viernes, 29 de noviembre de 2013

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COLOMBIA  Y  LA CAUSA DE LOS PLAGIOS

El  colega Carlos Medina Gallego me comparte este texto que circula con la firma de Mario Jursich, en el cual se recuerda un caso de "plagio" que afectó el ejercicio periodístico y analítico de Hernando Gómez Buendía, quien estuvo al frente del IEL, caído en desgracia, y cuyo nombre se quiere ahora reivindicar. 

La vida intelectual nacional es, la verdad sea dicha, bastante pobre y laudatoria. Este incidente quizá ayude a reanimar "el cadáver insepulto" de lo que aún se llama, sin sonrojarse, opinión pública. Es posible también, de contera, que Hernando quiera prueba suerte en las próximas elecciones para Congreso, y esta incursión pública podría ayudarle.  N de la R.

EN FAVOR DE
GÓMEZ BUENDÍA POR MARIO JURSICH DURÁN

En el año 2004, Hernando Gómez Buendía fue acusado de plagio. Pese a que dos jurados distintos lo absolvieron de esa acusación, y pese a que había recibido numerosas distinciones –entre ellas, el Premio Simón Bolívar al mejor columnista–, nunca pudo volver a escribir en la gran prensa de Colombia. ¿No es hora de que reparemos una colosal injusticia?

Hace unos tres meses, más o menos, recibí una carta de uno de nuestros suscriptores. El señor Marín había empezado a leer El Malpensante en 1999; estuvo suscrito hasta el 2004, año en que dejó Colombia para adelantar una maestría en Alemania. En ese lapso, a veces entraba a la página web y picoteaba uno que otro artículo, pero solo fue hasta su regreso en mayo de este año cuando volvió a leer de manera continua la revista. En su carta, me manifestaba su perplejidad al descubrir en nuestra actual nómina de colaboradores a Hernando Gómez Buendía. Según su recuerdo, Gómez Buendía había recibido una seria acusación de plagio poco antes de que él se marchara al extranjero y, hasta donde le alcanzaba la memoria, nunca había podido dar explicaciones satisfactorias.

  “¿Por qué –me preguntaba el corresponsal– eligieron a una persona con tantos cuestionamientos éticos? Ustedes han escrito mucho sobre ese tema y, sin embargo, no parecen haberlo tenido en cuenta a la hora de escoger a uno de sus columnistas”.

En mi respuesta le explicaba nuestras razones y creo que mis palabras le resultaron convincentes, pues a partir de allí empezamos una correspondencia que se ha prolongado hasta el día de hoy. El tema hubiera podido llegar hasta ese punto si él mismo no me hubiera propuesto que hiciéramos público nuestro intercambio. “A mí me gusta mucho esa sección del New York Times en que los editores explican por qué tomaron determinadas decisiones. ¿No cree que sería una magnífica oportunidad para aclimatar  algo parecido en Colombia? EnLa Silla Vacía, Juanita León lo ha hecho en varias ocasiones y eso les da una transparencia que falta en los demás medios”.

Aunque al principio me desconcerté –esas cartas, a mi juicio, eran demasiado divagativas– finalmente me  pareció que mi corresponsal tenía razón. Así pues, la misiva que sigue no solo es la transformación de unas explicaciones privadas en una conversación pública, sino también la apertura de una sección cuya frecuencia dependerá de la curiosidad de los lectores.

Estimado señor Marín:

Usted no es la primera persona que me lo pregunta. Desde que Gómez Buendía empezó a colaborar en El Malpensante varios amigos me han manifestado su misma perplejidad y a todos les he respondido más o menos lo mismo. En su caso, sin embargo, me creo obligado no solo a darle una respuesta más elaborada sino a ponerlo al tanto de ciertos episodios que por vivir en Alemania en aquella época usted seguramente desconoce. Tenga en cuenta, además, que las acusaciones tuvieron lugar hace nueve años.

El caso empezó a finales del 2003, cuando Gómez Buendía dictó una conferencia informal en el posgrado de periodismo de la Universidad de los Andes. La charla era parte de un ciclo organizado por la revista Semana y pretendía llevar “a sus columnistas y periodistas al ámbito más crítico de todos –el universitario– para abrir la discusión sobre los medios, sus poderes y la democracia en Colombia”. La charla se grabó y una practicante hizo una primera versión escrita que, posteriormente, María Teresa Ronderos corrigió a fondo pues Gómez Buendía no estaba satisfecho con el resultado.

