COLOMBIA Y LA CAUSA DE LOS PLAGIOS
El colega Carlos Medina Gallego me comparte este
texto que circula con la firma de Mario Jursich, en el cual se recuerda un caso
de "plagio" que afectó el ejercicio periodístico y analítico de
Hernando Gómez Buendía, quien estuvo al frente del IEL, caído en desgracia, y
cuyo nombre se quiere ahora reivindicar.
La vida intelectual nacional es, la verdad sea dicha,
bastante pobre y laudatoria. Este incidente quizá ayude a reanimar "el
cadáver insepulto" de lo que aún se llama, sin sonrojarse, opinión pública. Es posible también, de contera, que Hernando quiera prueba suerte en las próximas elecciones para Congreso, y esta incursión pública podría ayudarle. N de la R.
EN FAVOR DE
GÓMEZ BUENDÍA POR MARIO JURSICH DURÁN
En el año 2004, Hernando Gómez Buendía fue acusado de
plagio. Pese a que dos jurados distintos lo absolvieron de esa acusación, y
pese a que había recibido numerosas distinciones –entre ellas, el Premio Simón
Bolívar al mejor columnista–, nunca pudo volver a escribir en la gran prensa de
Colombia. ¿No es hora de que reparemos una colosal injusticia?
Hace unos tres meses, más o menos,
recibí una carta de uno de nuestros suscriptores. El señor Marín había empezado
a leer El Malpensante en 1999; estuvo suscrito hasta el 2004,
año en que dejó Colombia para adelantar una maestría en Alemania. En ese lapso,
a veces entraba a la página web y picoteaba uno que otro artículo, pero solo
fue hasta su regreso en mayo de este año cuando volvió a leer de manera
continua la revista. En su carta, me manifestaba su perplejidad al descubrir en
nuestra actual nómina de colaboradores a Hernando Gómez Buendía. Según su
recuerdo, Gómez Buendía había recibido una seria acusación de plagio poco antes
de que él se marchara al extranjero y, hasta donde le alcanzaba la memoria,
nunca había podido dar explicaciones satisfactorias.
“¿Por qué –me
preguntaba el corresponsal– eligieron a una persona con tantos cuestionamientos
éticos? Ustedes han escrito mucho sobre ese tema y, sin embargo, no parecen
haberlo tenido en cuenta a la hora de escoger a uno de sus columnistas”.
En mi respuesta le explicaba
nuestras razones y creo que mis palabras le resultaron convincentes, pues a
partir de allí empezamos una correspondencia que se ha prolongado hasta el día
de hoy. El tema hubiera podido llegar hasta ese punto si él mismo no me hubiera
propuesto que hiciéramos público nuestro intercambio. “A mí me gusta mucho esa
sección del New York Times en que los editores explican por
qué tomaron determinadas decisiones. ¿No cree que sería una magnífica
oportunidad para aclimatar algo parecido en Colombia? EnLa Silla Vacía,
Juanita León lo ha hecho en varias ocasiones y eso les da una transparencia que
falta en los demás medios”.
Aunque al principio me desconcerté
–esas cartas, a mi juicio, eran demasiado divagativas– finalmente me
pareció que mi corresponsal tenía razón. Así pues, la misiva que sigue no
solo es la transformación de unas explicaciones privadas en una conversación
pública, sino también la apertura de una sección cuya frecuencia dependerá de
la curiosidad de los lectores.
Estimado señor Marín:
Usted no es la primera persona que
me lo pregunta. Desde que Gómez Buendía empezó a colaborar en El Malpensante varios amigos me han manifestado su misma perplejidad
y a todos les he respondido más o menos lo mismo. En su caso, sin embargo, me
creo obligado no solo a darle una respuesta más elaborada sino a ponerlo al
tanto de ciertos episodios que por vivir en Alemania en aquella época usted
seguramente desconoce. Tenga en cuenta, además, que las acusaciones tuvieron
lugar hace nueve años.
