiado el libro rojo del gran timonel, ¿de qué
quiere Vd., M. Courtois, que se arrepientan?.
Sin duda se han equivocado a veces. Pero, visto como va el mundo, ciertamente no se han equivocado ni de causa ni de adversario. Para comprender las tragedias del siglo que acaba y sacar de ello lecciones útiles para el futuro, hay que ir más allá de la escena ideológica, abandonar las sombras que se agitan en ella, para hundirse en las profundidades de la historia y seguir la lógica de los conflictos políticos en los que se toma una opción entre varias posibles.
¿Revolución o golpe de estado?
Una vuelta crítica sobre la Revolución rusa, con ocasión del 80 aniversario de Octubre, plantea
cantidad de cuestiones, de orden tanto histórico como programático. Lo que está en juego es
enorme. Se trata ni más ni menos de nuestra capacidad en un futuro abierto al actuar
revolucionario, pues todos los pasados no tienen el mismo futuro. Sin embargo, antes incluso
de entrar en la masa de los nuevos documentos accesibles debido a la apertura de los archivos
soviéticos (que permitirán sin ninguna duda nuevas aclaraciones y una renovación de las
controversias),la discusión viene a tropezarse con el pret-a-porter ideológico dominante, cuyo
dominio está bien ilustrado por el reciente homenaje necrológico consensual a François Furet.
En estos tiempos de contrarreforma y de reacción, nada de extraño en que los nombres de
Lenín y de Trotsky se conviertan en tan impronunciables como lo fueron los de Robespierre o
de Saint-Just bajo la Restauración.
Para comenzar a despejar el terreno, conviene pues retomar
tres ideas bastante ampliamente extendidas hoy:
1. Aunque presentado como revolución, Octubre sería más bien el nombre emblemático
de un complot o de un golpe de estado minoritario que impuso enseguida, por arriba, su
concepción autoritaria de la organización social en beneficio de una nueva élite.
2. Todo el desarrollo de la revolución rusa y sus desventuras totalitarias estarían inscritas
en germen, por una especie de pecado original, en la idea (o la “pasión” según Furet)
revolucionaria: la historia se reduciría entonces a la genealogía y al cumplimiento de esta idea
perversa, despreciando grandes convulsiones reales, acontecimientos colosales, y el resultado
incierto de toda lucha.
3. En fin, la Revolución rusa habría sido condenada a la monstruosidad por haber nacido
de un parto “prematuro” de la historia, de una tentativa de forzar su curso y su ritmo, cuando
las “condiciones objetivas” de una superación del capitalismo no estaban reunidas: en lugar de
tener la sabiduría de “autolimitar” su proyecto, los dirigentes bolcheviques habrían sido los
agentes activos de este contratiempo.
Un verdadero impulso revolucionario
La Revolución rusa no es el resultado de una conspiración sino la explosión, en el contexto de la
guerra, de las contradicciones acumuladas por el conservadurismo autocrático del régimen
zarista. Rusia, a comienzos del siglo, es una sociedad bloqueada, un caso ejemplar de
“desarrollo desigual y combinado”, un país a la vez dominante y dependiente, aliando rasgos
feudales de un campo en el que la servidumbre está oficialmente abolida hace menos de medio
siglo, y los rasgos de un capitalismo industrial urbano de los más concentrados. Gran potencia,
está subordinada tecnológicamente y financieramente (¡el préstamo ruso de divertida
memoria!).
El cuaderno de quejas presentado por el pope Gapone en la revolución de 1905 es
un verdadero registro de la miseria que reina en el país de los zares. Las tentativas de reformas
son rápidamente bloqueadas por el conservadurismo de la oligarquía, la terquedad del déspota,
y la inconsistencia de una burguesía atropellada por el naciente movimiento obrero. Las tareas
de la revolución democrática corresponden así a una especie de tercer estado en el que, a
diferencia de la Revolución francesa, el proletariado moderno, aunque minoritario, constituye ya
el ala más dinámica.
Es en todo esto en lo que la “santa Rusia” puede representar “el eslabón débil” de la cadena
imperialista. La prueba de la guerra da fuego a este polvorín. El desarrollo del proceso
revolucionario, entre febrero y octubre de 1917, ilustra bien de que no se trata de una
conspiración minoritaria de agitadores profesionales, sino de la asimilación acelerada de una
experiencia política a escala de masas, de una metamorfosis de las conciencias, de un
desplazamiento constante de las correlaciones de fuerzas.