Finalmente, ese texto y otros nueve conformaron el libro Poder & medio, que apareció en febrero de 2004 bajo el sello conjunto de Aguilar y Publicaciones Semana. Unos meses más tarde, Diana Giraldo, una estudiante de la maestría, leyó “Los retos del periodismo en una democracia” y descubrió 16 frases idénticas o parecidas entre esa charla de Gómez Buendía y el célebre manual Los elementos del periodismo, de Bill Kovach y Tom Rosenstiel. Llena de dudas, le expuso su hallazgo a Daniel Samper Ospina, entonces uno de sus profesores, y él decidió, además de publicar la denuncia en el número de noviembre de SoHo, “acudir a una instancia objetiva, que no se sintiera, como él, inhabilitado, para que se conociera pública e imparcialmente el caso”.

No sé, señor Marín, si usted recuerda que apenas un mes antes Gómez Buendía había obtenido el premio nacional de periodismo Simón Bolívar en la categoría de mejor columnista; eso, aunado al hecho de que tanto él como el director de SoHo estaban vinculados a Publicaciones Semana, propició que se le encargara a Javier Darío Restrepo, máxima autoridad en asuntos de ética de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, una evaluación del caso y por supuesto una opinión al respecto.

No bien se publicó la denuncia, tanto las editoras del libro como el mismo Gómez Buendía explicaron que se trataba de un error involuntario. Según ellos, en el proceso de transformar la charla en un capítulo escrito de Poder & medio se omitió por descuido la referencia al manual de Kovach y Rosenstiel. Gómez Buendía incluso escribió una columna en Semana en la que reconocía sin reservas que

las 16 frases idénticas o parecidas que la abogada Diana Giraldo encontró entre mi texto y el libro de Kovach y Rosenstiel son ciertas, y así lo admití desde el principio.

No es todo: a mediados de noviembre Gómez Buendía también le envió una carta al profesor Kovach, en la cual asumía la responsabilidad de no haber revisado la versión final de la conferencia y se comprometía a que, en caso de publicarse una segunda edición de Poder & medio, la omisión sería restituida. Estoy firmemente convencido de que todo el asunto hubiera parado allí si el programa radial La W no se hubiera involucrado en la polémica.

Es posible –no puedo saberlo con certeza– que la negativa de Gómez Buendía a participar en el programa hubiera creado algunas suspicacias en su contra. Sea como haya sido, desde que el reclamo se filtró a los medios, más o menos hacia el 15 de noviembre de 2004, Julio Sánchez Cristo estuvo dándole “spin” a la noticia, de tal modo que a finales de diciembre lo que parecía un litigio menor en vías de resolución acabó por tomar unas dimensiones insospechadas. 

Piense nada más señor Marín en que, si bien Javier Darío Restrepo absolvió a Gómez Buendía de cualquier falla ética en el número de diciembre de SoHo, Juan Manuel Santos, nuestro actual presidente, no vio en ello un obstáculo para pedir en su columna del 26 de diciembre en El Tiempo que se le asignara un segundo jurado:

¿Existe todavía el tribunal ético del cpb? ¿No sería bueno revivirlo? ¿O que las directivas de la revista Semana (coeditora del libro donde aparece el supuesto plagio) conformen su propio tribunal de honor?

Me late que usted no sentirá ninguna sorpresa si le digo que ese mismo día Semanapublicó una “Nota del director” en que se anunciaba que “dada la confusión generada en el debate público y en aras de la transparencia frente a nuestros lectores, hemos decidido poner este caso a consideración de una comisión de expertos de la mayor respetabilidad internacional para que se pronuncie al respecto”. (Nadie pareció advertir que esas palabras ponían en entredicho la labor de Javier Darío Restrepo, que era y sigue siendo una autoridad en asuntos de ética periodística).

Yo puedo aceptar que a Hernando Gómez Buendía se le haya cometido la primera injusticia de endilgarle responsabilidad sobre un texto que no salió de su mano. Cuando lo interrogué al respecto, me dijo con mucho humor que “para su desgracia” la edición la había hecho María Teresa Ronderos: el texto había quedado tan vigorosamente escrito que le resultaba difícil convencer a los demás de que solo era la transcripción de una charla. También puedo aceptar, por más discutible que sea desde el punto de vista del derecho, que se le hayan nombrado jueces de manera unilateral y que se le haya sometido a dos tribunales distintos por una misma falta.

En su caso era indispensable demostrar que se le absolvía por su inocencia, no por su prestancia, y si para eso fue necesario hacerlo pasar por las horcas caudinas de dos procesos, pues bien que así haya sido. Lo que me resulta inaceptable es que, una vez nombrada la comisión de expertos, Semana hubiera tenido no solo la extrema inelegancia de ignorar y esconder el segundo fallo en que de nuevo se absolvía de manera tajante a Gómez Buendía, sino el capricho –ese sí legítimo– de despedirlo unas horas después invocando el inverosímil pretexto de que en una de sus columnas se había dizque “autoplagiado” –una falta que no existe en ningún manual de periodismo en el mundo–.

