La ejemplar vida fracasada de Camilo Torres
Antonio Caballero
La editorial Ícono lanzó una nueva impresión de la biografía de Camilo, escrita por el sacerdote irlandés Walter Joe Broderick. Esta es el epílogo que del libro hizo Antonio Caballero, y el cual fue reproducido por El malpensante. Luis Mejía nos la dio a conocer esta semana. N de la R.
Esta larga, densa, meticulosa, apasionada biografía de Camilo Torres Restrepo no es otra cosa que la historia de una frustración.
Veintiún años después de muerto su protagonista, lo que queda de su vida y de su obra es algo tan tenue, tan inasible, en apariencia tan poco propicio para una narración de 400 páginas (sin contar 20 más de enumeración de fuentes), como es el recuerdo de una posibilidad, la nostalgia de una promesa: más da una flor.
Flota la sospecha de que tal vez todo lo que había para decir cabía en el subtítulo: “el cura guerrillero”. Pero aun ese acoplamiento de sustantivos, que suena tan excitante, tan promisorio, tan sustancioso como un “discurso de las armas y las letras”, deja un sabor de fiasco: días y noches de calor y mosquitos y monótonos ruidos de la selva, sin que pase absolutamente nada; luego unos tiros y unos muertos; y luego vuelve a no pasar nada otra vez, como en un escorzo irónico de lo que ha sido la historia de Colombia.
Porque hay que reconocerlo: el paso ruidoso y fugaz del cura, político y guerrillero Camilo Torres Restrepo por el escenario público colombiano no dejó ninguna huella: ni en lo eclesiástico, ni en lo político, ni en lo militar. La Iglesia, que en las manos oligárquicas del cardenal Concha Córdoba era tal vez la más reaccionaria de toda América Latina, la más impermeable a los vientos de renovación que empezaban a soplar incluso en Roma, la más feroz defensora del statu quo político, económico y social, siguió siendo la misma.
Pasó incólume –sin que los desasosiegos del cristianismo obrero representados por el padre Torres la rompieran ni mancharan, como al cristal del catecismo– a las manos reaccionarias del brigadier-cardenal Muñoz Duque, y luego a las más reaccionarias todavía del cardenal politiquero López Trujillo. Se mantuvo indiferente a toda inquietud social, convencida de que su única función temporal consistía en la preservación del orden público, y ciega ante los excesos del sistema incluso cuando afectaban a sus propios ministros: los asesinatos del padre Gillard en Cali, del padre Ulcué en el Cauca, del padre López en Sucre, que no merecieron ni siquiera un reproche por parte de las jerarquías eclesiásticas. Y la desazón, si no doctrinal ni institucional al menos generacional, que provocó el ejemplo de Camilo Torres al tomar claramente partido del lado de los pobres quedó apenas en una polvareda de curitas rebeldes que colgaron los hábitos, no para hacer la revolución social, sino para casarse.
En lo que toca a la izquierda, el fracaso de Camilo Torres como líder político y agitador de masas fue igualmente rotundo. Su Frente Unido, ese engendro político llamado a revolucionar la revolución misma, y a transformar por fin y de una vez por todas la correlación de fuerzas entre el pueblo y la oligarquía, no pasó de ser un remedo lamentable de movimiento revolucionario tironeado por todos los oportunismos y agobiado por todas las improvisaciones, antes de evaporarse sin dejar rastro. Una frase del libro de Broderick le sirve de epitafio: “Para cuando Camilo hubo terminado su aprendizaje como guerrillero, su movimiento político estaba en ruinas”. Y pasados veintiún años desde su muerte, Camilo Torres ya no es para la izquierda colombiana ni siquiera un pretexto para tirar piedra en los aniversarios.