En su magistral Historia de la Revolución rusa, Trotsky analiza minuciosamente esta radicalización, de elección sindical en elección sindical, de elección municipal en elección municipal, entre los obreros, los soldados y los campesinos. Mientras que los bolcheviques no representaban más que el 13 % de los delegados al congreso de los soviets en junio, las cosas cambian rápidamente tras las jornadas de Julio y la tentativa de golpe de Kornilov: representan entre el 45% y el 60% en octubre, en el segundo congreso.
Lejos de un golpe de mano logrado por sorpresa, la insurrección representa pues la culminación y el desenlace provisional de una prueba de fuerzas que ha madurado a lo largo de todo el año, durante la cual el estado de espíritu de las masas plebeyas se ha encontrado siempre a la izquierda de los partidos y de sus estados mayores, no solo de los de los socialistas revolucionarios, sino incluso los del partido bolchevique o de una parte de la dirección (incluso sobre la decisión de la insurrección).
Los historiadores convienen generalmente que la insurrección de Octubre fue el desenlace, a
penas más violento que la toma de la Bastilla, de un año de descomposición del antiguo
régimen. Es por lo que, comparativamente a las violencias que hemos conocido luego, fue poco
costosa en vidas humanas. Esta “facilidad” relativa de la toma insurreccional del poder por los
bolcheviques ilustra la impotencia de la burguesía rusa entre febrero y octubre, su incapacidad
para poner en pie un estado y edificar sobre las ruinas del zarismo un proyecto de nación
moderna.
La alternativa no estaba ya entre la revolución y la democracia sin frases, sino entre
dos soluciones autoritarias, la revolución y la dictadura militar de Kornilov o de alguno similar.
Si se entiende por revolución un impulso de transformación venido de abajo, de las aspiraciones
profundas del pueblo, y no el cumplimiento de algún plan grandioso imaginado por una élite
esclarecida, ninguna duda de que la Revolución rusa fue una de ellas, en el pleno sentido del
término, a partir de las necesidades fundamentales de la paz y de la tierra.
Basta con recordar las medidas legislativas tomadas en los primeros meses y el primer año por
el nuevo régimen para comprender que significan un cambio absolutamente radical de las
relaciones de propiedad y de poder, a veces más rápido de lo previsto y querido, a veces más
allá incluso de lo deseable, bajo la presión de las circunstancias.
Numerosos libros testimonian de esta ruptura en el orden del mundo (ver Los diez días que conmovieron el mundo, de John Reed) y de su repercusión internacional inmediata (cf. La Révolution d´Octubre et le mouvement ouvrier européen, collectif, EDI, 1967). Marc Ferro subraya (principalmente en La Revolution de 1917, Albin Michel 1997; y Naissance et effondrement du régime communiste en Russie, Livre de Poche 1997), que no hubo en aquel momento mucha gente que lamentase la caída del régimen del zar y que llorase por el último déspota.
Insiste al contrario sobre el derrocamiento del mundo tan característica de una auténtica revolución, hasta en los detalles de la vida cotidiana: en Odessa, los estudiantes dictan a los profesores un nuevo programa de Historia; en Petrogrado, trabajadores obligan a sus patronos a aprender “el nuevo derecho obrero”; en el ejército, soldados invitan al capellán castrense a su reunión “para dar un nuevo sentido a su vida”; en algunas escuelas, los niños reivindican el derecho al aprendizaje del boxeo para hacerse oír y respetar por los mayores.
Comunismo y estalinismo
Una respuesta al libro negro del comunismo
Por Daniel Bensaïd*
Formidable empresa de oscurecimiento de referencias
Ya en 1995, François Furet había propuesto como lápida funeraria de un comunismo difunto su
grueso volumen El Pasado de una Ilusión, ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX. En
1997, un equipo de historiadores coordinado por Stéphane Courtois publica una obra aún más
monumental, El Libro negro del comunismo. Crímenes, terror, represión. Ochocientas páginas
para inventariar los crímenes del comunismo por todo el mundo y contar los cadáveres que
jalonan su historia.
Se trata esta vez de sacar al comunismo de su tumba para juzgarle.