Señor Marín, si usted busca hoy en día el fallo, lo encontrará sin mayores tropiezos. Pero tenga en cuenta que eso solo se logró dos años más tarde, después de que Carlos Gaviria, Alfonso Llano y Alejandro Sanz de Santamaría, los tres miembros de la Comisión de Ética convocada por el director de la revista Semana, le dirigieran a este una muy explícita carta que, hasta donde sé, tampoco fue publicada:

Bogotá, marzo 16 de 2007

Señor Director:

En un programa transmitido por Caracol Radio dijo usted que el columnista Hernando Gómez Buendía “cometió plagio” y que Semana se abstuvo de publicar –o al menos de resumir– el concepto que en su momento emitimos sobre este asunto porque era “demasiado largo” y difícil de interpretar.
Puesto que fue usted mismo quien nos pidió analizar el caso y emitir un concepto, nos sentimos en el deber de aclarar que nuestra investigación concluyó de manera inequívoca que en este caso hubo “total ausencia de mala fe” y que “el doctor Gómez Buendía cometió el error de omisión que se ha señalado y él ha reconocido, pero este error no conlleva ninguna grave falta a la ética”.

Esperamos que esta aclaración reciba el mismo despliegue que merecieron las excesivas acusaciones formuladas contra el doctor Gómez Buendía.

Alfonso Llano Escobar, SJ
Carlos Gaviria Díaz
Alejandro Sanz de Santamaría

Le recuerdo estos detalles, señor Marín, porque si usted piensa que “Gómez Buendía nunca dio unas explicaciones satisfactorias” o “que su caso nunca fue aclarado” es por el tantas veces descrito problema de asimetría en los medios. A veces da la impresión de que para acusar y poner en la picota pública las revistas y los periódicos tienen todas las páginas disponibles, pero para rectificar carecen hasta del breve espacio de un párrafo. Considere lo siguiente: más o menos en las mismas fechas en que Gaviria, Llano y Sanz de Santamaría le enviaban la carta a Alejandro Santos, un grupo amplísimo de ciudadanos hizo circular en Internet una carta de apoyo a Gómez Buendía y de protesta contra el ocultamiento del fallo.

Para ellos, Gómez Buendía había sido sometido a “una campaña de difamación absurda e infundada” y se mostraban inquietos “por lo que este incidente dice sobre la sociedad en su conjunto y en especial sobre los medios de comunicación”. Daniel Samper Ospina reaccionó frente a esa más bien inofensiva carta publicando otra vez las supuestas pruebas en contra de Gómez Buendía –“para que cada quien juzgue si la revista realmente inició una persecución o si el lamentable descuido del profesor Gómez Buendía justifica lo que le sucedió”–, antecedidas de un airado prólogo en que revelaba que cuando le encargó a Javier Darío Restrepo un concepto sobre el caso, lo publicó porque “ese fue el compromiso de SoHo”, aunque a su juicio el veredicto “era un poco evasivo y no respondía algunos cuestionamientos”.

Yo estoy de acuerdo con Samper Ospina en que el fallo de Javier Darío Restrepo era impreciso y dejaba cabos sueltos, pero ese no es el punto: el punto para mí es que si uno designa a un juez –y más aún si lo hace de manera unilateral– debe acatar lo que ese juez conceptúe, con independencia de si a uno le agrada el fallo o no. Controvertir los dictámenes de un tribunal que uno mismo ha nombrado no solo implica pasarse por el asterisco los principios del estado de derecho sino incurrir en los mismos excesos que se denunciaban –vaya paradoja– en el libro de Poder & medio.
*
Ahora bien, señor Marín, una de las consecuencias más deprimentes de esta discusión es que nadie leyó la conferencia de Hernando Gómez Buendía. Todo el mundo prefirió especular en abstracto o, en su defecto, lanzar conjeturas tan delirantes como irresponsables. En una pieza publicada en abril de 2005 en El Nuevo Siglo, Néstor Morales sugirió que Gómez Buendía era un plagiario de vieja data porque en 1963, es decir, cuarenta y dos años antes, había pronunciado otra conferencia en la Universidad Javeriana cuyo contenido “era casi idéntico” al de un artículo publicado en una revista de la Universidad Católica de Chile. 

Estoy seguro de que si usted le pidiera a Morales el audio de esa conferencia y una fotocopia del artículo para corroborar si es cierto lo que afirma, se encontraría con que él nunca ha visto esos materiales y que simplemente está repitiendo lo que alguna fuente de buena o mala fe le ha soplado. De ese tamaño es la ligereza con que en Colombia se juzga la honra de los demás.