Pero quizás es en el movimiento guerrillero donde la acción y las ideas de Camilo Torres resultaron más espectacularmente inútiles. El Ejército de Liberación Nacional, esa guerrilla que él describía como “sin caudillismo” y “sin ánimo de combatir a los elementos revolucionarios de cualquier sector, movimiento o partido”, casi no esperó la muerte del cura guerrillero para irse por el despeñadero de la tiranía personal y el canibalismo revolucionario. Bajo la dictadura caprichosa e implacable de Fabio Vásquez Castaño, el Eln ejecutó en pocos años a docenas de sus propios militantes, empezando por los más cercanos compañeros de Camilo: Jaime Arenas y Julio César Cortés.
Diezmado en Anorí por el Ejército, y descabezado por el autoexilio de Fabio Vásquez (quien viajó a Cuba a someterse a tratamiento médico y se quedó allí adelantando estudios de derecho), el Eln se dispersó luego en columnas semiautómatas que durante años llevaron en selvas inaccesibles una existencia de guerra marginal e interminable, salpicada de ejecuciones de “traidores” y de “sapos”: se calcula que en sus veintidós años de existencia, el eln ha matado dos veces más militantes propios o campesinos no colaboradores que policías o soldados. Y en los últimos años, literalmente, ha encontrado petróleo: ha logrado la prosperidad económica gracias a la extorsión de las petroleras multinacionales que han abierto pozos o construido oleoductos en sus zonas de influencia. (Parte de sus regalías petroleras la invierte en editar lujosos folletos para defenderse de las acusaciones de ser una guerrilla antiecológica por su necesidad de volar de cuando en cuando un tramo de oleoducto para mantener vigente su tarifa de impuesto a las multinacionales.)
Si en esta historia delirante y sangrienta se puede buscar algún rastro de influencia de Camilo, está precisamente allí donde él menos lo hubiera deseado: en el clericalismo del grupo guerrillero. Los jefes elenos no son ya intelectuales universitarios como Arenas, Cortés o Medina Morón, ejecutados todos; ni campesinos autocráticos como Vásquez Castaño, que los ejecutó a todos antes de irse a estudiar derecho en el exterior. Sino que son sacerdotes católicos: el padre Domingo Laín, el padre Manuel Pérez. Curas aragoneses de cruz y metralleta, feroces y fanáticos como los curas conquistadores del siglo xvi que vinieron, ellos también, a salvar a América por la fuerza.
Y esa inutilidad estruendosa y autodestructiva, esa frustración minuciosa y absoluta que fue la vida de Camilo Torres, no solo saltan a la vista con la perspectiva de los veintiún años transcurridos desde su muerte en combate; sino que eran ya notorias cuando las estaba viviendo. Inutilidad más escandalosa aún por cuanto cada cual quería darle una utilización mezquina: el Partido Comunista y el eln tanto como esas “desesperadas damas de la alta sociedad” que, según cuenta Broderick, iban a buscarlo a su parroquia de la Veracruz “con propósitos que no eran exclusivamente espirituales”. Y frustración, por eso, desde un mismo origen: todos buscaban sacar de Camilo Torres algo distinto de lo que él tenía que dar.
Pero lo que daba, en cambio, se perdía en el aire sin el menor efecto. Así ocurrió con su proclamación desde el monte, concebida para provocar un levantamiento generalizado y que solo produjo un encogimiento de hombros en los cafés de Bogotá: “Ahora sí lo van a matar”. Y así ocurrió con su propia muerte –en su primer combate, intentando ganar su primer arma de guerra–, que fue recibida con absoluta indiferencia: “completamente normal”, opinó Guillermo León Valencia, presidente de la República; “un traspié en la lucha”, informó Insurrección, el boletín del eln. Desde el mismo momento de su muerte era ya la vida de Camilo Torres como una ola en el mar.
¿Se justifican entonces las 400 páginas de Walter J. Broderick, su talento, su pasión, su laboriosidad investigativa, y la paciencia del lector, para contar la historia de un fracaso? La respuesta a esta pregunta retórica está en esas mismas 400 páginas, a lo largo de las cuales la paciencia del lector se va transformando en entusiasmo, en interés y en admiración. Entusiasmo por la novela, interés por la reconstrucción histórica y sociológica, y admiración, finalmente, por la grandeza trágica del personaje. Su grandeza de hombre: no menguada, sino al contrario acrecentada, por su fracaso como cura, como político y como guerrillero.
