viernes, 22 de julio de 2011

Texto remitido por la doctorante colombiana Ginneth E. Narváez, quien reside actualmente en la ciudad de Quito, y adelanta estudios superiores en FLACSO. N de la R.


De vientos y rebeliones

Fabricio Guamán

Viernes 27 de mayo 2011


¡Próxima estación: “Plaça Catalunya”!

Era la parada donde yo tenía que quedarme. El metro se detuvo y se abrieron las puertas y cientos de personas iniciamos nuestros respectivos trayectos. Había que tener claro el destino siguiente, sea otra ruta de metro, sea la puerta de salida correcta, sea una conexión del ferrocarril.

Yo tenía que salir de este mundo subterráneo, lleno de serpientes metálicas que transportan miles de personas de un lugar a otro por las entrañas de la tierra. Reconocí el acceso y me dirigí a salir. Ya se escuchaban los ruidos de una ciudad que nunca duerme. Las gradas daban directamente a la Rambla, calle emblemática que lo recorren de arriba a abajo miles de personas cada día.

Era normal salir del metro y encontrarse con un tumulto de gente, cientos de personas que iban y venían, la mayoría turistas que, con mapa en mano, recorrían la rambla, se dirigían al centro de la ciudad o hacia la playa. La mayoría transitaba por las vitrinas de los grandes almacenes, algunos entraban, otros miraban, pero todos con el deseo de estar a la moda y no apartarse de la imagen de pertenecer al primer mundo. Miles de anuncios, enormes pancartas, sonidos estridentes, coches de lujo, personas de lujo. Todo con el mismo mensaje: “compra y entra al único mundo posible”.

Cruzando la calle estaba la plaza. Era la misma plaza que se la cruza apurado, sin pensar más que en las preocupaciones o las deudas; se la atraviesa lo más rápido posible para evitar congestiones y llegar a tiempo a su destino. Pero hoy, ya no era esa plaza vacía, silenciosa y de cemento. Crucé la calle y entré a otro mundo.

Son las 9 de la noche, aún con un sol queriendo despedirse, que ilumina y calienta, comienza el cacerolazo. Miles de personas hacen escuchar su indignación.

Estamos en Plaza Cataluña, van a ser diez días que este lugar céntrico y emblemático de la ciudad de Barcelona se ha transformado en un lugar de encuentro de miles de personas que, de manera espontánea, han decidido por construir colectivamente, de manera solidaria, recíproca y complementaria, otro mundo, más justo, más humano y más real.

El ruido producido por todo tipo de instrumentos se hace escuchar y con las manos en alto y el corazón compartido anuncian un día más de sueños realizados y un día menos de sueños imposibles e impuestos. Era un abrazo inmenso lleno de dignidad.

Con un calor algo inusual para esta época, la plaza se encontraba con una, también inusual, alegría que desbordaba a todos sus extremos.

Levanto la mirada y me detengo, que no suele ser muy común, y leo uno de tantos carteles que cuelgan por todas partes: “La plaza es nuestra”.

Y sigo caminando, deteniéndome, contagiándome, y leo otro: “Vamos lento porque vamos lejos”, y otro y otro: “Si no nos dejan soñar, no les dejaremos dormir.” “Power to the people”. “¡Nous sommes indignés!”. “Sólo hay dos clases de políticos, los que roban y los que esperan para robar”. “Sólo faltas tú” “¡Hoy reflexionamos, mañana también! Paciencia!”

El viento recorría suavemente por los cientos de carpas instaladas, y por los techos improvisados para cubrirse del fuerte sol o de las posibles lluvias. Al parecer todo era desorden y caos, pero la realidad era diferente. La plaza tenía una disposición muy bien pensada y organizada para que cada actividad tenga su espacio y su autonomía. Habían dividido la plaza en otras plazas más pequeñas, como un mundo dentro de otro mundo. Y le habían puesto un nombre digno, como el caso de la Plaza Tahrir, conmemorando la revuelta egipcia, o Plaza Islandia, como agradecimiento a ese pueblo que le dijo NO a los poderes financieros mundiales, y se negaron a pagar las deudas de los bancos. Los espacios de la plaza habían sido repartidos dando prioridad para que la gente se encuentre, se detenga, se reúna, reflexione y actúe.