El caso empezó a finales del 2003,
cuando Gómez Buendía dictó una conferencia informal en el posgrado de
periodismo de la Universidad de los Andes. La charla era parte de un ciclo
organizado por la revista Semana y pretendía llevar “a sus
columnistas y periodistas al ámbito más crítico de todos –el universitario–
para abrir la discusión sobre los medios, sus poderes y la
democracia en Colombia”. La charla se grabó y una practicante hizo una primera
versión escrita que, posteriormente, María Teresa Ronderos corrigió a fondo
pues Gómez Buendía no estaba satisfecho con el resultado.
Finalmente, ese texto y otros nueve conformaron el
libro Poder & medio, que apareció en febrero de 2004 bajo
el sello conjunto de Aguilar y Publicaciones Semana. Unos meses más tarde,
Diana Giraldo, una estudiante de la maestría, leyó “Los retos del periodismo en
una democracia” y descubrió 16 frases idénticas o parecidas entre esa charla de
Gómez Buendía y el célebre manual Los elementos del periodismo, de
Bill Kovach y Tom Rosenstiel. Llena de dudas, le expuso su hallazgo a Daniel
Samper Ospina, entonces uno de sus profesores, y él decidió, además de publicar
la denuncia en el número de noviembre de SoHo, “acudir a una
instancia objetiva, que no se sintiera, como él, inhabilitado, para que se
conociera pública e imparcialmente el caso”.
No sé, señor Marín, si usted
recuerda que apenas un mes antes Gómez Buendía había obtenido el premio
nacional de periodismo Simón Bolívar en la categoría de mejor columnista; eso,
aunado al hecho de que tanto él como el director de SoHo estaban
vinculados a Publicaciones Semana, propició que se le encargara a Javier Darío
Restrepo, máxima autoridad en asuntos de ética de la Fundación Nuevo Periodismo
Iberoamericano, una evaluación del caso y por supuesto una opinión al respecto.
No bien se publicó la denuncia,
tanto las editoras del libro como el mismo Gómez Buendía explicaron que se
trataba de un error involuntario. Según ellos, en el proceso de transformar la
charla en un capítulo escrito de Poder & medio se
omitió por descuido la referencia al manual de Kovach y Rosenstiel. Gómez
Buendía incluso escribió una columna en Semana en la que
reconocía sin reservas que
las 16 frases idénticas o parecidas que la abogada
Diana Giraldo encontró entre mi texto y el libro de Kovach y Rosenstiel son
ciertas, y así lo admití desde el principio.
No es todo: a mediados de
noviembre Gómez Buendía también le envió una carta al profesor Kovach, en la
cual asumía la responsabilidad de no haber revisado la versión final de la
conferencia y se comprometía a que, en caso de publicarse una segunda edición
de Poder & medio, la omisión sería restituida. Estoy
firmemente convencido de que todo el asunto hubiera parado allí si el programa
radial La W no se hubiera involucrado en la polémica.
Es posible –no puedo saberlo con
certeza– que la negativa de Gómez Buendía a participar en el programa hubiera
creado algunas suspicacias en su contra. Sea como haya sido, desde que el
reclamo se filtró a los medios, más o menos hacia el 15 de noviembre de 2004,
Julio Sánchez Cristo estuvo dándole “spin” a la noticia, de tal modo que a
finales de diciembre lo que parecía un litigio menor en vías de resolución
acabó por tomar unas dimensiones insospechadas.
Piense nada más señor Marín en
que, si bien Javier Darío Restrepo absolvió a Gómez Buendía de cualquier falla
ética en el número de diciembre de SoHo, Juan Manuel Santos,
nuestro actual presidente, no vio en ello un obstáculo para pedir en su columna
del 26 de diciembre en El Tiempo que se le asignara un segundo
jurado:
¿Existe todavía el tribunal ético del cpb? ¿No sería
bueno revivirlo? ¿O que las directivas de la revista Semana (coeditora del libro donde aparece el supuesto plagio)
conformen su propio tribunal de honor?