Por temor, quizá, de que siga recorriendo el mundo... El nazismo tuvo su Nuremberg. ¿Qué se
espera para erigir un Nuremberg del comunismo?, pregunta nuestro historiador, que se nombra
juez y entrega su veredicto: el comunismo, indisociable del estalinismo, se ha mostrado al
menos tan criminal como el nazismo. Formidable empresa de oscurecimiento de puntos de
referencia, de desorientación de las conciencias, al término de la cual el siglo no es ya más que
un amontonamiento de cadáveres, la revolución de Octubre un horrible desliz y el ideal
comunista una funesta monstruosidad.
Para que la historia no se reduzca solo a la represión, para que la razón no ceda al furor, y no se confundan víctimas y verdugos, conviene en primer lugar volver sobre Octubre, para estudiarlo, sacar de él lecciones para el futuro. Un Octubre demasiado grande para un historiador entronizado como inquisidor.
“Pues un fenómeno semejante en la historia humana no se olvida jamás, al haber revelado en
la naturaleza humana una disposición y una capacidad hacia lo mejor que político alguno
hubiera podido argüir a partir del curso de las cosas acontecidas hasta entonces, lo cual
únicamente puede augurar una conciliación de naturaleza y libertad en el género humano
conforme a principios intrínsecos al derecho, si bien solo como un acontecimiento impreciso y
azaroso por lo que atañe al tiempo.
Pero, aun cuando tampoco ahora se alcanzase con este acontecimiento la meta proyectada,
aunque la revolución o la reforma de la constitución de un pueblo acabara fracasando, o si todo
volviera después a su antiguo cauce después de haber durado algún tiempo (tal como
profetizan actualmente los políticos), a pesar de todo ello, ese pronóstico filosófico no perdería
nada de su fuerza. Pues ese acontecimiento es demasiado grandioso, se halla tan
estrechamente implicado con el interés de la humanidad y su influencia sobre el mundo se ha
diseminado tanto por todas partes, como para no ser rememorado por los pueblos en cualquier
ocasión donde se den circunstancais propicias y no ser evocado para repetir nuevas tentativas
de esa índole”.
Emmanuel Kant, El conflicto de las facultades, 1798.
“Tal es el problema a dilucidar, esta marcha de los acontecimientos es efectivamente continua
o bien se trata de dos series de acontecimientos intrínsecamente ligados, pero que remiten a
pesar de todo a vidas diferentes, a dos mundos políticos y morales distintos?. Si no logramos
dilucidar este problema, hoy aún podemos por descuido volvernos peligrosos. Pues el pasado
no meditado reanima los peores prejuicios y prohíbe a la conciencia histórica penetrar en el
campo político”.
Mikhaël Guefter, « Staline est mort hier » in L'Homme et la société, 1987.
En 1798, en pleno período de reacción, Emmanuel Kant escribía a propósito de la Revolución francesa que un acontecimiento así, más allá de los fracasos y retrocesos, no se olvida. Pues, en ese desgarro del tiempo, se dejó entrever, aunque fuera de forma fugitiva, una promesa de humanidad liberada. Kant tenía razón. Nuestro problema es saber hoy si la gran promesa ligada al nombre propio de Octubre, ese estremecimiento del mundo, ese resplandor surgido de las tinieblas de la primera carnicería mundial, podrá ser él también “rememorado por los pueblos”.
Es lo que está en juego no por un “deber de memoria” (noción hoy degradada), sino para un
trabajo y una batalla por la memoria. El 80 aniversario de la revolución de octubre de 1917
corría el riesgo de pasar desapercibido. La publicación del Libro negro del Comunismo habrá
tenido al menos el mérito de poner encima de la mesa “el asunto Octubre”, una de esas
grandes querellas sobre las que no habrá jamás reconciliación.