De pronto, el cacerolazo terminó. Miles de personas, de todas las edades y condiciones se dispusieron a sentarse en disposición circular. Sonaron los megáfonos anunciando el inicio de la Asamblea General del día. Una a una, cada comisión iba presentando los frutos de su trabajo de aquel día. Un trabajo asambleario, horizontal y verdaderamente participativo que me llenó de un aprendizaje enorme. Como una anciana decía en una de tantas reuniones espontáneas que se daban: “ En estos días he aprendido y desaprendido lo que en mis tantos años de escuela, colegio y universidad”. Así, por ejemplo, la comisión de actividades compartía que en horas de la mañana se realizaron talleres de pintura y juegos con los cientos de niños y niñas que acudían a la plaza con sus padres, madres, abuelos, abuelas, hermanos, hermanas, todas indignadas pero alegres. También se escuchó que se comenzó a sembrar, luego de las adecuaciones del espacio para el huerto, a un extremo de la plaza. Y efectivamente recordé que el día anterior un grupo de personas nos habíamos trasladado a una casa ocupada y transformada en centro social, y pudimos traer tierra, palos, herramientas y semilla. Anunciaron el éxito de la marcha que se realizó a horas de la tarde por las calles de la ciudad en contra de los recortes al sector salud que pretende realizar el gobierno. También la comisión de contenidos expuso las diferentes reflexiones que se realizaron a lo largo del día en torno a diferentes temas como, por ejemplo, la educación, la salud, el medio ambiente, el consumo, la energía nuclear, la democracia, los saqueos en países hermanos a nombre del desarrollo, entre otros. También las comisiones de comunicación, de convivencia, de cocina, de limpieza, de resistencia, entre otras, compartían su camino.

Todos y todas escuchaban con atención y emoción al ver reflejado su esfuerzo de reflexión y de acción. De a poco cada comisión también iba construyendo la agenda del día siguiente, los asamblearios proponían y se formaban nuevas subcomisiones para cada propuesta. Se anunció, por ejemplo, que para el día domingo, se tenía previsto la presencia de algunas agrupaciones musicales de toda Europa que venían a compartir su música de manera desinteresada y solidaria. En estos espacios a nadie se le decía que su propuesta era imposible, a nadie se le interrumpía la palabra, a nadie se le negaba soñar. El sueño era colectivo y real.

En menos de una semana, esta gente indignada, alegre y rebelde, construyó otro mundo. Un mundo repleto de ilusiones, de sueños, de colores, de sabores, de olores tan diversos como dignos. La cocina se convirtió en el espacio para compartir momentos de trabajo pero también de enseñanza y aprendizaje. Se preparó las comidas para miles de personas. Cada día el menú sorprendía por su exquisitez, su sabor y su calidad. Casi todo hecho con los productos de las huertas ecológicas y solidarias de toda Barcelona y por las contribuciones de familias. Además había tres cocinas solares que sorprendían por su eficiencia y por su sencillez. No había que pagar nada, sólo se tenía que llevar su plato, su cuchara y su vaso, eso sí, evitando producir basura. La comisión de medio ambiente se encargaba de reciclar los envases, de fomentar la reducción del consumo de estos materiales, de poner tachos para separar los desperdicios. El material orgánico se iba al huerto que ya comenzaba a tomar forma. Había unas bicicletas que las personas se turnaban para hacer girar las ruedas y producir energía para que la consola entone su música. Avanzada la noche, se formaban grupos improvisados de música, de teatro, de malabares, todos transmitiendo alegría y esperanza. Ya para dormir se disponía de miles de carpas e incluso algunos habían adecuado sus camas encima de los árboles de esta plaza tan particular.

Cada persona, organización, colectivo, asociación tenía su espacio, con la única condición de no ser parte de ningún partido político ni tener relaciones con bancos, empresas privadas o que tenga un mensaje excluyente.

La gente estaba indignada, pero no lo exteriorizaban en odio, rencores ni violencia, más bien al contrario, todo era alegría y solidaridad. Sabían que la respuesta a la crisis era esa gran vía colectiva.

Y como decía otro cartel: “Vale la pena encontrarse”. Y como decía alguien por ahí: “las lecciones de dignidad los dan los más pequeños”.

Mi abuelo me solía decir cuando salíamos al bosque: “la selva puede parecer muy tranquila o puede mostrarse muy violenta, eso va a depender de cómo sean tus pasos.”

Y continuaba diciendo, mientras preparaba su tabaco: ”nuestros pasos son como nuestra vida, se vive como si estuviéramos siempre en peligro. Siempre hay que tener cuidado donde uno pone su huella, pero también es importante saber cómo se marca esa huella.”

Sin duda, ahora, a más de 9 mil kilómetros de distancia, hay muchas huellas que recorrer y reconocer.

Desde tierras catalanas

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