La novela es apasionante, con todo y su muerte anunciada desde la primera página. Recurso técnico que ha sido muy alabado en novelas posteriores a esta, pero que en Broderick no es virtuosismo literario sino necesidad práctica: como los espectadores de las tragedias griegas, el lector de este libro comienza sabiendo que al final al protagonista lo van a matar. Broderick hace de necesidad virtud (suelen ser las únicas virtudes auténticas) y comienza a contar su historia por el final: por el día en que mataron a Camilo Torres. Y todo el mundo, autor y lector, y vasto coro de comparsas y de personajes secundarios, con la casi solitaria excepción del soldado que dispara el fusil, sabe quién es el muerto: el mismo cura guerrillero del título. No hay engaño.
Pero no uso la palabra “novela” en el sentido de engaño, de invención, de ficción, de artificio. Como en las novelas buenas, en la de Camilo Torres todo lo que se cuenta es cierto: es la pura verdad, tanto histórica, como psicológica, como poética, apoyada no solo en pruebas documentales sino también en ese tono inimitable, infalsificable, que es el tono de la veracidad. Hablo de novela por dos razones.
Una es formal. Broderick escogió para contar su cuento las reglas de la novela. No las de la hagiografía, habituales en los libros políticos: la falsificación y manipulación del personaje para hacerlo servir a los intereses del autor. Broderick no oculta su admiración ni disimula sus simpatías o antipatías, y toma abiertamente partido; pero en ningún momento encubre ni falsea los elementos que no son favorables a su tesis. Tampoco escribe una biografía ortodoxa. Es decir, no pretende tener su personaje hecho y derecho (aunque lo tenga muerto) desde la primera página, y retroceder a continuación para explicar su vida a la luz de su muerte, su principio al ritmo de su final, fijándolo en una (de todos modos discutible) cristalización histórica: Tel qu’en Lui-même enfin l’éternité le change. Sino que, a la manera de los personajes de novela, lo va dejando hacerse: le deja suelta la rienda para que siga los meandros que le dibujan su capricho y su destino, a riesgo de que se le devuelva en línea recta a la pesebrera o de que, por el contrario, no pase nada en la historia. Va dejando que se anude en las páginas del libro, por el juego ciego del azar y del libre albedrío, de las circunstancias y de la voluntad, el destino de un hombre.
Es un libro que no está escrito desde el final, sino desde el principio; y es eso lo que le da ese sabor especial de lectura que tienen las novelas: de alimento fresco, y no precocinado, como las biografías. Como es de novela, también, el inextricable entrevero de destinos que conduce –que condujo– a ese final sabido desde el principio: otros personajes, otras vidas, otras libertades, participan en la trama de esta historia: la madre algo avasalladora y el coronel de brigada un poco cómico, la fanática, la entusiasta muchacha corsa y el prudente cura peruano, el clima frío de Bogotá y la prosa árida del padre Yves Congar. Todo lo que formó, deformó, transformó a Camilo Torres: el carácter y la familia, la vocación religiosa, la rebelión ante la injusticia, la tentación mesiánica, el lirismo y la monotonía de la revolución. Y todo está mirado muy de cerca. Para Broderick, que también fue cura revolucionario, y cuya propia autobiografía daría para otra novela, escribir la de Camilo debió ser casi lo mismo: Madame Bovary c’est moi.
La segunda razón por la cual hablo de novela es de contenido. Esa vida que el libro cuenta es una novela cuyo argumento, en su sencillez clásica, la coloca en la categoría de las mejores del género. La historia de un niño de buena familia, de madre muy bella y padre superado por los acontecimientos, que huye de su casa para meterse de cura y acaba con el pecho partido de un balazo, en la guerrilla revolucionaria de una de las más remotas provincias del imperio americano. Cuando de lo que está metido en verdad, sin saberlo (o a lo mejor sabiéndolo: esas cosas siempre se sospechan), es de mesías.