Claramente enunciado por Stéphane Courtois, director del conjunto, el objetivo de la operación es establecer una estricta continuidad, una perfecta coherencia entre comunismo y estalinismo, entre Lenín y Stalin, entre la tradiación del inicio revolucionario y el crepúsculo helado del Gulag: “Estalinista y comunista, es lo mismo”, escribe en el Journal du Dimanche (9 de noviembre). Es crucial responder sin rodeos a la pregunta planteada por el gran historiador soviético Mikhaël Guefter:
“Tal es el problema a dilucidar: esta marcha de los acontecimientos es efectivamente continua o bien se trata de dos series de acontecimientos intrínsecamente ligados, pero que remiten a pesar de todo a vidas diferentes, a dos mundos políticos y morales distintos?”. (“Stalin murió ayer”, en
L´Homme et la société, 2-3, 1988). Pregunta decisiva, en efecto, que domina tanto la
inteligibilidad del siglo que acaba como nuestros compromisos en el siglo atormentado que se
anuncia: si el estalinismo no fuera, como algunos lo sostienen o lo conceden, más que una
simple “desviación” o “una prolongación trágica” del proyecto comunista, habría que sacar de
ello las conclusiones más radicales en cuanto al propio proyecto.
Un proceso de fin de siglo
Es por otro lado lo que intentan los promotores del Libro Negro. Sería en efecto extraño el tono
de guerra fría, bastante anacrónico, de Stéphane Courtois y de ciertos artículos de prensa.
Cuando el capitalismo, púdicamente rebautizado “democracia de mercado”, se proclama de
buena gana como sin alternativa tras la desintegración de la Unión Soviética, vencedor absoluto
del fin de siglo, esta obstinación revela en realidad un gran miedo reprimido: el temor de ver
las llagas y los vicios del sistema tanto más patentes, en la medida en que ha perdido, con su
doble burocrático, su mejor coartada.
Es importante pues proceder a la diabolización preventiva de todo lo que podría dejar entrever un posible futuro diferente. Es en efecto en el momento en que su imitación estalinista desaparece en la debacle, cuando se acaba su confiscación burocrática, cuando el espectro del comunismo puede de nuevo volver a recorrer el mundo.
¿Cuántos antiguos celosos estalinistas, por no haber sabido distinguir estalinismo y comunismo,
han dejado de ser comunistas dejando de ser estalinistas, para unirse a la causa liberal con el
fervor de los conversos?. Estalinismo y comunismo no son solo distintos, sino irreductiblemente
antagónicos. Y el recordatorio de esta diferencia no es el menor deber que tengamos hacia las
numerosas víctimas comunistas del estalinismo.
El estalinismo no es una variante del comunismo, sino el nombre propio de la contrarrevolución
burocrática. Que militantes sinceros, en la urgencia de la lucha contra el nazismo, o
debatiéndose en las consecuencias de la crisis mundial de entre guerras, no hayan tomado
inmediatamente conciencia, que hayan continuado ofreciendo generosamente sus existencias
desgarradas, no cambia nada del asunto. Se trata claramente, por responder a la pregunta de
Mikhaël Guefter, de “dos mundos políticos y morales” distintos e irreconciliables. Esta respuesta
está en las antípodas de las conclusiones de Stéphane Courtois en el Libro Negro. Se defiende a
veces de haber reclamado un Nuremberg del comunismo, probablemente molesto por unirse en
este tema a una fórmula querida de M. Le Pen.
Sin embargo, la puesta en escena del Libro Negro tiende no solo a borrar las diferencias entre nazismo y comunismo, sino a banalizar sugiriendo que la comparación estrictamente “objetiva” y contable va en ventaja del primero:
25 millones de muertos contra 100 millones, 20 años de terror contra 60. La primera banda de
presentación del libro anunciaba escandalosamente 100 millones de muertos. El descuento de
los autores llega a 85 millones. A M. Courtois no le va de 15 millones. Maneja los cadáveres de
forma turbia.
Esta contabilidad macabra de comerciante al por mayor, mezclando países, épocas causas y
campos tiene algo de cínico y de profundamente irrespetuoso de las propias víctimas. En el
caso de la Unión Soviética, llega a un total de 20 millones de víctimas sin que se sepa lo que la
cifra incluye exactamente.
En su contribución al Libro Negro, Nicolas Werth rectifica más bien a la baja las estimaciones aproximativas corrientes. Afirma que los historiadores, sobre la base de archivos precisos, evalúan hoy en 690.000 las víctimas de las grandes purgas de 1936-1938. Es ya enorme, más allá del horror. Llega además a un número de detenidos del Gulag de alrededor de dos millones como media anual, una proporción de los cuales más importante de lo que se creía pudo ser liberada, reemplazada por nuevos recién llegados.