Me late que usted no sentirá
ninguna sorpresa si le digo que ese mismo día Semanapublicó una
“Nota del director” en que se anunciaba que “dada la confusión generada en el
debate público y en aras de la transparencia frente a nuestros lectores, hemos
decidido poner este caso a consideración de una comisión de expertos de la
mayor respetabilidad internacional para que se pronuncie al respecto”. (Nadie
pareció advertir que esas palabras ponían en entredicho la labor de Javier
Darío Restrepo, que era y sigue siendo una autoridad en asuntos de ética periodística).
Yo puedo aceptar que a Hernando Gómez Buendía se le haya cometido la
primera injusticia de endilgarle responsabilidad sobre un texto que no salió de
su mano. Cuando lo interrogué al respecto, me dijo con mucho humor que “para su
desgracia” la edición la había hecho María Teresa Ronderos: el texto había
quedado tan vigorosamente escrito que le resultaba difícil convencer a los
demás de que solo era la transcripción de una charla. También puedo aceptar,
por más discutible que sea desde el punto de vista del derecho, que se le hayan
nombrado jueces de manera unilateral y que se le haya sometido a dos tribunales
distintos por una misma falta.
En su caso era indispensable demostrar que se le absolvía por su inocencia,
no por su prestancia, y si para eso fue necesario hacerlo pasar por las horcas
caudinas de dos procesos, pues bien que así haya sido. Lo que me resulta
inaceptable es que, una vez nombrada la comisión de expertos, Semana hubiera
tenido no solo la extrema inelegancia de ignorar y esconder el segundo fallo en
que de nuevo se absolvía de manera tajante a Gómez Buendía, sino el capricho
–ese sí legítimo– de despedirlo unas horas después invocando el inverosímil
pretexto de que en una de sus columnas se había dizque “autoplagiado” –una
falta que no existe en ningún manual de periodismo en el mundo–.
Señor Marín, si usted busca hoy en
día el fallo, lo encontrará sin mayores tropiezos. Pero tenga en cuenta que eso
solo se logró dos años más tarde, después de que Carlos Gaviria, Alfonso Llano
y Alejandro Sanz de Santamaría, los tres miembros de la Comisión de Ética
convocada por el director de la revista Semana, le dirigieran a
este una muy explícita carta que, hasta donde sé, tampoco fue publicada:
Bogotá, marzo 16 de 2007
Señor Director:
En un programa transmitido por Caracol Radio dijo
usted que el columnista Hernando Gómez Buendía “cometió plagio” y que Semana se abstuvo de publicar –o al menos de resumir– el concepto
que en su momento emitimos sobre este asunto porque era “demasiado largo” y difícil
de interpretar.
Puesto que fue usted mismo quien nos pidió analizar el
caso y emitir un concepto, nos sentimos en el deber de aclarar que nuestra
investigación concluyó de manera inequívoca que en este caso hubo “total
ausencia de mala fe” y que “el doctor Gómez Buendía cometió el error de omisión
que se ha señalado y él ha reconocido, pero este error no conlleva ninguna
grave falta a la ética”.
Esperamos que esta aclaración reciba el mismo
despliegue que merecieron las excesivas acusaciones formuladas contra el doctor
Gómez Buendía.
Alfonso Llano Escobar, SJ
Carlos Gaviria Díaz
Alejandro Sanz de Santamaría
Le recuerdo estos detalles, señor
Marín, porque si usted piensa que “Gómez Buendía nunca dio unas explicaciones
satisfactorias” o “que su caso nunca fue aclarado” es por el tantas veces
descrito problema de asimetría en los medios. A veces da la impresión de que
para acusar y poner en la picota pública las revistas y los periódicos tienen
todas las páginas disponibles, pero para rectificar carecen hasta del breve
espacio de un párrafo. Considere lo siguiente: más o menos en las mismas fechas
en que Gaviria, Llano y Sanz de Santamaría le enviaban la carta a Alejandro
Santos, un grupo amplísimo de ciudadanos hizo circular en Internet una
carta de apoyo a Gómez Buendía y de protesta contra el ocultamiento del fallo.
