Wednesday, February 23, 2011
El tirano se va.
El tirano se va. En medio del abucheo, se marcha con su esposa elegante, sus buenas maneras y su sonrisa macabra. Tiene una corbata que me encanta, su cara pálida y sus manos limpias. Luce cansado. Reniega.
Dice que sufre porque afuera la gleba se mata a pico de botella, a pedradas, a palos, con martillos, tubos y llantas viejas. El tirano escucha. No le quieren. Se va. Se marcha dejando cinco tiranitos a cargo y cargando su cara de vampiro a su villa del desierto.
La masa celebra. El sudor del jubilo les baña sus heridas; el alcohol ilícito les cura sus penas; el carnaval les llega, pasado el Ramadán. Y yo, con mi mirada en la linda corbata, recuerdo a mi padre, formando los choferes, diciéndoles que trajeran la gente a la plaza, que les dieran licor y que los vistieran con la camiseta roja del gallo de pelea. Borrachos, cambiarían el futuro, borrachos se insultarían del uno al otro, y el tirano se iría.
Aquí ya se ha ido, y en la plaza queda la fiesta, la algarabía, y el alma en pena de una mujer que busca comida entre la basura. El mundo entero celebra. Entonces, odio mi cinismo y mi mujer lo detesta también. Dice que disgusto del mundo porque no hago fiesta por la partida del tirano, ni celebro el mesías en los uniformes de la Junta. Reclama, que disfrutó del vino y el jamón y que río porque el tirano, en su casita del desierto, también tomará vino, y comerá pan con aceite, y aceitunas sin jamón.
Y con sus manos limpias y su cara cansada, le hará un mimo a su esposa y le dará un beso dulce y, con la copa de vino en la mano, se irá tarde al sofá, cansado, pensante. Y se dormirá con la mirada dulce, de patriarca exhausto, mientras en la plaza ya amanece, y la mujer sigue buscando comida. Y ella, en medio de su hambruna, agachará la cara para no encandilarse con el sol naranja del amanecer, y para no ver las heridas de los aporreados que, a esa hora, marchan felices a casa. Ya sin tirano, sin casita del desierto, sin vino, sin pan, sin aceitunas y sin jamón.
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