Para alcanzar el total de 20 millones de muertos, habría por tanto que añadir a las cifras de las purgas y del Gulag, los de las dos grandes hambrunas (cinco millones en 1921-1922 y seis millones en 1932-1933), y los de la guerra civil, que los autores del Libro Negro no pueden demostrar, y por motivos sobrados, que se trate de “crímenes del comunismo”, dicho de otra forma de un exterminio fríamente decidido. Con tales procedimientos ideológicos, no sería muy difícil escribir un Libro rojo de los crímenes del capital, sumando las víctimas de los pillajes y de los populicidios coloniales, de las guerras mundiales, del martirologio del trabajo, de las epidemias, de las hambrunas endémicas, no solo de ayer, sino de hoy. Solo en el siglo veinte, se podrían contar sin esfuerzo varios centenares de millones de víctimas.
En la segunda parte demasiado a menudo olvidada de su trilogía, Hannah Arendt veía en el
imperialismo moderno la matriz del totalitarismo y en los campos de concentración coloniales
en África el preludio a muchos otros campos (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo,
tomo II, El imperialismo). Si se trata no ya de examinar regímenes, períodos, conflictos
precisos, sino de incriminar una idea, ¿cuántos muertos se imputará, a través de los siglos, al
cristianismo y a los evangelios, al liberalismo y al “laisser-faire”?. Incluso aceptando las cuentas
fantásticas de M. Courtois, el capitalismo habría costado bastante más de veinte millones de
muertos a Rusia en el curso de este siglo en dos guerras mundiales que el estalinismo.
Los crímenes del estalinismo son suficientemente espantosos, masivos, horribles, para que haya
necesidad de añadir más. A menos que se quieran deliberadamente borrar las pistas de la
historia, como hemos visto que se hacía con ocasión del bicentenario de la Revolución francesa,
cuando ciertos historiadores hacían a la Revolución responsable no solo del Terror o de la
Vendée, sino también de los muertos del terror blanco, de los muertos en la guerra contra la
intervención coaligada, ¡o incluso de las víctimas de las guerras napoleónicas!
Que sea legítimo y útil comparar nazismo y estalinismo no es nuevo –¿no hablaba Trotsky de
Hitler y Stalin como de “estrellas gemelas”?. Pero comparación no es justificación, las
diferencias son tan importantes como las similitudes. El régimen nazi cumplió su programa y
mantuvo sus siniestras promesas. El régimen estalinista se edificó en contra del proyecto de
emancipación comunista. Tuvo para instaurarse que machacar a sus militantes.
¿Cuántas disidencias, oposiciones, ilustran, entre dos guerras, este viraje trágico? ¿Suicidados Maiakovski, Joffé, Tucholsky, Benjamin y tantos otros? ¿Se puede encontrar, entre los nazis, esas crisis de conciencia ante las ruinas de un ideal traicionado y desfigurado? La Alemania de Hitler no tenía necesidad como la Rusia de Stalin de transformarse en “país de la gran mentira”: los nazis estaban orgullosos de su obra, los burócratas no podían mirarse de frente en el espejo del comunismo original.
A base de diluir la historia concreta en el tiempo y en el espacio, de despolitizarla
deliberadamente, por una opción de método (Nicolas Werth reivindica francamente “la puesta
en segundo plano de la historia política” para mejor seguir el hilo lineal de una historia
descontextualizada de la represión), no queda más que un teatro de sombras. No se trata ya
entonces de instruir el proceso de un régimen, de una época, de verdugos identificados, sino de
una idea: la idea que mata.
En el género, algunos periodistas se han entregado con delectación. Jacques Amalric registra con satisfacción “la realidad engendrada por una utopía mortífera” (Libération, 6 de noviembre). Philippe Cusin inventa una herencia conceptual:
“Está inscrito en los genes del comunismo: es natural matar” (Le Figaro, 5 de noviembre). ¿Para
cuando la eutanasia conceptual contra el gen del crimen?. Instruir el proceso no con hechos,
crímenes precisos, sino con una idea, es ineluctablemente instituir una culpabilidad colectiva y
un delito de intención. El tribunal de la historia según Courtois no es solo retroactivo. Se
convierte en peligrosamente preventivo, cuando lamenta que el “trabajo de duelo de la idea de
revolución esté aún lejos de haber sido acabado” y se indigna de que ¡“grupos abiertamente
revolucionarios estén activos y se expresen con absoluta legalidad”!.