Para ellos, Gómez Buendía había
sido sometido a “una campaña de difamación absurda e infundada” y se mostraban
inquietos “por lo que este incidente dice sobre la sociedad en su conjunto y en
especial sobre los medios de comunicación”. Daniel Samper Ospina reaccionó
frente a esa más bien inofensiva carta publicando otra vez las supuestas
pruebas en contra de Gómez Buendía –“para que cada quien juzgue si la revista
realmente inició una persecución o si el lamentable descuido del profesor Gómez
Buendía justifica lo que le sucedió”–, antecedidas de un airado prólogo en que
revelaba que cuando le encargó a Javier Darío Restrepo un concepto sobre el
caso, lo publicó porque “ese fue el compromiso de SoHo”, aunque a
su juicio el veredicto “era un poco evasivo y no respondía algunos
cuestionamientos”.
Yo estoy de acuerdo con Samper
Ospina en que el fallo de Javier Darío Restrepo era impreciso y dejaba cabos
sueltos, pero ese no es el punto: el punto para mí es que si uno designa a un
juez –y más aún si lo hace de manera unilateral– debe acatar lo que ese juez
conceptúe, con independencia de si a uno le agrada el fallo o no. Controvertir
los dictámenes de un tribunal que uno mismo ha nombrado no solo implica pasarse
por el asterisco los principios del estado de derecho sino incurrir en los
mismos excesos que se denunciaban –vaya paradoja– en el libro de Poder
& medio.
*
Ahora bien, señor Marín, una de
las consecuencias más deprimentes de esta discusión es que nadie leyó la
conferencia de Hernando Gómez Buendía. Todo el mundo prefirió especular en
abstracto o, en su defecto, lanzar conjeturas tan delirantes como irresponsables.
En una pieza publicada en abril de 2005 en El Nuevo Siglo, Néstor
Morales sugirió que Gómez Buendía era un plagiario de vieja data porque en
1963, es decir, cuarenta y dos años antes, había pronunciado otra conferencia
en la Universidad Javeriana cuyo contenido “era casi idéntico” al de un
artículo publicado en una revista de la Universidad Católica de Chile.
Estoy
seguro de que si usted le pidiera a Morales el audio de esa conferencia y una
fotocopia del artículo para corroborar si es cierto lo que afirma, se
encontraría con que él nunca ha visto esos materiales y que simplemente está
repitiendo lo que alguna fuente de buena o mala fe le ha soplado. De ese
tamaño es la ligereza con que en Colombia se juzga la honra de los demás.
Le insisto en que leer “Los retos
del periodismo en una democracia” disipa un buen número de los malentendidos
sobre el texto de Gómez Buendía. De entrada, se advierte que la explicación
dada por él y por María Teresa Ronderos es perfectamente plausible: en el texto
Gómez Buendía no solo nombra a 15 autores (desde Popper hasta Mario Benedetti),
sino que en varias partes enfatiza que está parafraseando las ideas de otros
(por ejemplo, las del sociólogo alemán Niklas Luhman). No veo ninguna razón
para que ocultara intencionalmente que estaba utilizando las categorías de
Kovach y Rosenstiel como herramientas de análisis.
Además, señor Marín, no pierda de
vista que cada una de las frases puestas en entredicho es una breve explicación
de las normas universales del periodismo y por eso tienen tanta similitud con
las nueve categorías de Kovach y Rosenstiel. Algunas de ellas incluso son
lugares comunes, para los cuales sería imposible reclamar algún tipo de
paternidad. ¿De quién es, por ejemplo, “la obligación básica del periodismo es
decir la verdad”? Más que de copia, habría que hablar de inevitable
coincidencia. Y en todo caso esas frases afectan apenas un 5 o 6 por ciento de
la conferencia, de suerte que el resto de la charla no tiene nada que ver con
el libro en cuestión.