Le insisto en que leer “Los retos del periodismo en una democracia” disipa un buen número de los malentendidos sobre el texto de Gómez Buendía. De entrada, se advierte que la explicación dada por él y por María Teresa Ronderos es perfectamente plausible: en el texto Gómez Buendía no solo nombra a 15 autores (desde Popper hasta Mario Benedetti), sino que en varias partes enfatiza que está parafraseando las ideas de otros (por ejemplo, las del sociólogo alemán Niklas Luhman). No veo ninguna razón para que ocultara intencionalmente que estaba utilizando las categorías de Kovach y Rosenstiel como herramientas de análisis.

Además, señor Marín, no pierda de vista que cada una de las frases puestas en entredicho es una breve explicación de las normas universales del periodismo y por eso tienen tanta similitud con las nueve categorías de Kovach y Rosenstiel. Algunas de ellas incluso son lugares comunes, para los cuales sería imposible reclamar algún tipo de paternidad. ¿De quién es, por ejemplo, “la obligación básica del periodismo es decir la verdad”? Más que de copia, habría que hablar de inevitable coincidencia. Y en todo caso esas frases afectan apenas un 5 o 6 por ciento de la conferencia, de suerte que el resto de la charla no tiene nada que ver con el libro en cuestión.

A la hora de juzgar un plagio existen algunos criterios estándar, como preguntarse si hubo una intención deliberada para cometerlo y, de ser ello cierto, qué beneficios materiales o de prestigio se derivan de esa intención. (Esos fueron grosso modo los parámetros que aplicó la Comisión de Ética de la revista Semana.) Yo creo que a esas dos preguntas debe añadirse la consideración extra de si el supuesto plagio es un indicador de pereza o de incapacidad, pues al final del camino eso es lo que determina la gravedad de la falta. En muchos sentidos, el plagio es como la plusvalía: solo importa si no se produce.

Cuando Diana Giraldo pregunta en su escrito acusatorio: “¿Puede omitirse una cita 16 veces? Y si es así, ¿puede basarse toda una conferencia en una idea ajena?”, da la impresión de que Gómez Buendía se limita a parafrasear las categorías de Kovach y Rosenstiel sin añadir nada de su propio peculio. Pero se trata de una impresión falsa, pues quien haya leído la conferencia notará al instante que Gómez Buendía toma esos postulados y a partir de ellos crea una extraordinaria riqueza interpretativa que no debe nada a su punto de partida. En el principio relativo a la “independencia”, no cabe duda de que la categoría general, abstracta, proviene de los autores norteamericanos, pero el desarrollo es puro Gómez Buendía:

Yo digo a veces en chiste, pero gráficamente, que lo peor que le sucede a Semana –y lo digo críticamente– es que uno abre la revista y casi toda la gente mencionada ahí vive en Bogotá, de la calle 72 para el norte, inclusive los hampones. Es terrible que, en un país que tiene 44 millones de habitantes, toda la gente que aparezca en sus medios viva en diez cuadras de Bogotá. Así uno se hace una idea del sesgo profundo que esto implica en la manera de entender el mundo.

Y lo mismo se podría decir de lo relativo a “guardar las proporciones y el balance”, apartado en que señala, con una década de anticipación, un problema cuya aguijoneante actualidad ningún periodista puede ignorar:

…en Colombia faltan muchísimas voces. Falta, por ejemplo, la voz de los campesinos. Hay siete millones de personas campesinas que no tienen voz. Tienen voz, tal vez, la sac, los terratenientes, pero no los campesinos. No solamente en el sentido de que no escriban sino en el de que sus puntos de vista, sus cosmovisiones –la del negro, la del indígena, la de la mujer, la de los habitantes de las regiones alejadas–, no están suficientemente reflejadas en los medios, sobre todo en los medios serios.

Al invitar a Gómez Buendía a escribir una columna en El Malpensante a mí me interesaba, sí, resarcir de algún modo el terrible daño moral que esos juicios le causaron, pero ese empeño palidecía frente a la perplejidad de ver que un analista tan sagaz no encontrara dónde articular sus opiniones. ¿Cómo es posible que alguien con las capacidades de Gómez Buendía no haya podido escribir durante una década en la gran prensa colombiana?

¿Cómo es posible que un intelectual de su experiencia y originalidad tenga cerradas las puertas de los grandes medios? ¿Cómo es posible que un columnista a quien se le concedió el Premio Simón Bolívar y a quien Enrique Santos Calderón llegó a calificar como el mejor del país ahora solo encuentre una audiencia en Internet y en las revistas minoritarias? El nuestro, señor Marín, es un país en el cual falta la opinión cualificada. En últimas, mi invitación a Gómez Buendía es un reconocimiento explícito de que sus artículos elevan el nivel de la conversación pública. ¿De cuántos periodistas en Colombia cree usted que se pueda decir lo mismo?

Reciba todos mis saludos.

MARIO JURSICH DURÁN (VALLEDUPAR, 1964).
Es el director de El Malpensante.


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