El arrepentimiento está ciertamente de moda. Que Furet o Le Roy Ladurie, Mme Kriegel o el
propio M.Courtois no hayan llegado nunca al fin de su trabajo de duelo, que arrastren como un
grillete su mala conciencia de estalinistas arrepentidos, que su expiación se cueza en el
resentimiento, es su problema. Pero, quienes han seguido siendo comunistas sin jamás haber
celebrado al padrecito de los pueblos ni salmodiado el libro rojo del gran timonel, ¿de qué
quiere Vd., M. Courtois, que se arrepientan?.
Sin duda se han equivocado a veces. Pero, visto como va el mundo, ciertamente no se han equivocado ni de causa ni de adversario. Para comprender las tragedias del siglo que acaba y sacar de ello lecciones útiles para el futuro, hay que ir más allá de la escena ideológica, abandonar las sombras que se agitan en ella, para hundirse en las profundidades de la historia y seguir la lógica de los conflictos políticos en los que se toma una opción entre varias posibles.
¿Revolución o golpe de estado?
Una vuelta crítica sobre la Revolución rusa, con ocasión del 80 aniversario de Octubre, plantea
cantidad de cuestiones, de orden tanto histórico como programático. Lo que está en juego es
enorme. Se trata ni más ni menos de nuestra capacidad en un futuro abierto al actuar
revolucionario, pues todos los pasados no tienen el mismo futuro. Sin embargo, antes incluso
de entrar en la masa de los nuevos documentos accesibles debido a la apertura de los archivos
soviéticos (que permitirán sin ninguna duda nuevas aclaraciones y una renovación de las
controversias),la discusión viene a tropezarse con el pret-a-porter ideológico dominante, cuyo
dominio está bien ilustrado por el reciente homenaje necrológico consensual a François Furet.
En estos tiempos de contrarreforma y de reacción, nada de extraño en que los nombres de
Lenín y de Trotsky se conviertan en tan impronunciables como lo fueron los de Robespierre o
de Saint-Just bajo la Restauración.
Para comenzar a despejar el terreno, conviene pues retomar
tres ideas bastante ampliamente extendidas hoy:
1. Aunque presentado como revolución, Octubre sería más bien el nombre emblemático
de un complot o de un golpe de estado minoritario que impuso enseguida, por arriba, su
concepción autoritaria de la organización social en beneficio de una nueva élite.
2. Todo el desarrollo de la revolución rusa y sus desventuras totalitarias estarían inscritas
en germen, por una especie de pecado original, en la idea (o la “pasión” según Furet)
revolucionaria: la historia se reduciría entonces a la genealogía y al cumplimiento de esta idea
perversa, despreciando grandes convulsiones reales, acontecimientos colosales, y el resultado
incierto de toda lucha.
3. En fin, la Revolución rusa habría sido condenada a la monstruosidad por haber nacido
de un parto “prematuro” de la historia, de una tentativa de forzar su curso y su ritmo, cuando
las “condiciones objetivas” de una superación del capitalismo no estaban reunidas: en lugar de
tener la sabiduría de “autolimitar” su proyecto, los dirigentes bolcheviques habrían sido los
agentes activos de este contratiempo.
Un verdadero impulso revolucionario
La Revolución rusa no es el resultado de una conspiración sino la explosión, en el contexto de la
guerra, de las contradicciones acumuladas por el conservadurismo autocrático del régimen
zarista. Rusia, a comienzos del siglo, es una sociedad bloqueada, un caso ejemplar de
“desarrollo desigual y combinado”, un país a la vez dominante y dependiente, aliando rasgos
feudales de un campo en el que la servidumbre está oficialmente abolida hace menos de medio
siglo, y los rasgos de un capitalismo industrial urbano de los más concentrados. Gran potencia,
está subordinada tecnológicamente y financieramente (¡el préstamo ruso de divertida
memoria!).