“Sus palabras tenían una resonancia bíblica”, dice Broderick. “Los cojos, los tullidos y los ciegos se sentían convocados por Camilo al reino de Dios”. Un mesías tan fuera de contexto como podía serlo el caballero andante don Quijote en los peladeros de La Mancha, sin princesas ni dragones: mesías de pipa y sotana en la Universidad Nacional y en la Escuela Superior de Administración Pública, bautizando retoños de oligarcas y confesando beatas en la parroquia de la Veracruz, disputando con cardenales de provincia (Anás, Caifás), enredado en las mezquinas politiquerías de una izquierda casi analfabeta, hundido hasta las orejas en toda la comicidad involuntaria de lo real, que no deja otro escape que la tragedia. Su muerte en la selva, donde reconocieron su cadáver entre los cadáveres de los guerrilleros porque era un cadáver distinto: blanco, delicado, de niño bien, de cura.
Decía que otro interés que presenta esta biografía es el sociológico. El retrato –magistral, aunque en buena parte haya sido hecho solamente de oídas– de la sociedad en que nació, se agitó y murió Camilo Torres. Sus marginados, sus cardenales, sus presidentes, sus estudiantes revolucionarios, sus señoras elegantes, sus campesinos, sus militares. La sociedad colombiana que produjo a Camilo sigue retratada en esta biografía de Camilo porque sigue siendo exactamente igual: solo falta Camilo. Todo lo demás sigue ahí, tan igual a sí mismo que hasta los diagnósticos sociológicos del propio Camilo siguen siendo válidos dos decenios después de su muerte.
Aun su tesis de grado (“Una aproximación estadística a la realidad socioeconómica de Bogotá”), pese a que fue hecha con herramientas teóricas endebles y datos estadísticos aproximativos, sigue siendo certera, e inclusive acaba de ser reeditada. Como siguen vivos (y son con frecuencia reeditados) los personajes de la política o de la guerrilla que acompañaron a Camilo: a lo sumo han ascendido de grado militar, civil o eclesiástico. Por esta sociedad han pasado, al parecer sin dejar huella, veinte años, y dos papas, y millares de muertos.
Hay, finalmente, un tercer elemento apasionante en esta novela de Broderick que la arranca al nivel de la ficción (sin consecuencias) o de la descripción antropológica (sin enseñanzas): y es lo ejemplar de esa vida; que explica, para empezar, por qué Broderick escribió una biografía, y no una novela ni un ensayo académico.
El valor ejemplar de la vida de Camilo Torres es indiferente a sus logros o fracasos políticos, y lo eleva por encima de ellos al ámbito de la grandeza humana. Por eso no es la suya una vida fracasada; sino una vida hecha con lo mejor que puede haber en un hombre: de voluntad, de amor y de fidelidad a sí mismo. Por eso sus breves y malogrados 37 años son histórica y humanamente más importantes que muchas largas vidas triunfales. No dejó una obra, ya se dijo, y su huella es impalpable: como dibujada en el mar o en el viento, para citar a ese otro gran fracasado que fue Simón Bolívar.
Las enciclopedias del futuro tal vez tengan que contentarse con una mención escueta detrás de su nombre: Torres, Camilo: cura guerrillero. Pero al hablar de otros que vivieron su tiempo, tendrán que identificarlos diciendo, por ejemplo: Vásquez Castaño, Fabio: guerrillero y abogado colombiano que fue comandante de la guerrilla de Camilo Torres. Valencia Tovar, Álvaro: general y articulista colombiano que comandó la brigada en cuya zona se dio muerte a Camilo Torres. Sexto, Pablo: papa romano que visitó Colombia recién muerto Camilo Torres. Caballero, Antonio: autor del epílogo a la biografía de Walter J. Broderick sobre Camilo Torres.
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