A la hora de juzgar un plagio
existen algunos criterios estándar, como preguntarse si hubo una intención
deliberada para cometerlo y, de ser ello cierto, qué beneficios materiales o de
prestigio se derivan de esa intención. (Esos fueron grosso modo los parámetros
que aplicó la Comisión de Ética de la revista Semana.) Yo creo que
a esas dos preguntas debe añadirse la consideración extra de si el supuesto
plagio es un indicador de pereza o de incapacidad, pues al final del camino eso
es lo que determina la gravedad de la falta. En muchos sentidos, el plagio es
como la plusvalía: solo importa si no se produce.
Cuando Diana Giraldo pregunta en
su escrito acusatorio: “¿Puede omitirse una cita 16 veces? Y si es así, ¿puede
basarse toda una conferencia en una idea ajena?”, da la impresión de que Gómez
Buendía se limita a parafrasear las categorías de Kovach y Rosenstiel sin
añadir nada de su propio peculio. Pero se trata de una impresión falsa, pues
quien haya leído la conferencia notará al instante que Gómez Buendía toma esos
postulados y a partir de ellos crea una extraordinaria riqueza interpretativa
que no debe nada a su punto de partida. En el principio relativo a la
“independencia”, no cabe duda de que la categoría general, abstracta, proviene
de los autores norteamericanos, pero el desarrollo es puro Gómez Buendía:
Yo digo a veces en chiste, pero gráficamente, que lo
peor que le sucede a Semana –y lo digo críticamente– es que uno
abre la revista y casi toda la gente mencionada ahí vive en Bogotá, de la calle
72 para el norte, inclusive los hampones. Es terrible que, en un país que tiene
44 millones de habitantes, toda la gente que aparezca en sus medios viva en
diez cuadras de Bogotá. Así uno se hace una idea del sesgo profundo que esto
implica en la manera de entender el mundo.
Y lo mismo se podría decir de lo
relativo a “guardar las proporciones y el balance”, apartado en que señala, con
una década de anticipación, un problema cuya aguijoneante actualidad ningún
periodista puede ignorar:
…en Colombia faltan muchísimas voces. Falta, por
ejemplo, la voz de los campesinos. Hay siete millones de personas campesinas
que no tienen voz. Tienen voz, tal vez, la sac, los terratenientes, pero no los
campesinos. No solamente en el sentido de que no escriban sino en el de que sus
puntos de vista, sus cosmovisiones –la del negro, la del indígena, la de la
mujer, la de los habitantes de las regiones alejadas–, no están suficientemente
reflejadas en los medios, sobre todo en los medios serios.
Al invitar a Gómez Buendía a escribir
una columna en El Malpensante a mí me interesaba, sí, resarcir
de algún modo el terrible daño moral que esos juicios le causaron, pero ese
empeño palidecía frente a la perplejidad de ver que un analista tan sagaz no
encontrara dónde articular sus opiniones. ¿Cómo es posible que alguien con las
capacidades de Gómez Buendía no haya podido escribir durante una década en la
gran prensa colombiana?
¿Cómo es posible que un
intelectual de su experiencia y originalidad tenga cerradas las puertas de los
grandes medios? ¿Cómo es posible que un columnista a quien se le concedió el
Premio Simón Bolívar y a quien Enrique Santos Calderón llegó a calificar como
el mejor del país ahora solo encuentre una audiencia en Internet y en las
revistas minoritarias? El nuestro, señor Marín, es un país en el cual falta la
opinión cualificada. En últimas, mi invitación a Gómez Buendía es un
reconocimiento explícito de que sus artículos elevan el nivel de la
conversación pública. ¿De cuántos periodistas en Colombia cree usted que se
pueda decir lo mismo?
Reciba todos mis saludos.
MARIO JURSICH DURÁN (VALLEDUPAR, 1964).
Es el director de El
Malpensante.