El cuaderno de quejas presentado por el pope Gapone en la revolución de 1905 es
un verdadero registro de la miseria que reina en el país de los zares. Las tentativas de reformas
son rápidamente bloqueadas por el conservadurismo de la oligarquía, la terquedad del déspota,
y la inconsistencia de una burguesía atropellada por el naciente movimiento obrero. Las tareas
de la revolución democrática corresponden así a una especie de tercer estado en el que, a
diferencia de la Revolución francesa, el proletariado moderno, aunque minoritario, constituye ya
el ala más dinámica.
Es en todo esto en lo que la “santa Rusia” puede representar “el eslabón débil” de la cadena
imperialista. La prueba de la guerra da fuego a este polvorín. El desarrollo del proceso
revolucionario, entre febrero y octubre de 1917, ilustra bien de que no se trata de una
conspiración minoritaria de agitadores profesionales, sino de la asimilación acelerada de una
experiencia política a escala de masas, de una metamorfosis de las conciencias, de un
desplazamiento constante de las correlaciones de fuerzas.
En su magistral Historia de la Revolución rusa, Trotsky analiza minuciosamente esta radicalización, de elección sindical en elección sindical, de elección municipal en elección municipal, entre los obreros, los soldados y los campesinos. Mientras que los bolcheviques no representaban más que el 13 % de los delegados al congreso de los soviets en junio, las cosas cambian rápidamente tras las jornadas de Julio y la tentativa de golpe de Kornilov: representan entre el 45% y el 60% en octubre, en el segundo congreso.
Lejos de un golpe de mano logrado por sorpresa, la insurrección representa pues la culminación y el desenlace provisional de una prueba de fuerzas que ha madurado a lo largo de todo el año, durante la cual el estado de espíritu de las masas plebeyas se ha encontrado siempre a la izquierda de los partidos y de sus estados mayores, no solo de los de los socialistas revolucionarios, sino incluso los del partido bolchevique o de una parte de la dirección (incluso sobre la decisión de la insurrección).
Los historiadores convienen generalmente que la insurrección de Octubre fue el desenlace, a
penas más violento que la toma de la Bastilla, de un año de descomposición del antiguo
régimen. Es por lo que, comparativamente a las violencias que hemos conocido luego, fue poco
costosa en vidas humanas. Esta “facilidad” relativa de la toma insurreccional del poder por los
bolcheviques ilustra la impotencia de la burguesía rusa entre febrero y octubre, su incapacidad
para poner en pie un estado y edificar sobre las ruinas del zarismo un proyecto de nación
moderna.
La alternativa no estaba ya entre la revolución y la democracia sin frases, sino entre
dos soluciones autoritarias, la revolución y la dictadura militar de Kornilov o de alguno similar.
Si se entiende por revolución un impulso de transformación venido de abajo, de las aspiraciones
profundas del pueblo, y no el cumplimiento de algún plan grandioso imaginado por una élite
esclarecida, ninguna duda de que la Revolución rusa fue una de ellas, en el pleno sentido del
término, a partir de las necesidades fundamentales de la paz y de la tierra.
Basta con recordar las medidas legislativas tomadas en los primeros meses y el primer año por
el nuevo régimen para comprender que significan un cambio absolutamente radical de las
relaciones de propiedad y de poder, a veces más rápido de lo previsto y querido, a veces más
allá incluso de lo deseable, bajo la presión de las circunstancias.
Numerosos libros testimonian de esta ruptura en el orden del mundo (ver Los diez días que conmovieron el mundo, de John Reed) y de su repercusión internacional inmediata (cf. La Révolution d´Octubre et le mouvement ouvrier européen, collectif, EDI, 1967). Marc Ferro subraya (principalmente en La Revolution de 1917, Albin Michel 1997; y Naissance et effondrement du régime communiste en Russie, Livre de Poche 1997), que no hubo en aquel momento mucha gente que lamentase la caída del régimen del zar y que llorase por el último déspota.
Insiste al contrario sobre el derrocamiento del mundo tan característica de una auténtica revolución, hasta en los detalles de la vida cotidiana: en Odessa, los estudiantes dictan a los profesores un nuevo programa de Historia; en Petrogrado, trabajadores obligan a sus patronos a aprender “el nuevo derecho obrero”; en el ejército, soldados invitan al capellán castrense a su reunión “para dar un nuevo sentido a su vida”; en algunas escuelas, los niños reivindican el derecho al aprendizaje del boxeo para hacerse oír y respetar por los mayores.
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